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Mostrando las entradas etiquetadas como CadaFotoUnaHistoria

Un aire del pasado

  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz) Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  Aquel verano fue el último antes de separa

Una casa en la montaña

El lazo era celeste y celeste el jersey y blanca la camisa. Y el pelo rizado, en una de las ocasiones en que el viento hacía de las suyas, y el flequillo se movía a su ritmo, sin nada que pudiera detenerlo. Y entonces surgía la sonrisa y el flash del fotógrafo se conmovía sin darse cuenta de que no era oro todo lo que reluce. Cuántos errores se cometen sin saber que luego no hay salida...Aquellos años estaban cubiertos por la pátina de la amistad. Los amigos nos recibían en sus casas, nos llamaban por teléfono, nos escribían alegres cartas, venían a vernos. Todos los amigos tenían cosas que contar, fotografías que enseñar y aventuras por relatar. Los escuchábamos y hacíamos que ellos entendieran que eso era parte de vivir entonces. Pero era él. Él obraba el milagro. Conocía exactamente la forma de perpetuar las relaciones, de hacerse imprescindible, de intercambiar la vida a sorbos. Sabía hacerlo y yo, en lugar de aprenderlo, huí en cuanto pude. No se puede cambiar el destino o qui

Dice tanto esa mirada...

  Lo primero que percibes cuando alguien se te muere es que ya no te verá. Lo que eras y veía ha desaparecido. Eres otra persona. La primera vez que te convertiste en otra persona fue cuando murió tu padre. Nadie lo notaba pero eras otra. Después de tres días de llanto ininterrumpido salió la mariposa a decir que todo se había transformado sin mediar procedimiento alguno, por el sencillo trámite de la pérdida. Ese hombre que tenía manos suaves de trabajador constante y que comía con delicadeza y que guardaba siempre todo para los otros, sin reparar nunca en sí mismo, sin pensar en que fue niño solitario, niño abandonado, niño pobre, niño sin ser niño.  Luego pasaste a ser un fantasma callado cuando murió tu madre y la fecha de su muerte no coincidía con la fecha de su adiós, es más, no existió adiós, solo desapego, olvido, el brutal alejamiento de quien no sabe quién es ni quién eres, ni percibe la fecha del día, ni nota el calor o el frío, ni desafía ya a los que mandan con su fervor

Descalza por el parque

No recuerdo quién me hizo la foto, pero sí el sitio, el Parque de María Luisa de Sevilla, mañana de verano, a punto de que estallara el calor y nos obligara a volvernos a casa. Quién sería, me pregunto. No me suena ningún amante a tiempo parcial, ningún enamorado a tiempo completo. No me suenan los nombres y tengo duda pero sé que ese día era feliz. La sonrisa es de ser feliz y los ojos entornados también. Solo cuando uno es feliz puede entornar los ojos de esa forma. Recuerdo con detalle el vestido. Era una tela de esas que llaman denim, aunque negra y no azul. Llevaba delante unos pequeños bordados, como puede verse. Y la parte de abajo hacía un volante discreto. Las zapatillas apenas se ven, pero las había comprado en Madrid, en la calle del Carmen, en una zapatería a la última moda, y se ataban con cintas. Fui la primera que llevó estas zapatillas a mi pueblo, a mi ciudad, más bien, y todas las amigas y las enemigas querían llevarlas. Y llevaba un pequeño collar al cuello. De é

Aquellas escaleras ¿las recuerdas?

  (Foto: Esteve Munné. Barcelona) Durante algunos años recorrimos el mundo. El mundo que queríamos, la circunvalación de nuestros sueños, el perímetro del amor, un camino de Santiago vestido de nostalgias. Las dos, indiferentes al miedo de los padres, a la preocupación, al susto, viajamos solas y aprendimos sin ayuda de nadie que hay un tiempo para cada cosa y que el tiempo de la aventura lleva trenzas y un vestido de rayas.  De ese modo, asaltando la noche en los trenes de largo recorrido, visitando los parques de atracciones, disfrutando de alguna transgresión cuando era necesaria, supimos bebernos la juventud sin tasa, sin método, ni medios, ni mentiras, blanca esperanza solamente, luz blanca únicamente, nosotras, las dos, sin otra túnica que el apetito cierto de vivir.  Recuerdo el mediodía con el sol en lo alto, el vestido de rayas, la sonrisa cuajada de preguntas, nosotras, en una gran ciudad, rodeada de misterios, de encuentros fortuitos, de llamadas anónimas, de quejas y de ris

Desayuno con algunos diamantes

 Un calor asfixiante rodeaba la subida a Cazorla. Sudaban las hojas de los árboles, sudaba el suelo, sudábamos. En una ocasión hubo que pararse, todo palpitaba al mismo tiempo que el sol caía sin ninguna piedad sobre nosotros. Así eran las excursiones y así era el tiempo del verano que vivíamos hasta la extenuación. En el pueblo no era distinto. Las charlas del mediodía, el camino a la casa desde el bar, la siesta, el sueño y el sopor que la rodeaban, solo podían compensarse con los baños a medianoche o al amanecer en la piscina. Esa clase de verano en que un vestido naranja podía convertirse en el camino más seguro a la feria. Los chicos tenían ingenio, inventaban tretas para que pudiéramos dejar la casa a una hora intempestiva y, sobre todo, para que el árbol que estaba delante del balcón nos convirtiera en julietas sin romeos, en anhelantes hadas, todo lo que los primeros amores traen consigo. El mío era más guapo y más joven, más moreno y de ojos más oscuros, más tierno y más amabl

Catorce años

  Da una pena ver las grapas en la foto, parecen que van a arañarla. Sin embargo, así están en el original de papel. Alguien puso las grapas en la foto y se oxidaron y esa es la huella que queda en la cara de la niña. Y también los restos del sello del club, en el que entró con catorce años y esa es la edad de la niña de la foto. Catorce años y una cara que es imposible de descifrar. Siempre buscando algo, siempre en busca de algo inexistente. Algo que no sabe qué es ni dónde está. Algo inasible, inabarcable. Sigue así, no lo ha encontrado. Quizá no existe. La niña sigue así.

Inocencia

  No hay mayor inocencia de la que sostienes cuando todavía vistes una blusa que te ha cosido tu madre. Has mirado en la revista de modas, has ido a comprar un retal en la tienda de tejidos de siempre, has elegido un modelo y te has imaginado a ti misma en medio de todo, fulgurando a la luz de las estrellas, sembrando dicha bajo el sol. Recuerdas la sudadera rosa, recuerdas la cazadora blanca, recuerdas los pendientes de mercadillo, los recuerdas. Recordar es un lujo que la vida te ofrece. Y tu mirada…¿Qué miras? ¿Cuál es la gran pregunta? Hoy no sé lo que piensas. Se nota en la forma en que miras a un punto indeterminado, no se sabe a quién, no se puede descubrir el motivo de esos ojos, de esa especie de tristeza mínima, de esa sonrisa sin definir. Cuando la sonrisa falta, hay algo que parece perderse y quizá entonces ya adivinabas algo, ya sabías que las cosas no tenían futuro. En un fondo indeterminado, que no reconoces con el paso del tiempo, ella parece preguntarse todo y no halla

Los días más frívolos

A veces es difícil enhebrar las agujas. Se descose el vestido. Se hace largo y se pasa de moda. Por mucho que quieras adornarlo con puntillas, adornos y otro tinte, el tiempo lo ha convertido en pasado, y el pasado no vuelve. Entonces miras a lo lejos y esperas que las cosas se ajusten y que todo se convierta en un nuevo cauce, algo en lo que reparar sin ganas o sin vuelta. La mano pensativa. Los ojos ocultos tras las gafas. El pequeño reloj, que fue un regalo. El lugar lleno de gente y la tarde cayendo en la ciudad del mar y vacaciones. La piel tersa, la juventud completa, los pendientes de cristal, el pelo cayendo sin pensarlo siquiera. Esos días de Sanlúcar, esas tardes de helado y de conversaciones, esas noches de inocente locura, esos amaneceres. Sanlúcar en un sueño, en una espera, allá quedó, tan lejos, tan enorme y ansiado.  (Foto: Luis de la Rosa. Sanlúcar de Barrameda. Cádiz) 

Aquellos ojos verdes

No diré su nombre por prudencia y porque los nombres, al fin y al cabo, importan poco. La esencia, las horas, los sonidos y las voces, todas esas cosas que no admiten reserva, están depositadas allá donde la memoria no puede hallar batalla. Días gloriosos que tenían siempre una explicación. Los tiempos en los que el verano iba abriéndose paso entre el gozo y la duda, siempre ardiente, siempre insatisfecha, siempre en brazos del amor que no acababa nunca. Si la vida se viviera del revés hubiera sabido entonces que era él, él quien habría de llegar para quedarse. Pero la juventud tiene la mala costumbre de convertir una tontería en categoría, y un desliz en causa común. Ahí, en ese momento, sin embargo, falda de rayas celestes, camiseta a juego, sandalias de piel y ese bolso azul inseparable, ahí, en ese momento, todavía el sueño era posible, todavía aquellos ojos verdes convertían el objetivo de la cámara en una canción que hablaba de deseo, de enorme deseo satisfecho y por venir. E

A tu orilla

El viento no era nuestro enemigo. Ninguno de ellos, ni el levante, ni el poniente, ni el sur, podía evitar que recorriéramos con ansia cualquiera de esos caminos que antes otros habían trillado pero que, para nosotros, eran nuevos. Las ciudades, los pueblos, las orillas de las playas, las plazas de las ciudades, las calles de los pueblos, los puertos, los atajos, las cordilleras, el monte, el campo. Siempre buscabas campo porque decías que aquí no había, que solo eran pequeños matojos, yerba, setos, nada de verdadero campo, el campo salvaje, virgen, de tu tierra. En tu pequeño pueblo, tan desconocido para todos, el campo era el punto y aparte de las cosas. Como si fueras irlandés y hubieras nacido en una granja. Entonces yo no lo sabía, pero serían los hombres de campo los que escribirían gran parte de mi historia. El viento no era nuestro enemigo y corríamos adonde podíamos amarnos sin reservas, sin testigos, sin vecinos ni voces. Aquellos días inmaculados, verdes, dorados y lleno

Barcelona y Esteban

En las tiendas de segunda mano de Barcelona encontré esa falda de flores, que se abría como un pañal y que se movía al andar como si yo fuera una chica brasileña. Y me coloqué ese día un pañuelo portugués a modo de blusa, sin sujetador ni nada parecido, porque para eso era joven y podía hacerlo. Y las esparteñas negras con flores, que se esconden en el suelo, con ese césped tan poco agradable de la foto. Y allí estaba Esteban, con nuestra pequeña primita, uno de esos veranos en las que recorría España a conocer a toda esa familia que andaba desperdigada. Ahora Esteban se llama Esteve, ha reivindicado los apellidos catalanes de su padre, que son un montón, y tiene banderas esteladas en todas sus redes sociales, así como si nada. Pero entonces era un chaval maravilloso, lleno de ingenio y de gracia, de sentido del humor, de perfecto slapstick de comedia. Los espías nos vigilaban y nos partíamos de risa. Y yo colocaba lazos rojos en la melena, para convertirla en esas coletas rubias

La imagen del adiós

 (Foto: M. Litrán. Sevilla) Solo a un fotógrafo se le puede ocurrir hacer una foto a su ex-mujer justo en el momento en que abandona el juzgado convertida en su ex-mujer. Te parece tan lejano ese momento...Miras a la chica y quieres reconocer en ella el sentimiento de entonces. Quizá alivio, quizá inconsciencia, quizá deseos de cerrar algunas puertas, quizá la marca del error, quizá "eso es la vida", quizá, de nuevo, una manera de salir corriendo...Tanto puede haber nostalgia adelantada como tristeza efímera en esa forma de mirar. No lo sabía pero ahí empezó otro capítulo y en ese otro capítulo la soledad será protagonista. Hay soledad cuando te apartas del camino prefijado, cuando dejas a un lado lo que construiste, siquiera livianamente. Le dijiste adiós y no miraste atrás y todavía hoy no sabes si hiciste bien o mal. Pero no podías hacer otra cosa. Salvo esa. Firmar en un papel. Hacerte una foto. Marcharte sola. Sola en una casa solitaria. Sola en la vida. Sola en todo. Vo

Cachivaches

Sabía que esta era la ciudad del despertar. Que, al pasar los meses, ahí se daría el milagro de volver a mirarlo todo sin demasiada niebla, sin demasiadas lágrimas. Y así fue. No hubo error. El tren nos dejó en una estación atestada un puente de Mayo. Saltamos de él con alegría, cimbreamos nuestras maletas al tiempo que llegábamos, andando, al hotel. Estaba a un paso. Lo habíamos elegido a sabiendas. No queríamos metros, ni autobuses, ni taxis. Simplemente andar y andar por las calles. Y lo logramos. La habitación era muy blanca y tenía unas almohadas magníficas. Esa noche dormí bien por primera vez en varios años. Recuerdo la blandura de la almohada y recuerdo el despertar, sin fantasmas. Todo nos sabía a gloria. El desayuno, el camino hacia los museos, la gente que nos hablaba, ese tipo que quería ligar y que espantamos, el break al mediodía, la noche con las cenas y luego las copitas, la cerveza con la que brindamos, los regalos que compramos y la ropa que nos pusimos. Todo

Con música de fado

Volamos. A través de las ventanillas del coche (de un azul oscuro, casi noche), veíamos los olivos del Aljarafe que se quedaban atrás, cruzamos la frontera, entramos cerca de la costa, visitamos Tavira, comimos en Praia Verde y, a la caída de la tarde, llegamos a nuestro destino, confiados, felices, juntos. La visita al mercado por la mañana trajo la primera pelea (qué sería de aquellas horas sin nuestras discusiones por todas y cada una de las tonterías del mundo) y luego comimos langosta y cenamos en Faro y compramos cosas que para nada servían, salvo para mirarlas ahora y recordarte. Los años felices nunca deberían convertirse en vacío sino rellenar para siempre cada hueco de tu vida. En eso tú eras un maestro. Al otro lado de la foto, ahí estabas entonces. Me gustaría verte. De qué forma me mirabas al captar la instantánea. Pero ya no es posible. Aunque te quiero.  (Foto: Antonio Mesa. Armaçao da Pera. Algarve. Portugal)

Ronda, con ropa prestada

Algunas ciudades nos conquistan para siempre y esta es una de ellas. Se trata de Ronda, a la que conozco muy bien porque tuve la suerte de pasar en ella quince días, cuando tenía quince años, y fui allí de monitora a un campamento de chicas. Fueron días espléndidos, a la sombra del Hogar Santa Teresa, con vistas al Tajo, con compañeras que eran una delicia, gente guapa y marchosa, y también con niñas musulmanas que me intentaron enseñar a bailar la danza del vientre. Con una de ellas, Malika, me estuve escribiendo mucho tiempo, pero perdí su dirección y me cambié de casa, de modo que perdimos el contacto. Cómo será ahora, cómo estará, por dónde andará.  Los días y las noches en aquel sitio eran espectaculares. Recorríamos la ciudad entera, era agosto y hacía calor, pero nos pegábamos a las paredes de piedra para absorber el fresco. Lo conocíamos todo, lo visitamos todo, el parque, las iglesias, las calles, las obras de arte, todo lo que se puede conocer y amar. Era un sueño hecho r

Las islas lejanas

Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz)

Esperándote

Yo te quería tanto, tantísimo, era un amor tan grande, como grande fue el desengaño ante una traición que quizá no entendiste como tal, pero que lo era. Yo te quería tantísimo que esperaba continuamente algún milagro, algo que encajara, que volvieras, que estuvieras, que fueras. Y, al principio, fue así. O quizá siempre fue así y yo no supe verlo. No se deberían tener veinte años y tirar por la borda el amor simplemente porque alguien te susurra al oído una confidencia que debió haberse callado. Tiempo después, lo recuerdo, volvimos a encontrarnos y tú conservabas exactamente la misma extraordinaria mirada color verde, y esa sonrisa blanca, con una boca que debería ser besada sin parar. Estabas allí, nos miramos y no hubo forma de desatar el nudo, porque ninguno de los dos, yo menos que nada, entendimos que había que luchar, que todo no vendría dado. Fui yo la que desaté la cinta que nos unía junto a aquel mar de ensueño, fui yo y lo recuerdo sin perdón. Te he perdonado a ti, qué

Un paraíso en el sur de Francia

El mes de septiembre es para vivir junto a viñedos, aspirando el tierno sabor de la planta crecida, tomando helados en una mansión del siglo XV y sentados en un café cualquiera de Uzés. Es entonces cuando le tomas la medida a la vida, cuando entiendes que hay sensaciones que bien merecen lágrimas futuras. Es entonces cuando tu sonrisa lo dice todo, cuando has conocido la alegría de vivir de la que hablan los poetas. El sur de Francia es el telón de fondo de toda la poesía. Sus ciudades, sus carreteras, aquellos amigos, los muros del liceo, las comidas escasas, los puestos de la calle, las librerías tan llenas, todo es un santo y seña de la felicidad y del disfrute. Qué dulces pasaron esas horas, qué tiernas las miradas, qué llenas de pasión las esperanzas, qué grande todo, qué especial sin que entonces supieras que era efímero, porque los lazos del amor, a veces, son demasiado fáciles de desatar... (Foto: Manuel Litrán. Nîmes. Provenza. Francia)