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Viajes


Cuando el tiempo pase y, por alguna razón ahora desconocida, no puedas hacer viajes, entonces entrarás en esa fase de la nostalgia presentida y todo lo que viste, oliste, comiste o tocaste se convertirá en un recuerdo deseado. Lo único que quizá perdure con fuerza de todo aquello será lo que percibiste a través del oído, las músicas de entonces podrás recobrarlas en algún artilugio viejo y eso te devolverá el tiempo y te devolverá la gente y sus caminos. 

Había en Zamora un pequeño local que tenía un aire demasiado antiguo. No ofrecía comodidades ni siquiera una buena comida, salvo algunas cosas tradicionales del campo que entonces eran para ti anacronismos. Solo lo frecuentabas por la música. Un piano escondido al fondo de la sala se dejaba tocar por las manos de uno de los camareros. El camarero era húngaro y tenía la cara que alguien como tú asociaría a un húngaro en una película europea de las que nunca veías. Tocaba el piano sin mirar las teclas, con la vista perdida, y las canciones eran todas extrañas, a veces altisonantes, demasiado preocupado por no hacer demasiado ruido aunque la mayoría de la gente apenas reparaba en la música. El estruendo de los platos al entrechocar ocultaba las canciones del húngaro y las teclas del piano apenas servían para nada, salvo para darle a aquello un toque extraño, demasiado foráneo, demasiado difícil. 

En Salamanca la noche cayó sin avisar. Nadie dijo que en el verano tórrido del sur habría noches como esa en Salamanca, cuando se oscureció todo y hacía frío. El frío no impedía, eso era otra cosa bastante extraña, que la gente se sentara en una plaza guarnecida por soportales, en las que todo el mundo comía o bebía, no sé qué verbo usar, leche merengada en forma de helado. El helado desaparecía al contacto con la cuchara porque no era uno de esos helados que se empeñan tercamente en seguir siéndolo sino, al contrario, un helado sumiso, un helado muy obediente, al que con un par de toquecitos convertías en un líquido pasmoso y pastoso al mismo tiempo. Estaba demasiado dulce, sonaba demasiado romántico, por eso tantas parejas de las que se sentaban a tu alrededor consumían lo mismo y lo hacían con unas cucharas de colores que nunca antes viste en ningún otro bar del mundo entero. 


Al llegar a León te molestó la hora del crepúsculo. Esa es una hora terrible, una hora de fantasmas, una hora indecisa. Nadie podría decir si amanecía o si el sol poniente se iba a marchar sin aviso alguno, de modo que tuviste que esperar a que pasaran algunas horas para asegurarte de que sí, de que era León y de que era la noche. La cena podía esperar si los pies estaban todavía dispuestos a recorrer un poco de aquellas piedras que venían en los libros de texto invariablemente. El postre era muy difícil de explicar y mucho más aún de consumir. Había trozos de tarta, algunos flanes que se descomponían, fresas envueltas en caramelo y un chocolate muy curioso, un chocolate que no parecía estar en la mesa de un sitio de León sino en un bistrot del centro de París. El chocolate humeaba, era una balsa oscura y silenciosa que se desparramaba por el plato, hondo y siniestro, capaz de acoger sin reservas todo lo que aquel terremoto de sabor era capaz de proclamar. Todo estaba tan dulce que sonaba dulce, era como una flauta que se mantuviera firme a una misma canción vieja y sin posibilidad de mejora. Todo era asombroso, dulce y casi tierno, con un punto de dureza creativa, con una seguridad íntima de que nadie era capaz de cambiar el curso de las cosas. 

En Oviedo te sorprendieron los encajes de los visillos del pequeño hotel del centro que alguien había escogido por ti con la intención de ahorrar dinero. Siempre quería gastar menos, siempre quería ahorrar, guardar, no se sabía para qué pero era un modus operandi que te había costado unos cuantos disgustos. Pero esta vez el hotel tenía algunas virtudes, no la comodidad ni la limpieza ni el tacto suave de las almohadas ni el olor de los jabones en el baño, sino esos visillos de encaje que se ondulaban en las ventanas y que se movían al compás de un extraño viento que solo aparecía de vez en cuando, como si quisiera avisar de algo. Te quedaste sola en el hotel y sentiste algo de miedo, porque era una ciudad desconocida, una hora extraña y un hotel semivacío, con solo esos visillos casi blancos, largos, moteados de encaje para dar una sensación de hogar que no era cierta. El hotel mentía y se mentía a sí mismo colocando allí en las ventanas una fuerza extraña que parecía explicar a todos cómo lo del interior era un hogar, una casa, una forma de vida sencilla y acogedora. Pero no era cierto, no lo era, como tampoco lo era lo que tú misma presentías que vendría después de ese viaje. 


Hubo un momento en que Santander fue todo verde. El verde resplandecía incluso de noche. Alrededor del casino era verde todo y también el agua de la playa, un cantábrico sin olas y muy frío, desconocido, tenebroso casi. Era verde todo y allí sonaron algunas de las alarmas más intensas, porque era fácil predecir el futuro si en ese paisaje lleno de invitaciones todo se reducía a sonreír apenas sin intensidad y sin deseo. En la calle una anciana ofrecía jarras de leche fresca acompañadas de bollos tiernos. Tenías hambre, todo el tiempo tenías hambre, quizá porque lo que comías no era nunca suficiente, y los bollos acariciaban la garganta tenuemente, sin aviso y sin tregua, como si no hubiera en el mundo nada más que su suave frescor, su deliciosa suavidad, su belleza íntegra, su sabor inmarcesible. La leche era solamente un adorno, una excusa, y la anciana lo sabía, por eso adelantaba sus manos y enseñaba los bollos recién hechos colocados en una bandeja y apenas cubiertos por un paño blanco, con una cenefa bordada en color azul cielo, el cielo verde de Santander y de sus calles. Un aviso en toda regla. 


El regreso por Cáceres fue muy llamativo. Allí estaban algunas de las cosas que habían motivado el viaje. Pero perdieron su sentido en el momento en que la luna atravesó la plaza y no hubo nada que decirse. Todas las palabras anteriores se fundieron con ese resplandor y por eso nadie supo el motivo por el cual Cáceres selló la negativa, dijo no, no fue la palabra y la palabra acertó en casi todo. En una vieja casa se había instalado un restaurante típico y lo típico se llevó el recuerdo de viajes anteriores porque la carne tenía un extraño sabor a despedida. Recordaste que años después llegarían otros momentos en los que, ahora sí, todo aquello tendría un sentido verdadero, no impostado, no falso, no cansino ni huidizo. No lo sabías, pero una vez llegaría otro momento y tú encontrarías en un pequeño y luminoso espacio cercado de conventos y de piedras todo lo que creías perdido antes de conocerlo. 

(Imágenes: Pintura hiperrealista española. Pedro Campos) 

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