Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando las entradas etiquetadas como Vivencias

Lo que no existe

Una mano te aprisiona el corazón y lo convierte en un órgano helado. Una sensación de frío te recorre el cuerpo y la angustia aparece, te sube por el estómago, se aposenta en tu cuello, te abrasa. El calor se mezcla con el frío y tú no sabes dónde mirar, en qué sitio colocar tu mirada. Entonces, las lágrimas acuden, ellas te encuentran desarmada, sin recursos, no tienes nada más que este dolor agudo, esta extraña sensación de vacío, este hueco en tu alma. Estás sola.  Puede ser cualquier cosa, ya lo sabes. Pero más que nada, la evidencia de una soledad que no has buscado, que te ha traído la vida. Una soledad escrita con el miedo, con la enfermedad, con la ausencia. Ausencia en todo veo, repites. Las palabras del poeta que te acompañó de joven se reproducen en tu cabeza y ellas dictan el sonido que ahora mismo es toda tu vida. Ausencia, en todo, ausencia.  Estás sola. Irremediablemente. Sola. No hay nada que pueda aliviar tu soledad. Y nunca llegará nada que avive la ola d

Carta a un amor que nada sabe

Un día te lo diré será imposible no hacerlo alguna vez no tendré más remedio  y entonces el silencio de ahora se escribirá de fuego y de palabras las que guardo por ti desde los años en que te vislumbré sin conocerte. Un día te lo diré estoy segura, será ya inevitable llegará ese momento como llega la vida a avisarte a la puerta que se acaba y te dice que adiós es el sonido y te anuncia que adiós es la cuestión que tú no puedes ni quieres evitar.  Un día te lo diré será en un bosque alado junto a un río en un sitio especial, en un instante y será irreversible, no podrás olvidarlo ni olvidar que callé tantos años que guardé tanto tiempo un cofre de sonidos incompletos por ti, amado mío. 

De Cádiz

  La tierra es eso que se aprecia verdaderamente cuando te alejas. Cuando eres muy joven estás deseando poner kilómetros de por medio. Eso te hace sentirte más libre. Pero conforme pasa el tiempo te das cuenta de que lo que buscabas se ha quedado atrás. El secreto no estaba en marcharse sino en aceptarse. Demasiado tarde comprendes el secreto de la vida cotidiana. Demasiado tarde colocas en su sitio lo que verdaderamente eres, lo que deseas, lo que buscas. Y vuelves la cabeza atrás y allí están tus raíces, eso que tú eres en realidad y que abandonaste porque nadie te dijo, o sí, que te equivocabas. El andén de los trenes que traía su figura, las manos aladas, el paisaje, ellos.  (Foto de la web de Barceló. Plaza de San Antonio. Cádiz)

Esa mirada...

(Stained Glass Mails. Saul Leiter) A veces, cuando el silencio es más oscuro y las gotas de lluvia se confunden con el agua salada de los ríos y las lágrimas, una mirada puede ser el salvavidas que esperas. Ella lo sabe. Lo presiente. A veces, cuando habla con él en la distancia, cuando evoca su voz o sus manos en el aire, intenta imaginar sus ojos, su expresión, el verso de su boca, la manera sutil con que la mira o debería mirarla si ello fuera posible.  En las horas más largas, cuando todo se escribe con interrogaciones, cuando nada es seguro salvo la muerte y en ella encuentra escrita la verdad más rotunda y más cierta, entonces vuelve los ojos hacia él y sueña con las tardes imprecisas en que su cuerpo tiene el olor de las rosas. En el sueño, la mira. La ve a lo lejos, la presiente, la espera, la descubre. En el sueño no existen pesadillas de monstruos que le impiden el paso a las palabras, sino un ascua de luz incandescente con toda la pasión convertida en susurro. 

Inquietamente viva

Recuerdas las horas lentas del verano y conservas en tu retina el juego de luces del sol sobre el agua. Las tardes consumidas en charlas indecisas. Los susurros a la hora de la siesta. La búsqueda del placer en tus pies desnudos, buceando entre las arenas convertidas en ritos. A veces eran conchas. Las guardabas en un cubo pequeño, azul y con un asa transparente. Eran de todas clases y colores, todas olían a mar. Las conchas se escondían en el suelo y querían escaparse de tus manos. Pero no se podía huir de la constancia de una niña que quiere llevarse el mar a casa. Su sonido, su voz, todas las cosas que, cada día, cada tarde, lo convierte en un pasajero único del tránsito de la vida.  Recuerdas las palabras que añadías a esa libreta que cada vez usabas. Libretas de colores con pastas de colores y hojas blancas. Un texto, una canción, un poema, hasta un nombre. Una vez escribiste el nombre del amor y todas las páginas saludaron con gracia ese invento. Era la primera palabra de

Claro sol de octubre

  (Uta Barth, fotografía) Había un sol. Un sol de octubre, avaricioso y espléndido. Y era la calle. La intersección de tres calles dejaba el horizonte despejado. Yo, en la calle. Yo, de niña, saltando charcos, subiendo y bajando la calle. La calle, mi reino. La calle, el espacio sideral, virgen, imposible, impredecible. Un hueco entre las espadañas, las azoteas, los balcones y los tejados se abría paso para que la luz cruzara sin tasa. En esa intersección de los caminos, en ese cruce, estaba yo y llevaba unos zapatos de color rosa y unos vaqueros grises y una gabardina, fina y etérea, malva, del color de las lilas aún no nacidas. Era la resurrección. Volaba.  Era mediodía, era viernes, las clases habían terminado por esa semana, ya no había nada que hacer salvo, quizá, sentarse a disfrutar de ese rayo de sol, pasear por la calle con los zapatos rosas, moverse de un lado a otro, hablar, hablar, reírse. Por vez primera en años fui feliz, no tuve miedo, ni dolor, mis pies se movían con so

Abstracto Priego

  Quiero escribir, con esa misma quietud del campo en El Cañuelo, sobre aquellos días prieguenses que llevaban cante, música, pintura y calma. La tranquilidad de ser feliz sin meta y sin tasa. Qué lejano resulta todo aquello. Llegamos hasta Priego convencidos de que ese fin de semana sería muy especial y no erramos. Las risas de la primera noche, en aquel alojamiento que daba susto solo de pensarlo, se cambiaron después cuando cenamos en un sitio que parecía el patio de una casa encalada. Estábamos unos cuántos, gente que nos queríamos, eso bastaba. Había cante cerca de la fuente. Aproveché para hacer una entrevista a Carmen Linares, nuestro primer encuentro, luego vendrían muchos y muchas charlas amenas y profundas. La fuente manaba agua y a su alrededor se batía la música como si tuviera que ir a singular batalla. Qué felices entonces, qué lejos los problemas, qué llanas las miradas, qué bellos los sonidos...Después del cante se derramó todo en algo parecido al amor, al amor efímero,

Yo tenía un jardín

(Jardines de Joan Cardona y Lladós) Yo tenía un jardín. Había tres grandes espacios, diferentes pero todos ellos ágiles, brillantes, conmovedores. En una zona estaba el huerto aromático. Lavanda, aloe vera, mirto, hierbabuena, todas las plantas lanzando su olor en torno a la ventana de la cocina, junto a un espacio con pequeñas piedras, luchando a veces con los rosales para repartirse la tierra y con las poinsetias que no acababan su trabajo en navidades. Entrabas en la casa y te asaltaban miles de olores y te seguían hasta el vestíbulo y se expandían sin dudarlo por todo el terreno. A veces tenía un aspecto salvaje, porque el mirto se enredaba y crecía, porque el aloe se ponía en plan amenazador y porque las rosas requieren mucho respiro para poder vivir al exterior. Eran rosas rojas, rosas rosas, rosas amarillas. Bordeaban el camino de entrada, acompañaban la visión de la casa desde el principio.  (Jardines de Joaquín Sorolla y Bastida) La otra zona del jardín est

La risa, que hace libre

  Las cuatro niñas y el niño se quedaron huérfanos de padre muy pronto. El padre era un socialista de los antiguos, de los que creían en el reparto de la riqueza, en el trabajo duro y en la defensa del honor. Por eso defendió siempre sus ideas y por eso lo encontraron guardando una pequeña bandera republicana en su negocio. Se la cargó. Se dice que aquello fue un chivatazo porque, a ver, quién podía saber si no un allegado que guardaba esa pequeña bandera. El caso es que pasó por la cárcel y allí soportó tantas palizas que, al salir, duró muy poco, y los hijos se quedaron huérfanos y la mujer, viuda. Ah, la mujer. No había en el mundo una pareja más enamorada que ellos. Las hijas siempre soñaron con un hombre como su padre, que había adorado a su mujer y que fue el héroe de todas. Tenían una casa muy bonita y muy grande y cuando el hombre murió y perdió su negocio como solía ocurrir con la gente señalada, la madre pensó de qué manera sacarlos a todos adelante y montó allí mismo, en su

Tu tristeza

A veces la tristeza tiene peso. Se nota en todas partes, trasmina los sentidos, se huele, se oye, se cuela por las rendijas de los sueños.  Es una tristeza perfumada con aire de otros tiempos, o una vuelta de tuerca a la niñez, o quizá, un suave recordatorio de lo que fuimos ayer y se ha marchado.  Tu tristeza avisa de que ya no sientes el pálpito de la vida cuando esta es un vuelo bajo de pájaros oscuros. Esa tristeza tuya es un capítulo, una parte del libro que yo escribo sin conocer los datos ni los números.  A veces tu tristeza tiene peso. Es física, es una masa que se adueña del aire y que, a través de las ondas del espacio que une y separa nuestras vidas, se asoma sin decir por qué ni cómo. Es tristeza que surge en cualquier lado, sin calendario, sin fin, sin objeto. Es algo que no puedes evitar salvo que dejes de quererte a ti mismo. Salvo que olvides lo que eres tú mismo. Salvo que huyas de ti, sin remedio. Salvo que dejes de lanzar al aire la moneda de la fe

Escena de alcoba con espejo al fondo

Una vez que iba a acabarse el mundo las hijas permanecieron encerradas con la madre en una habitación durante horas. Era el cuarto de los padres y estaba siempre cubierto de una pátina de misterio. En esa alcoba pasaban las hijas el sarampión y las paperas, los resfriados y las gripes y allí jugaban a las palabras, a contar cuentos o a cantar canciones de pena cuando la lluvia se volvía tan pertinaz que no era posible ir al colegio. Pero ellas intuían que ahí "ocurrían cosas" que les estaba vedado conocer, que pertenecían al mundo de los mayores, al terreno de lo sublime. Todos los días se preguntaban qué significaba amar y ser amadas.  Había en ese cuarto una peinadora con un espejo grande, ovalado, alto y con aire modernista. Delante del espejo las hijas ensayaban posturas, sonreían, fruncían los labios y pensaban en que, algún día, un beso de película las transportaría al paraíso del amor. En el espejo se reflejaban los rostros de los chicos del momento, aquellos

Pasiones sin reservas

Una vez paseaba por las Ramblas de Barcelona y un chico negro tiró de mí para llevarme no sé dónde. Reaccionó rápido uno de los primos con los que iba y todo quedó en una aventura. No tuve miedo. Quién tiene miedo a los diecisiete años...Mis primos tampoco lo tenían y la historia se convirtió en el guión de una película que rodamos, sin cámaras ni atrezzos, en esos días claros de vacaciones en los que la ciudad era toda nuestra. Lo he recordado porque hubo una canción que fue nuestra banda sonora. En algunos locales que frecuentamos sonaba una y otra vez. Y luego la oíamos en el coche y buscamos incluso su letra en inglés. La tarareábamos sin parar. Los tres logramos que la canción fuera el hit del verano.  De esa forma mágica y sorprendente en que suceden las cosas, la canción volvió a mí hace poco tiempo cuando la vi en la última película estrenada de Woody Allen. La película es "Un día de lluvia en Nueva York" y la canción es Everything Happens to Me. Oír la

Catorce Nochebuenas

(Ramón Casas i Carbó.  Mujer sentada) En la Nochebuena número catorce la calle refulgía de recados, prisas y sonidos especiales. Las mujeres eran las reinas de la fiesta. Tenían en su mano el control de las cacerolas y los guisos, y, por una vez en el año, ordenaban a sus maridos qué hacer. Ellos estaban poco duchos en las cosas domésticas y trataban de no estorbar demasiado. Con eso era suficiente. Era una calle larga y sinuosa, con varios tramos de casas blancas y de color albero. La casa de la esquina tenía un zócalo de piedra ostionera y unos enormes cierros a la calle, de hierro forjado, y una azotea vibrante, desde la que se veían el horizonte, las salinas, el océano entero. En la casa de la esquina, la niña vivía su Nochebuena número catorce y estaba muy contenta porque ese año, por fin, su madre había entendido que tenía que usar sujetador y eso la convertía en alguien diferente. Solo una cosa faltaba para que su transformación fuera completa, pero tenía la esperanza de que o

Una historia de sal

(Sal: campos, trazados y extractos. David Burdeny) Mi Rosebud, mi paraíso inalcanzable, existe. Es una salina, un espacio húmedo y cuajado de caminos de tierra y de agua salada, junto a la que se halla un fuerte casi destruido, recuerdo de la época de Napoleón que, en los lugares de mi infancia, dejó una huella muy profunda. Es el uno de enero de cualquier año y hace frío, aunque el sol está brillando en las primeras horas de la tarde. Allí estamos todos los hermanos con mi padre, porque ese es el único día del año en el que mi padre no trabajaba; el resto, todos los días, festivos, lluviosos, azotados por el calor, por la mañana, la tarde y la noche, mi padre trabajaba para que todos nosotros, sus nueve hijos, tuviéramos casa, comida, ropa, colegios y libros. En la salina el aire es muy denso y huele a verdín, a mar azulado y trepidante, a merienda recién preparada. Mi padre es delgado y de mediana estatura, con un fino bigote muy cuidado, lleva una camisa blanca de manga larga (él nu

Ocultación

(Erwin Blumenfeld. Fotografía.) En ese mundo de mujeres, las había afortunadas. Gente sencilla pero que parecía estar tocada por la varita mágica de la suerte. Gente apacible, respetada, que convivía con tranquilidad y que no se despertaba de noche en medio del susto y la desesperación. Pero también existía lo otro. Lo otro se ocultaba, nadie podía saberlo. Las primeras interesadas en ocultarlo fueron ellas, las mujeres que tenían una trastienda emocional llena de objetos viejos y punzantes. Esas mujeres agachaban los ojos cuando iban por la calle. Les parecía que ellas mismas eran las culpables de lo que les pasaba. No tenían capacidad para entender que nadie merecía aquello. No. Ellas sentían que la vida era un castigo y que ese castigo tenía que tener una motivación. Nadie podía sufrir así sin causa alguna.  Se equivocaban. Equivocaban sus silencios, que atravesaban las frágiles paredes de las casas y atronaban las calles. Equivocaban sus confidencias, hechas siempre al

Balada de las niñas que sueñan

(A la Paqui) Las niñas junto al mar, en el brillante corredor de las salinas. La sal volando en piedras de colores. Los fuertes, convertidos en castillos. Los príncipes que llegan sin avisar y se adornan con el tono pardo de la tarde de invierno o el dorado del verano festivo. Las horas en la calle se pasan lentas y tienen todas el mismo movimiento: una historia que contar, una vida que repetir, un cuento que lanzar al aire, sin saber si la noche en el cine volverá a traer a los héroes, los convertirá en seres de carne y hueso, en elegantes caballeros que viajan en limusina.  Así sueñan las niñas y tienen todas nombres de hadas en espera. Las miras y las reconoces en seguida. Andan a saltos por la calle, tienen las rodillas lastimadas y el vestido lleno de manchas de rotulador. Miran a todos lados en busca de respuestas, alzan los ojos, allá en los balcones, en las casas oscuras, en los atardeceres, en la sorpresa, en la auténtica batalla de la felicidad que se adivina al

Seis días de junio

(Fotografía Vivian Maier. Nueva York, 1957) Cada trece de junio se marchita una rosa. La rosa de tu nombre, tu presencia. Rosas rojas, rosas amarillas, las rosas rosas, rosas. No las rosas del último día, no las rosas gastadas, no las rosas azules ni los lirios, las rosas. Las rosas de los parques junto al río, las rosas de las fervientes orillas. Las rosas del jardín de la casa, las rosas del camino y los bosques. Se marchita una rosa cada trece de junio desde que ya no estás ni puedes levantarte entre felicidades y regalos que tienen, todos, un secreto escondido. Son seis junios pasados y resultan tan largos, tan demasiado largos, tan absurdos, tan llenos de vacío, tan parcos de silencio, tan oscuros y hambrientos, tan tibiamente ausentes. Son seis y estoy buscando en el aire un recuerdo que permanezca firme, que permanezca claro, que permanezca entero, que permanezca todo. Ahí están. Las risas en las cenas. Las huellas de las manos. Los besos en la orilla. Las esperanzas ll

Cuarto y mitad de pollo con ternura

(Plaza de las Flores, anexa al Mercado Central. Cádiz)  El Mercado de San Gonzalo de Triana (la "plaza" para los gaditanos) es un espacio multicolor, variopinto y abigarrado. Paseas entre sus puestos y encuentras siempre un motivo para detenerte, no solamente por la calidad del producto, sino por el encanto de los vendedores y de sus charlas con los clientes. Es un lugar de estancia y no solo de paso. Y lo llamo "la plaza" porque, pasando el tiempo, más vuelvo a mis raíces, más me gaditanizo. Es como esos amores que parecen dormidos pero que, a poco que sacudas las sábanas del recuerdo, aparecen radiantes, enteros, como siempre.  Se han puesto ahora de moda los mercados gourmets en los que la gente, a más de comprar viandas escogidas, puede darse a la conversación delante de un pinchito o de un vermut. Cosa grande esta que han hallado ahora los emprendedores, pero que en mi tierra, en Cádiz y en La Isla y en Chiclana, existe desde antiguo. Entonces lo d

Por donde quiera que vaya

Aunque llevo muchos años viviendo en Sevilla (en Triana la gran mayoría de ellos) sigo conservando la manera de ser y de sentir de la gente de Cádiz. Cuando uno deja su tierra se produce un desgarro irreparable, que se nota menos en los primeros años pero que se acentúa cuando pasa el tiempo. La esencia de lo que eres está dentro de ti y eso no se modifica, pero desaparecen de tu lado los sonidos, los olores, los sabores, el paisaje, la gente, todo lo que ha formado parte de ti. Encuentras personas que se incorporan a tu vida, amigos incluso, pero falta algo, algo inexplicable. En mi profesión trato con compañeros que son de fuera y que, en un momento dado, se plantean si volver a su tierra. La última de esas personas es mi fascinante compañera Violeta, un chorro de vida en medio del océano. Ella es de Córdoba y estuvo hace poco en ese momento de duda. Mi consejo fue rotundo. Vete, vete a tu tierra. Con tu gente, con tu madre, con tus sobrinos, vete ahora, antes de que los lazos q

Va y viene de la rosa a la salina

Yo era una niña móvil, cambiante, caleidoscópica. Aún lo soy. No una niña, desde luego. Pero sí soy móvil, cambiante y caleidoscópica. Días y días. Días de todos los colores. Azules, trágicos; naranjas y amarillos, luminosos; verdes, esperanzados; grises, anodinos; negros, terribles; blancos, desconcertantes; violetas, geniales…Luego están los días contigo dentro. Esos son dorados, tibios, cálidos, del color de una sinfonía o de una obra de arte bien terminada. Los días contigo no deberían terminarse nunca, pero pasan con insólita rapidez, porque son días que solo contienen una o dos horas a lo sumo.  Esa niña tan dispersa en intenciones y tan llena de preguntas tenía la costumbre de demorarse y otra aún peor. Andaba hacia atrás. Mi madre caminaba delante de mí y esperaba que llegara a su altura. Pero yo nunca lo hacía. Reclamaba una y otra vez que fuera ella la que se detuviera, la que cambiara el paso. Mi madre no se sentía en la obligación de ayudarme a resolver el eterno e