Si hubieras conocido mi calle de la infancia y la vieras ahora, no la reconocerías. Entonces tenía un pavimento de piedras planas, que obligaba a los coches a circular despacio y a los ciclistas a tener mucho cuidado para no saltar en el sillín. Era una calle ancha y muy larga, al menos así la veía yo. Tenía siempre el sol en lo alto y, desde las azoteas, se divisaban las salinas, las huertas. Pero no se veía el mar, que anduvo muchos años secuestrado, escondido, a pesar de ser una isla. Sin playas, sin paseos marítimos, sin el horizonte azul, sobrevivimos muchos años viendo únicamente el mar a uno y otro lado del istmo. Mi calle, de las más populares de un pueblo con aires de ciudad bastante elitista, iba desde la plazoleta de las Vacas a la carretera que conducía, por un lado, a la estación del tren; por otro lado, a la Bazán y a Carlos III y, siguiendo a la derecha, a la salida del pueblo, a la Venta de Vargas, hacia el Puente Zuazo, al cruce de Tres Caminos desde el que se va a C
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