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"Roth desencadenado" de Claudia Roth Pierpont

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Hay algo que me une a Philip Roth aunque él no lo sepa. Los dos adoramos "Las chicas de campo" de Edna O´Brien. Ella es mi apuesta firme para el Nobel de Literatura hace años y creo que él me daría la razón. Como ha comentado Martin Amis, Roth ya tiene su biografía y, como está vivo (el próximo 19 de marzo, Día del Padre, cumplirá 83 años) ha tenido ocasión de saber qué se piensa de él. O que piensa su biógrafa, Claudia Roth Pierpont que comparte nombre con él pero no lazos familiares. Son amigos y, como afirma Claudia, los amigos se dicen la verdad los unos a los otros. Presumo que lo mejor para cualquier mujer en relación a Roth es mantener un lazo de amistad sin interferencias. Por si acaso.  Sin censuras, porque el libro no lo leyó el escritor antes de terminarse, la autora nos cuenta la infancia en Newark y los datos de su familia: abuelos judíos rusos y polacos, padres americanos de primera generación, allá por New Jersey. Judaísmo pero menos.  Las mujeres

En el cine, años cincuenta

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El cine fue el gran milagro del ocio en el siglo XX. La alegría de las noches del sábado, la mejor forma de disfrutar si tenías pareja, si ibas en familia o con amigos. El cine cambió la forma de vivir la realidad y de soñar la vida. Todo se convertía en un vocabulario especial y nuevo. La cinefilia unió a las personas en un lenguaje común, en un encuentro que ningún otro arte ha logrado. Las películas imprimen carácter y sus personajes son parte de la existencia cotidiana. Las modas surgieron del cine y la historia personal de las estrellas fueron el espejo en el que mirarse. Sin el cine, la cotidianeidad hubiera sido más gris, más oscura, menos abierta y libre. Las colas para los grandes estrenos eran el símbolo del deseo de algo mejor. El cine fue la ventana abierta al exterior, la muestra de que la vida se podía escribir con otros renglones.  Los años cincuenta en España tienen un resto de sufrimiento añadido que es difícil olvidar. Las cosas estaban condicionadas por la es

Cien sabios y una muchacha

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Cuando yo era muy joven e ignorante tropecé por casualidad con un sanedrín de flamencos sabios. Cada uno de ellos había recorrido una parte importante de su propia biografía y tenía un talento que mostrar al mundo. Todos eran, a la vez, conocedores de lo mucho y expertos en lo suyo. Una difícil constelación que no siempre se halla. Más bien lo contrario. Pienso en los chavales jóvenes que llegan con toda la ilusión del mundo a su primer trabajo y, en lugar de que los guíen, o los asesoren, ahí están los buitres para hacerles morder el polvo. Como si de una película del oeste se tratara, una película mala, sin Clint Eastwood y sin Morricone, los jóvenes que empiezan tienen que sortear los obstáculos en total soledad, sin mentores y sin ayudas, pisando charcos y llevándose la peor parte de casi todo. Ahora las empresas hablan de la gestión del talento pero, la mayoría de ellas, mienten. Gestionar el talento a su juicio es sacarles el jugo a los nuevos para que los antiguos se apunte

"Villa Vitoria" de D. E. Stevenson

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D. E. Stevenson es Dorothy Emily Stevenson (Edimburgo, 1892- Dumfriesshire, 1973). Si te suena el apellido es con razón. Resulta ser la hija de un primo de Robert Louis Stevenson, que no necesita presentación y que está en nuestras estanterías desde que éramos adolescentes. Esta Dorothy es un personaje tan interesante como lo son los de sus novelas, sobre todo los femeninos. Si repasas un poco su peripecia biográfica puedes entenderla y entender qué escribe y por qué lo hace. Su padre era un ingeniero que diseñaba faros, es más, toda su familia era diseñadora de faros. La educó una institutriz y cuando la niña manifestó que quería ir a la universidad, el diseñador de faros que era su padre, se negó terminantemente, en su familia ninguna mujer había poseído nunca un título académico y así debía seguir siendo. Así que su carrera se redujo a casarse con un capitán y, por supuesto, a escribir muchas y divertidas novelas.  D. E. (también podemos llamarla así) luce una artística artim

En Santa Rosa nunca pasa nada

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Es la indecisa hora del anochecer en el tranquilo pueblo de Santa Rosa, en un lugar de California. Charlie, una chica guapa y dulce, sale de su casa corriendo y, sin mirar, cruza la calle antes de que el guardia le permita el paso. El guardia se enfada, desde luego, y Charlie tiene que esperar pacientemente a que la autoridad, después de recriminarle su gesto, la deje, por fin, continuar su camino. Todos los corazones laten al unísono. No se sabe si llegará a tiempo. Charlie no acude presurosa a una cita de amor, ni a un encuentro con amigas, no va de compras, ni al cine…Charlie sale de su casa y emprende una veloz carrera para acceder a la biblioteca pública. Porque Santa Rosa tiene biblioteca pública y, dentro de ella, una hemeroteca que Charlie quiere consultar a toda costa.  Esa biblioteca a punto de cerrar es el lugar en el que Charlie culminará el círculo de la duda. El sitio en el que perderá su inocencia. El motivo por el que, nunca, nunca, volverá a ser la misma ni a

Siempre he querido ser periodista

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(Graham en el nuevo edificio del Post) Esta es Katharine Graham, la editora del The Washington Post y la autora del libro "Una historia personal" que contradice su título con el contenido. La historia que se cuenta aquí comienza con la vida de sus padres y hace un retrato detallado y exacto de cómo se cumple el sueño americano. La vida de Katharine Graham es tan interesante como la propia trayectoria del periódico o como los escándalos políticos que destaparon sus periodistas. Una vida larga, murió en 2001 con ochenta y cuatro años a consecuencia de una caída, y una vida fructífera, llena de claroscuros, como todas las vidas. Graham nació en 1917 por lo que puede decirse que su vida abarca todo el siglo XX. Su madre era hermosa, sofisticada, muy joven y conocía a pintores, escultoras y toda clase de artistas. Era una musa para muchos de ellos. También era muy egocéntrica y dejó la crianza de sus hijos en otras manos, porque ella necesitaba tiempo para sí misma. Si

Salones de baile en San Petersburgo

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Abro despacio la estantería blanca con puertas de cristal y paseo la mirada por los libros que allí hay colocados en un desorden preconcebido. Son libros que tienen un sitio especial porque, en su día, cuando los leí, me hicieron sentir bien, me hicieron volver la mirada a un mundo que no había visto antes y olvidarme de la cotidianeidad difícil. Son libros que te atrapan, que no te dejan moverte de la silla, que te introducen en un caleidoscopio de imágenes a través de las palabras, ese hilo conductor del pensamiento y la emoción.  Escojo un libro. Tiene pastas duras en tonos tierras y anaranjados. En la portada, un hombre atractivo, muy elegante, con ojos azules que me mira indulgente. Piensa, seguramente, que soy una mujer perdida, con los ojos enrojecidos de haber llorado. Piensa que soy una mujer en soledad. Piensa que sufro. Esta es una tarde de lágrimas, aventura el hombre que me mira sin verme. Este hombre no se equivoca. Observo el libro detenidamente. El nombre del au

Cuando todo se tiñe de rosa

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La prensa del corazón, la llamada también prensa “rosa”, es la gran denostada entre los medios. Siendo el periodismo tan corporativista o más que otras profesiones, no hay piedad para aquellos que, alcachofa en mano, persiguen con denuedo a un famoso de tres al cuarto, a la hija de una tonadillera enclaustrada o a un tronista de evidentes atributos amatorios. El concepto de “personaje” se ha desvirtuado al hilo de este tipo de prensa. Ser “personaje” es un grado inferior al de persona. Todos pueden criticarlo sin medida. Convertirse en “personaje” es, usando un término muy al tono, lo peor .  En las tertulias “rosas” se establece un pugilato oculto que, en ocasiones trasciende al exterior, entre periodistas y colaboradores. Los primeros defienden sus años de Facultad, incluso su trayectoria profesional en otro tipo de prensa. Los segundos deben su silla a alguna circunstancia feliz de su biografía (o desgraciada, añado) que los ha catapultado al interés del público. Todo se ha

Un pájaro con las alas plegadas

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(Foto: Irving Penn) Mi padre era un hombre excepcional. Supongo que la mayoría de la gente piensa lo mismo del suyo y eso está bien, pero, en este caso, es cierto, totalmente cierto. Era un hombre excepcional por muchos motivos y tenía más mérito porque las circunstancias estaban en su contra. Toda su infancia y su adolescencia echó en falta (aunque nunca lo confesó, pero era obvio) el cariño de una madre, el cuidado de alguien que le abrazara. Su casa había vivido una tragedia y esa tragedia los marcó a todos de por vida. Por eso quizá sintió tan fuerte el amor de la familia que él mismo creó y por eso sus hijos éramos sus estrellas, sus soles, sus astros, todos en una constelación única que era intocable. Por eso estiró la vida hasta sentirla al máximo y así lo muestran las fotografías de su juventud, atractivo como un actor de cine, con sus gafas de sol que nunca abandonaba, su gesto irónico y su media sonrisa casi enigmática. Hubiera sido un actor estupendo.  Leía to

Abuelas

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(Simone Signoret) Una de las abuelas quería ser italiana, aunque era de ascendencia irlandesa. La otra, cuyos bisabuelos sí habían venido de Italia, prefería ser gitana. Pertenecía a una saga de mujeres imponentes, de dueñas de sí mismas, de capataces de la vida y del matrimonio. Se parecía a Simone Signoret, fumaba y bebía martinis sin aceitunas. Siempre vestía de negro, no por ser existencialista sino porque llevaba un luto profundo, un luto total y verdadero. Su hijo mayor había muerto y ella se aferró a ese dolor como a un vestido que te sienta muy bien. El resto del mundo se desdibujó ante sus ojos y se sentó a balancear los pies en una mecedora a la puerta de la casa. Vestida de negro, con un pitillo entre las manos, su vasito y la mirada perdida. No le interesaba ver nada, todo se volvió opaco para ella. Ni siquiera prestaba atención a sus otros hijos ni, luego, a sus nietos. Entrecerraba los ojos y veía hacia dentro, hacia los tiempos felices en los que su hijo lucía ai

Los libros de tu vida

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Esta es una cuestión recurrente en las redes sociales. ¿De qué vida?, me pregunto. ¿A qué vida pertenecen esos libros a los que tengo que hacer mención? ¿Los libros que acabo de descubrir? ¿Los que leía de pequeña? ¿Los que me regalaron mis amantes? ¿Los de la biblioteca de mi madre? ¿Los que me traía mi padre de la imprenta? ¿Los que descubrí andando por las estaciones de tren? ¿Los que me recomendó mi primer pretendiente? ¿Los que encuentro husmeando por las librerías? ¿Los que sacan en portada las editoriales de mi confianza? ¿Los que tuve que leer en el instituto? ¿Los que descubrí en la Universidad a fuerza de insistir? ¿Los que lee el hombre que me gusta en cada momento? ¿Los que hay que leer porque lo dice todo el mundo? ¿Los que tienen una portada preciosa y te atraen? ¿Los que empiezas y dejas de lado porque te horrorizas? ¿Los que te cansan pero no lo dices? ¿Los que encuentras rebuscando en armarios? ¿Los que te regalan aquellos que no te conocen? ¿Los que te dieron e

Aquella mar de Cádiz...

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Había una terraza tendida al mar y en ella se mostraban todos los amaneceres. Te levantabas temprano y te sentabas allí, hermosamente absorto en el agua que brillaba a lo lejos, o en las flores del suelo o en las nubes. Si llovía, por muy raro que parezca, caía sobre ti esa humedad a modo de recuerdo, porque en tu infancia fuiste niño de lluvia, de olivos, de rumores de campo y de voces del pueblo. Todos los veranos que estuvimos juntos, demasiado pocos, ahora lo sé, seguías el mismo rito con la misma certeza. El mar era la mar por adopción y hallaste su secreto como si hubieras nacido allí, aunque eras de tierra extraña, de tierra adentro, de otra tierra. Tu mar era tan verde... No debiste marcharte. Aquella casa se perdió ese mismo verano en que, sin avisar y por la espalda, nos dejaste desnudos de tus manos sin poder retenerte. No debiste marcharte y cerrar con tu marcha el capítulo de todos los abrazos, de todas las nostalgias. Eras tan de verdad que resulta imposible

Esta mañana, amor, tenemos treinta años

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Una vez tuvo un amor prohibido. Prohibidísimo. Mirado por todas las partes posibles era un absoluto desastre. Ganas de buscarse problemas. Pero era por la tarde, un septiembre, caía todavía un dorado resplandor sobre la plaza, los parterres brillaban, y allá, a lo lejos, apareció él con su pantalón vaquero y una camisa blanca que llevaba, como diría Corín, arremangada hasta el codo. Nunca se había visto en otra, aquello era una visión inenarrable. Ninguna de sus amigas la creería, ni siquiera Marta, que era tan fantasiosa y veía caballeros andantes en cualquier semáforo. Eso era, precisamente, lo que la separaba en ese momento del hombre de la camisa blanca, un semáforo en rojo, justo en la esquina, al lado de la terraza en la que ella esperaba, sentada en una silla de mimbre, con las piernas cruzadas y una falda de punto muy estrecha y muy corta. Tenía unas piernas preciosas.  Los días de aquel amor no duraron mucho. No podían durar. Era una extrañeza en todos los sentidos

Morricone

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Escribo sobre este hombre, paradigma del genio, mientras veo, por enésima vez, "Los intocables", la película cuya banda sonora es, a mi juicio, la mejor de las que hizo. Y ya es mucho decir. El inicio con los títulos de crédito y esos golpes de percusión levanta el alma. Entra en la historia mucho antes de que los personajes comiencen a hablar.  Doy vueltas por la red en este día en que la muerte de Morricone , a los noventa y un años, y a causa de las consecuencias de una caída (ah, las caídas, el gran peligro de los viejos), en un hospital de Roma. Las crónicas cuentan que estaba rodeado de su mujer, María Travia , setenta años juntos, y de sus cuatro hijos. Hay historias que se leen por ahí que son hermosas y ciertas, como la que escribió Manuel Hidalgo en 2016, con ocasión de su nominación al Oscar por "Los odiosos ocho". Con todo lo que era, Morricone solo ganó dos Oscar, uno honorario en el año 2006 y otro por esa película de Tarantino . Otras cinco v