(Foto: Carmela N. ) Como si fuera a danzar en un salón de baile del siglo XIX para que algún eterno escritor la convirtiera en musa, ella eligió un vestido rosa, todos los tonos rosas, rosa pastel, rosa caramelo, rosa ensueño, rosa corazón, para casarse. La boda fue al final del verano y las dudas quedaron enterradas con la música, el vals y el mambo, el movimiento de las copas al chocar y la huella de los besos. Mejor no pensar que la vida, a veces, escribe su historia en meandros y en desembocaduras ajenas. Así que los rosas se mezclaron en el aliento vivo de la tarde y la noche y solo al día siguiente descubrió, como una revelación inopinada, que eso que aquello era real y no tenía remedio. El rosa fue rutina tan demasiado pronto que ni hubo siquiera lugar para lamentos. La espera es mala consejera y la juventud tiene unos ritmos que nadie más entiende. Aburrirse es peor que llorar por amor y el vacío hace más daño que la soledad. Por eso el transcurso de las horas tenía
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