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William Gifford, el editor que adoraba a Elizabeth Bennet

 


(Pintura. Joaquín Sorolla y Bastida)

Cuando en el año 1813 se publica por primera vez "Orgullo y prejuicio", en edición del experto en temas militares Thomas Egerton, hubo quien se sintió escandalizado ante el personaje principal, Elizabeth Bennet, su desenvoltura y descaro, así como con el estilo de vida de la familia entera, con una madre cabeza de chorlito y un padre aislado en la biblioteca. Lo peor de todo, a juicio de los críticos académicos, era que en la historia no había castillos, ni fantasmas, ni secuestros, ni fastuosos carruajes, ni heroínas que sufrían el desdén de caballeros imposibles. Las muchachas del libro podían ser tildadas de frívolas o de casquivanas o de independientes, pero, desde luego, no tenían el perfil "adecuado" a lo que se consideraba razonable en las protagonistas. Una escritora de la época Mary Russell Mitford afirmó que solo una "absoluta carencia de gusto podría engendrar una heroína tan impertinente y mundana". Y, desde el punto de vista de la época no le faltaba razón. Era impensable crear unos ambientes como los de Austen, precisamente porque estaban inspirados en la vida cotidiana y no en sueños imposibles. Eso era la novela de entonces. Caballos desbocados, espacios oscuros, damiselas que se desmayaban a la mínima, malvadas madrastras, mazmorras y celdas, viajes imaginarios, hombres rotundos y que portaban espadas. Mucho atrezzo, escasa verosimilitud. Quizá por eso esas novelas se han quedado antiguas aunque, por lo que puede verse ahora en los escaparates, un nuevo goticismo nos invade. Y no se percibe que haya ninguna Jane Austen que lo haga saltar por los aires. 

El editor de Quarterly Review, William Gifford, opinó que la novela era una maravilla. Se dio cuenta de que estaban ante un nuevo concepto, una manera diferente de mostrar la realidad y, sobre todo, un estilo literario absorbente y lleno de apasionada emoción. Pero era, a su juicio, una emoción natural, la que surge de las cosas normales de la vida, porque, para él, Austen escribía con realismo, no con la teatralidad imperante. Lo que a otros les pareció mal por su alejamiento de la fantasía, a él le interesó enormemente pues su intuición le decía que se estaban abriendo algunas puertas, aunque con sosiego y sin empujar. El realismo de Jane Austen no era una aburrida muestra de las cosas que pasaban en la vida de todos y que, por ello mismo, no interesaban a nadie, sino una aguda observación personal de los entresijos de unas familias y unos personajes que podían tener rasgos comunes y existencias normales, pero nunca aburridas ni planas. Al contrario, tanto Lizzy como los demás le parecieron a Gifford una galería de interesantes personalidades entre los que había de todo: madres desatinadas, padres despreocupados, tíos amorosos, muchachas ingeniosas y tontas, gente de medio pelo que se creía algo más, gente importante que no quería perder el tiempo alternando con las de medio pelo, damas de alta alcurnia insoportables, clérigos pagados de sí mismos, esposas complacientes e interesadas, mujeres enamoradas, hombres atentos, bailes esplendorosos, casas solariegas con bibliotecas inmensas...Todo lo que se sabía que existía pero que nadie hasta entonces había mostrado, otra vez este concepto, con naturalidad. 

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