Una historia de poetas
Cuando era muy niña, estando en el instituto, fui testigo de una cosa que hoy llamaríamos "acoso". Recuerdo que me rebelé, hablé, elevé la voz, dije lo que tenía que decir y me castigaron por ello. El castigo fue importante pero tuve la suerte de que, al llegar a mi casa y contarlo, mi madre me dijo que había hecho muy bien, que nunca había que volver la cara a la injusticia y que somos más humanos cuando estamos al lado de la gente que sufre de algún modo.
Pasaron los años y viví una situación parecida en la persona de un eminente anciano a quien algunos jerifaltes sin corazón pretendieron ningunear y tratar sin respeto alguno. Como en los tiempos de instituto volví a elevar la voz, volvía a denunciarlo públicamente y volví, claro que sí, a ganarme mi castigo. Un castigo disimulado, en forma de ostracismo que, realmente, no me hizo dudar de la bondad de lo que había hecho.
En ese mismo tiempo me entrevistaron en la radio y el "periodista" se refirió a una cuestión en la que yo tenía opiniones muy contrarias. Defendí a una persona que estaba siendo atacada en su profesionalidad y me gané la enemistad de aquel señor y la represalia en cuanto pudo. Otras dos veces más he vivido esas represalias cuyos responsables, si los nombrara, caerían en la ignominia más baja, porque concitan miedo y tienen poder.
Nunca me ha importado el castigo si este venía por una causa justa. El sentido de la justicia se adquiere desde pequeña. En mi casa existía y se defendía como un legado insustituible. La decisión de hablar cuando una injusticia se comete, cuando se ofende a alguien sin motivo o para defender al débil, también está en nuestro ADN familiar y no se puede evitar ni soslayar. Quisiéramos ser seres silenciosos pero no podemos. Estamos hechos así y así nos han educado. Las charlas de sobremesa desmenuzando los acontecimientos, con las opiniones de todos, las acaloradas discusiones ideológicas, las maravillosas risas ancladas en el cine o los libros, son un legado que todos nosotros llevamos tan dentro que es imposible dejar de sentirlo. No tenemos miedo a hablar y, aunque lo tuviéramos, el deseo de expresar nuestra opinión cuando el caso lo requiere es aún más fuerte.
Tan intenso como esto es el convencimiento de que solo el mérito personal, la lucha, el esfuerzo, el interés, el talento, han de ser los salvoconductos del reconocimiento y el logro. No soportamos los enchufes, nos molestan los amiguismos y las tribus cerradas que se sienten a salvo solo porque no dejan transitar a los extraños. En realidad, soy, somos, extraños en un mundo que agrede la verdad constantemente.
Enfrente, aquellos que escriben de verdad, que tienen verdad en sus versos, en sus cuentos, en sus novelas. Aquellos que no disponen, por las razones que sean, de una ventana abierta por la que asomarse. Aquellos que no están en los circuitos oficiales. Que no firman en las ferias del libro. Que no publican o que publican solo cuando ganan un premio. Todo eso es una injusticia flagrante que dejamos pasar los lectores sin rebelarnos.
Ahora, en este post de un blog que solo leen algunas personas muy contadas, quiero dejar constancia de que los versos de María Sanz, poeta de Sevilla, son vibrantes, hermosos, delicados, llenos de vida, llenos de imágenes, llenos de verdad, llenos de alma y sosiego, llenos de pasión y entusiasmo, llenos de la fuente de la vida.
María Sanz, poeta, representa la otra orilla de quienes siendo, no están ni se les espera. Puedo decirlo sin temor alguno porque ya no hay castigo, salvo que el silencio sea eso. Un rumor de versos de María Sanz es más poderoso que el montón de libros publicados prestos para digerir en un segundo y lanzarlos luego a la papelera de la mediocridad.
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