Secretos de escritorio

En el verano de 1813 Jane Austen tenía 37 años. Fue, en ese momento, cuando comenzó a pensar en escribir “Emma”. Es, pues, una obra de madurez. En realidad, y usando un término más ajustado, de plenitud. Austen tenía ya la independencia económica que le proporcionaban las ganancias, aunque no astrales por supuesto, de sus anteriores libros. Eso significaba tranquilidad. Asimismo, su oficio estaba asentado y su creatividad en alza.

Aunque sotto voce todo su entorno conocía su faceta de escritora, no era menos cierto que ninguno de sus libros iba firmado con su nombre. A ella no le gustaba frecuentar los cenáculos literarios, en los que no se hubiera sentido nada cómoda. En este sentido, era una escritora de interior, una escritora sin proyección pública. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que no tuviera plena conciencia de lo que hacía y de que esto requería tiempo, dedicación y esfuerzo. Hay en ella una rara mezcla de compromiso personal y de desinterés social por la literatura.

Se cuenta, incluso, que estuvo a punto de conocer en persona a Madame de Staël, a la sazón de visita en Londres, pero Austen no quiso. No sabemos si esa negativa fue la que llevó a la francesa a opinar que sus novelas no tenían brillantez, que eran, más que nada, la expresión de la vulgaridad de un entorno social muy restringido. La única concesión, es cierto, a la vida de sociedad que Austen hacía era asistir al teatro en Londres con sus hermanos o sobrinas. La escena le permitía disfrutar con una actividad muy de su agrado. Los bailes, en cambio, que antes tanto la motivaban, terminaron para ella en Kent, en el castillo de Chilham, cuando ya contaba 38 años.

Aparte de las salidas esporádicas a Londres y a Kent, su estancia en Chawton en estos años es la que permite que se siente a escribir. Esa necesaria tranquilidad, esa placidez que puede servir de acomodo al esfuerzo de pensar y trasladar al papel esos pensamientos, se producen allí, en la que fue su última casa y que, junto a su casa de la infancia en Steventon, fue su territorio más querido y en el que más segura se sentía. Sabemos ya que la inseguridad y los vaivenes no convenían a su escritura, de ahí el silencio de los años de Bath.

En estos años Jane Austen dedicaba mucho tiempo a sus sobrinas, Fanny y Anna. Sus consejos la semejan con la señora Weston de “Emma”, siempre dispuesta a iluminar la mente de la protagonista. Les decía que no se casaran sin amor y también que nunca existiría el pretendiente perfecto. Ambos consejos arrojan luz sobre su carácter, sensible pero práctico, nada romántico. De esas fechas es su famoso comentario acerca de la tarea de escribir: “Ahora te deleitas reuniendo a tus personajes, poniéndolos exactamente en el sitio que corresponde..., eso que constituye las delicias de mi vida; con lo que hay que trabajar es con tres o cuatro familias de una aldea rural”. Si habéis leído alguna de las novelas de Agatha Christie no podéis dejar de observar el paralelismo entre ambas a la hora de elegir escenario y personajes. Salvando las distancias, ese es también el universo literario de la dama del crimen. Unas pocas familias en un entorno rural y conocido. Si en Christie la sorpresa deviene de la existencia de focos de maldad en una ambiente aparentemente apacible, en Austen surge por la enorme variedad de sentimientos, emociones e ideas que pueden extraerse de esa aparente simplicidad.

Dos acontecimientos muy dispares distrajeron la atención de Jane Austen durante el período de redacción de “Emma”, en concreto, en 1814. Como en la vida suele ocurrir, uno era bueno y el otro malo. Empecemos por el malo. La casa en la que vivía era propiedad de su hermano Edward y este tuvo que afrontar un pleito por la misma debido a la pretensión de la familia Hinton de tener mejor derecho sobre ella.

El acontecimiento feliz fue una boda. Anna, una de las sobrinas, se casó con Benjamin Leroy y la boda tuvo lugar en Steventon, el paraíso de la infancia de los Austen. Noviembre es un mes triste y el día amaneció gris y nublado. En el desayuno nupcial hubo varias clases de pan, bollos calientes, tostadas con mantequilla, lengua o jamón, y huevos. Como manjares especiales, chocolate y el inevitable pastel de bodas. Los pasteles de boda aparecen con frecuencia en las novelas de Agatha Christie. En una de ellas se narra que alguien conservó debajo de la almohada un trozo del referido pastel. En la boda de Steventon los criados tomaron, por la noche, pastel y ponche, lo que hace pensar que era de tamaño considerable y, desde luego, el rey de la celebración.

La boda de Anna tuvo escasa brillantez, casi tan escasa como la de la propia Emma con el señor Knightley, cuya crítica conocemos por la burla expresada por la señora Elton cuando dice “Muy poquito satén blanco, muy pocos velos de blonda, un asunto de lo más lamentable”. La riqueza de una boda en aquella época estaba, por lo tanto, en las telas que componían los trajes de la novia y de las invitadas. La muselina y el algodón eran muestra de bajo nivel y de escaso gusto.

Si nos pudiéramos detener en las amistades y relaciones que cultivaba Austen nos daríamos cuenta de todo lo que debe a su imaginación el ámbito social en el que se desenvuelve “Emma”. Los anodinos amigos y vecinos de la vida real se transformaron en personajes apetecibles desde el punto de vista literario. Eso es fácil de constatar si uno lee la novela. Es un acto de creación pura y dura. En un lugar de Surrey inexistente en los mapas, surgido de su cabeza, está Emma, rica, lista, guapa y muy joven. Su padre, una especie de hipocondríaco impenitente. Su hermana, poco espabilada pero lo suficiente como para casarse con un abogado que ejerce en la capital. El hermano del abogado y, a la vez, protagonista masculino, un terrateniente ilustrado, firme pero tierno. La antigua institutriz luego casada con otro miembro de la gentry. La chica pobre del orfanato. La chica pobre pero muy guapa. El hijo pródigo. El clérigo presuntuoso y su presuntuosa esposa. Las mujeres inocentes y llenas de deudas. La rectora del orfanato. Los granjeros Martin.

Todos ellos anduvieron en la cabeza de Austen y, desde su pluma, llegaron al papel y formaron la novela de la que hablamos, que se terminó el 29 de marzo de 1815, justo cuando Napoleón se escapaba de Elba, se dirigía a reunir a sus tropas en el norte y volvía a París a recuperar el poder perdido.

Comentarios

Tabuyo Alonso ha dicho que…
Apenas conozco detalles de la vida personal de Jane Austen así que tus entradas me parecen fantásticas.
Muchas gracias. Besos.
Caty León ha dicho que…
Ay qué bien. Me alegra que te gusten. Un abrazo

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