Una vez la mujer conoció a un triunfador. El hombre vestía con trajes de marca, acudía a festejos y acontecimientos importantes, se codeaba con lo más granado de la sociedad y recibía condecoraciones y premios. En las fotos, el hombre apoyaba graciosamente la barbilla en el dorso de una de sus manos y miraba pícaro a la cámara, mientras sonreía apenas y esbozaba un gesto de displicencia muy atractivo. Así, el hombre paseaba su éxito por entre todos y la gente lo admiraba y lo envidiaba a partes iguales. Pocos, eso sí, lo querían. La mujer notó ese pequeño clic que ata un lazo invisible entre unas personas y otras y creyó en lo que ese hombre era y lo entendió sin palabras. Desde ese momento ella estuvo atenta a sus pasos y a sus dudas. Recibió, como un contenedor de basura que no tiene criterio ecológico, todo lo que él desprendía, siempre negativo, siempre malicioso: dolor, frustración, miedo, angustia, cobardía, soledad, escasez, enfermedad, angustia...A veces, en un gesto
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