La ciudad no sabe lo que quiere. Los vientos, la lluvia, las tormentas, el sol, la tienen desorientada. Se ve a sí misma como una enorme masa de desconcierto. Está esperando que ese vaivén se convierta en remanso, en un río que transcurra seguro y cierto, en una atmósfera única, que la envuelva sin cubrirla de la neblina molesta de los días grises del otoño. A veces, se abre como una flor, como un corazón que esperara la llegada de un amor tardío. En otras ocasiones, se muestra huidiza, esquiva, oculta de sí misma, oculta de todos. Son esas tardes en las que cae la noche de repente, sobre los puentes quizá, o en las calles del centro, oscuras, quietas, imperceptiblemente solas. También tiene mañanas esplendorosas, amaneceres llenos de una belleza fría, inigualable, abrupta. Una belleza que no plasma siquiera la verdad porque es imposible captarla. Los edificios se levantan y desperezan, bajo un sol duro de otoño del sur y luego la gente ocupa las calles, recorre sin cansancio los días
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