La plaza trianera en la que vivo se llena de agua cuando la lluvia cae con intensidad. El pavimento se cubre de enormes charcos, que con el sol parecen de oro y con la luna, de plata. Charcos que duran días y días, pues no hay ninguna máquina municipal, ningún servicio, que limpie la zona y la deje de nuevo abierta y seca para que los chavales jueguen en ella al balón, o correteen con las bicicletas y los patines. Los días siguientes a la lluvia son especiales, porque, acostumbrados como estamos al sol y al buen tiempo, agradecemos esos tibios rayos que surgen en medio del nublado y no es raro ver a los niños con las botas de agua salpicando en los charcos de la plaza, saltando y cubriéndose las botas de tierra húmeda que la plaza va acumulando, a pesar de que es una plaza fría, una plaza como las del norte de Europa y no tiene albero salvo en una de las zonas. El resto es pavimento duro y parterres sobre los que hay, en ocasiones, perros, acompañados de dueños incívicos, que trot
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