Épica, estética y una verdad oculta
La historia de Alfred Dreyfus y del J'Acusse de Emile Zola en L'Aurore siempre me ha parecido tan poderosa y tan llena de épica que cualquier intento de convertirla en cine o en literatura tendrá el problema inicial de estar a la altura. La película que estrenó en 2019 Roman Polanski sobre el tema no consigue crear ese sentimiento de rebeldía ante la injusticia ni de éxtasis ante la verdad restaurada. Es un relato sin más. Si te preguntas cómo es posible quizá haya que ir a la timidez con la que el director ha enfocado la cuestión, más preocupado de la temática general que del hecho concreto. Al generalizar el tratamiento que el ejército y el pueblo francés daban a los judíos se pierde la situación. En lugar del centro de la injusticia, Dreyfus es, sin más, un chivo expiatorio que ni siquiera es el protagonista de su propia tragedia.
La mejor baza de la película es su protagonista, el actor Jean Dujardin, que ya ha ganado un Oscar con "The Artist", una preciosa propuesta en blanco y negro en el que estaba delicioso. Dujardin gana en la comedia pero aquí, en un papel difícil, cambiante y hasta duro, tiene un registro que mejora la cinta. Es verdad que los momentos casi románticos con su amante Emmanuelle Seigner (a pesar de ser la pareja de Polanski no puede decirse que no haga bien su rol) son muy agradables porque sabe componer ese tipo pícaro, tierno y, a la vez, con cierta rudeza, pero tiene empaque y fortaleza para hacer del militar honrado que busca la verdad incluso contra su propio interés. Es la mirada una de las grandes virtudes de Dujardin y la sonrisa el recurso más íntimo que utiliza.
Uno de los motivos por los que se viene abajo el intento de ver en la cinta algo de la grandeur de los franceses es el personaje del propio Dreyfus, que, en ningún momento, da el tipo. Ni el físico del actor ni sus gestos ni ademanes ni su porte, nada le confiere cierto grado estético de fiabilidad. Parece un funcionario pillado en falta. No hay profundidad en su actitud sino hieratismo y estereotipo. Desluce la historia totalmente. No basta un uniforme para darle verosimilitud, ni basta una celda en un islote angosto para conferirle dramatismo.
Hay un destello en la película que te hace concebir esperanzas de que algo resuene en su interior y te levante del asiento. Se trata de la imagen y el gesto del propio Emile Zola en el segundo juicio a Dreyfus. Es una imagen efímera y, por eso mismo, insuficiente, pero la expresión de la mirada del escritor es de las pocas cosas que te remiten al verdadero problema: cómo la verdad puede ser sofocada, la injusticia hecha ley y la actuación de los responsables convertida en un monumento a la iniquidad.
Aunque hay una serie de escenas aparentemente dispuestas para evocar la situación de indefensión en la que se encontró Dreyfus y la forma artera en que las autoridades militares y determinados tribunales consideraron el asunto, no existe el retrato de esa épica dolorosa que envolvía las acciones de quienes se arriesgaron para que el antisemitismo o la intolerancia se convirtieran en moneda de cambio entre los franceses y, sobre todo, entre su ejército. Es una oportunidad perdida, una ocasión sin aprovechar, de modo que la película transcurre con una frialdad que llega a resultar cansina. No es esto, no es esto, puede uno decir ante la ostentación de uniformes sin sentido o ante la escasa importancia que se le da a los resistentes, a los que, en realidad, hicieron que la historia cambiara de signo. Ni siquiera el propio Dreyfus parece ser consciente del papel que le tocó jugar.
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