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Mostrando las entradas etiquetadas como Escritos

Pizzarelli y una casa

  Si estás escuchando a John Pizzarelli en cualquiera de sus conciertos y has tenido la suerte de verlo en directo, como yo en el Lope de Vega de Sevilla, entonces alumbrará tu escritura como casi nada puede hacerlo. Y para acompañar su sonido nada mejor que las imágenes de John Baeder , el fotorrealista más mágico de los que todavía cuelgan sus cuadros en las galerías y los museos. Es así, en esa conjunción de sonido e imagen, como se puede escribir sobre las casas, sobre la casa, sobre tu casa.  El otro día visité en Google la vieja casa de mi abuela, aquella en la que nacimos algunos de los primos, una casa mágica para los recuerdos, una casa encantada. Tenía, tiene, dos plantas y una enorme azotea, de esas llenas de pequeños muros fáciles de saltar que te llevan de un lado a otro. En la planta baja estaba el pozo que nos surtía de agua, un patio gigantesco y dos viviendas ocupadas por dos vecinas de esas de toda la vida, Juana y Dolores, los nombres míticos, dos mujeres que retrat

Las mujeres silenciosas de Anna Ancher

Un resplandor dorado contradice el aire callado, el silencio que suena. La habitación permanece a la espera de una buena noticia, una ventura. Las flores se reflejan en la luz de una ventana inexistente y el costurero se abre como una maravilla, un tesoro de hilos, de agujas y tijeras. Las manos se sitúan exactamente sobre la tela blanca y primorosa y ella guarda secretos que nadie más conoce, adornando el silencio con su mirada oculta. A veces una lámpara se enciende en cualquier parte. La ventana se agita y la flor envejece. La mujer se ha parado y se pregunta a solas de qué forma guardarse para sí ese descubrimiento que ha convertido en duda su esperanza. Así, sensatamente, sin tener que engañarse, sin miedos y sin dudas, ella sabrá seguir ese camino claro que acuñó sin quererlo muchos años pasados y escribirá su nombre en cualquier parte, sin permitirse volver el rostro ante el desconocido. Tantas veces la vida te enseña de repente que has gastado las horas en una antig

Invierno en Nueva York

Si no has pasado un invierno en Nueva York hay un invierno que no conoces. Nueva York es una ciudad especial, en realidad, un mundo en sí misma. Un lugar en el que las cosas encajan de forma milagrosa. En el que es posible que ocurran cosas inimaginables. Puede pasar de todo y encontrar gente de todo tipo. Gente que, en otros lugares, quizá no existieran o no tendrías ocasión de conocer. Por eso surgen historias distintas, cuentos de hadas, relatos que solo se explican en ese contexto de nieve y extremos. Esas botas son para caminar.  El calor de los restaurantes, de las cafeterías, de los bares, es la mejor forma de pulsar la vida de la ciudad. Allí estaba él, Edward, con un jersey de cuello cisne, una cazadora amplia y forrada de lana y unas enormes botas. Era muy guapo. Tenía los ojos verdosos que parecían azules con el reflejo de la nieve y miel en el interior. Unos ojos cambiantes, pero no extraños, sino certeros y confiados. Daba la impresión de que no podían engañar

Atrapadas

Las ves y han olvidado sonreír. Tienen un aire cansado, como si todo el mundo cayera sobre ellas de vez en cuando. Como si ellas soportaran todo el mundo. Han perdido eso que se llama dignidad y han escalado las cimas del ridículo. Son más de lo que parecen. Tienen cargos públicos, trabajos importantes, inteligencias limpias, miradas puras. Pero cayeron en una red de la que es difícil escapar. Es una red que comienza siendo una gasa suave y delicada que te cubre, adobada con palabras amables, con canciones italianas y películas tristes. Continúa con un péndulo que se mueve, de un lado, los susurros; de otro, los gritos. Como si tuviera un aire bergmaniano inconfundible. Primero, notarás que el lazo te rodea. Después, el lazo será una mano fría. Por último, alguien se reirá de ti y te preguntará por qué no te mueves si en torno a ti no hay nada. Ese es el secreto: no hay nada donde creías que había una huella de calor. Eso que notas no existe, ni fue nunca, es una ensoñación, un

Vincent, una mirada y el olor a lavanda

  Las cinéfilas tenemos una forma especial de ver las películas o las series. Si hay algún actor que nos atrapa entonces es para siempre, para casi siempre si quiero ser exacta. Vincent Lindon no me ha interesado de joven, ni me ha interesado en sus aventuras ni en sus películas, salvo ahora, que ha protagonizado "Dinero y sangre" una serie que estoy viendo en Filmin y en la que exhibe una hipnótica mirada azul grisácea y una ausencia total de sonrisas. Si hay un actor que consigue que veas la película o la serie en versión original por escuchar su voz, entonces es que te has convertido a su fe. Y, en este caso, las flores secas y la visión del amanecer, y el recuerdo de los pequeños lugares de la Provenza de mi biografía, completan sin dudarlo esa especie de lazo que te deja una imagen bien construida. No solo es un tipo atractivo. Parece que también tiene alma.  Mis días en la Provenza forman parte de un fondo de armario sentimental que nunca decae. Siempre hay un motivo p

La vida es un cuadro de Vermeer

En esta orilla aparecen, estáticos y diminutos, los personajes que representan lo humano, la vida cotidiana, la juventud y la vejez, los sueños y todos los fracasos. La tierra compacta los acoge y la barca está dispuesta al tránsito. Llegar al otro lado quizá es una de las metas, pero no parecen demasiado afanosos, sino, por el contrario, tienen la quieta placidez de quien no espera demasiado de las cosas. Llevan la cabeza cubierta y vestidos holgados, azules, negros y blancos los colores, gestos serios y actitudes sencillas, no parece que quieran estorbar el paisaje. Están aquí, de este lado, abstraídos en las conversaciones y sin prestar atención a la cinta de agua, con los navíos anclados, también solos, y sin percibir, o quizá lo han hecho y se lo callan, el vaivén de las torres, los edificios con tejados de pizarra y el nuboso cielo intempestivo que amenaza con lluvia.  No vemos sus rostros ni queremos hacerlo porque no son nadie en concreto y lo son todo. Las dos mujeres

Rizos y un mapa de España

(Fotograma de "Sentido y Sensibilidad" de Ang Lee)  Es la música, en primer lugar, lo que hace de esta versión de Ang Lee del libro de Jane Austen "Sentido y Sensibilidad" una pequeña maravilla. Un tributo eficaz, diáfano, exacto, al genio de la escritora, a su creación de personajes y ambientes, a su estilo, a su ingenio e inteligencia. La música crea el tono especial que la distingue y, entre todos los libros de Austen, en los que la música siempre tiene un importante papel, es aquí donde expresa el dolor y la alegría con mayor lucidez. Lo mismo ocurre con los versos, las palabras, los poemas que se recitan, el consuelo de la lírica en los momentos difíciles. Shakespeare y sus sonetos que invitan al amor, aunque sea, como sabes, un amor aureolado de triste cobardía.  Entre todas las imágenes hay una evocadora, imposible de pasar por alto, una imagen en la que me detengo y en la que observo cosas que quizá otros no ven. Al fin nuestros ojos siempre vue

Spoiler

Grace Kelly lee el Harper´s Bazaar y engaña así a James Stewart, porque la moda es para él algo ajeno y prefiere la aventura. Ella está enamorada pero no puede evitar dejar a un lado una revista sobre el Himalaya y volver al paraíso del lujo y del glamour. Esa es la mirada que identifica el placer de contemplar cosas bonitas. En La ventana indiscreta , la película estadounidense de 1954 dirigida por Alfred Hitchcock, basada en el cuento de 1942 It Had to Be Murder, de Cornell Woolrich , que ambos protagonizaron, no hay lugar para el spoiler, más bien todo lo contrario. Desde el principio sabemos que hay un crimen y un asesino. La única duda es cuánto tiempo tardarán en convencerse los demás. Y hay otra duda, no menor, que reside en descubrir por qué James Stewart no se da cuenta de que está enamorado de la chica y de que no necesita que ella gane un premio de alpinismo para poder ser felices. Un hombre empeñado en no ser feliz es un hombre peligroso que va a terminar solo o

Clive Owen, una falda tubo y el tipo de la camisa blanca

  No sé si me gusta Clive Owen porque me recuerda a aquel tipo o al revés. El caso es que también usaba camisas blancas y también tenía ese color indefinido de ojos, que tanto parecen grises, como azules, verdes o, incluso, plateados. Unos ojos con doble intención, que podían ser duros y sin compasión o tiernos y plagados de dulzura. Aquel tipo, lo llamaré así para aclararnos, tenía una personalidad dual, oscura y transparente a la vez, y las muchachas como yo, que sofocan las penas del amor con otras penas mayores, podemos ser presas fáciles de un vaquero bien llevado y una camisa de lino. En una de esas crisis amorosas por no sé quién (lo bueno de todo esto es que el olvido es la premisa) surgió un viaje al extranjero por un par de meses (el remedio eficaz, poner tierra de por medio) y allí estaba este Clive sin filmografía, con su aspecto de eficaz desaliño, su conversación filosófica y su mirada ardiente de unos ojos con color no identificado. Imposible resistirse a su llegada a nu

Nosotras, que lo buscamos tanto...

  ("Tiempo tranquilo", Scott Kennedy) Todas estamos hechas de la misma pasta, mitad salitre, mitad verde del campo. Tenemos las mismas certezas y esperamos las mismas cosas. Entre todo eso, nuestra búsqueda es la manera en que salimos a mostrarnos ante el mundo. No nos conformamos, no dejamos de luchar, no nos sentamos en una piedra del camino a esperar la nada. Somos de esa clase de caminantes que no quiere dejar pasar la oportunidad de hallar otra puerta entornada.  Quizá es porque fuimos niñas pobres, niñas habituadas a las cosas sencillas, a las casas modestas, a las horas humildes. Porque supimos desde siempre lo que es tirar de casi todo, arañar lo imprescindible y comprender que estrenar es un sueño que no siempre se alcanza. Quizá porque nos reconocemos en nuestra pobreza, en ese aire común de la gente que trabaja y respira, en ese no pararse porque los días necesitan treinta horas para ser fértiles.  Hemos acunado niños sin conocer demasiado el secreto de la vida. La

Aquel amanecer en el cortijo...

  Creo que nunca he escrito de mis días de cortijo. De mis tiempos de campo. El campo me ha producido siempre una enorme fascinación y también sus gentes. En muchos momentos ha estado en primer plano y otras veces se ha escondido, como si esperara el milagro de su reaparición. Es muy curioso esto, siendo de una ciudad marítima en la que el campo era solo el verdín que rodeaba los fuertes que se levantaron para detener a Napoleón. No me cae bien Napoleón , ni me gusta el personaje. Puestos a elegir, me quedo con los valientes que lucharon contra él y con las bombas que tiraban los fanfarrones.  Entre paréntesis: la película sobre Napoleón de Ridley Scott no me ha gustado nada, nada, nada. Batallismos y claroscuros, ahí lo puedo resumir. Ni me gusta el tratamiento de los personajes, ni los actores. Me aburre muchísimo.  Pero el campo, oh, el campo, tiene algo distinto a lo demás, una arquitectura diferente. Los hombres de mi vida han sido gente de campo. Los paseos por los olivos, con un

Mi propia habitación

(Virginia Stewart fotografiada por Louise Dahl-Wolfe en 1948) Fue leyendo "Una habitación propia" cuando lo pensé. No sentada a la orilla de un río, aunque ella sí lo estaba. Virginia estaba sentada a la orilla de un río y hablaba de peces y de pesca, no sé ahora mismo por qué. Quizá tenía mucho que ver con su disertación o su mente vagaba por esa imagen que había retenido en la cabeza de la última vez que se sentó junto a un río. Intuí entonces que esa visión podía ser inexistente, y que yo, en realidad, jamás había estado sentada a la orilla de un río. Quiero decir, realmente en la orilla, en el suelo, en una especie de arena o de tierra o de margen cubierto de hojas, qué sé yo. El río de la ciudad que conozco no tiene nada que ver con un verdadero río cuando discurre por el campo, por su curso, esos conceptos geográficos que aprendí y que, tengo que reconocer, me gustaban mucho. Caudal, curso, cauce, márgenes, desembocadura, estuarios...Estas son las palabras que

La señora Dalloway y yo misma

(Foto: Nina Leen) "La señora Dalloway decidió que ella misma compraría las flores. Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y luego !qué mañana! pensó Clarissa Dalloway: tan fresca como para regalarla a los niños en una playa. ¡Qué placer! ¡Qué zambullida! " El despertar de Clarissa Dalloway es una buena nueva. Antes de saltar de la cama ya tiene en la cabeza algunos encargos, algunos detalles, todos ellos para la fiesta que tiene previsto celebrar. Las reuniones son para Clarissa la columbra vertebral de su vida, aunque a veces nota cierto cansancio. Puede haber visitas inesperadas que sean complicadas de manejar y a ella le gusta tenerlo todo controlado. Incluso lo que otros puedan pensar o decir. Incluso lo que otros puedan sentir. Pero, antes de eso, puede echar un vistazo al día, a su horizonte, y sentirse satisfecha. Salir a la calle en busca de los adornos que van a compleme

Un baile en Uzès

  Nos gustaba acudir al mercado. Resplandecían las flores. Toda la plaza olía al unísono y nosotros contemplábamos ese estallido de color como si nunca antes hubiéramos conocido el rosa, el verde, el rojo, el anaranjado, novatos en los sentidos, desprevenidos, sin esperar que nos asaltara tanta belleza, tanto bullicio. Las frutas emergían en un costado y los dulces, y el pan, en hogazas, en círculos sobre una mesa de madera. Y los hortelanos exhibían con orgullo sus productos y nos miraban con la condescendencia de quien está seguro de saber más que tú. La plaza se cubría de todos ellos las mañanas de los jueves y de los domingos. Pero algunas noches, inopinadamente, sin saber nosotros el motivo o sin entenderlo quizá, la plaza se llenaba de farolillos de colores, como si fuera un cuadro de Vettriano, y entonces las figuras de los danzarines comenzaban a moverse sin avaricia. Las mesitas se situaban en torno al centro de la plaza, los camareros se movían con soltura llevando en las ban

Montmartre, por favor

Nadie está solo si se sienta en Montmartre y abre un libro. En cualquiera de sus cafés de color rosa puede encontrarse el motivo para descubrirse. Estoy aquí, he venido y sé que ahora esta paz me rebosa. Todas las mesas se llenan de libros y personas. Y las ventanas verdes de madera se abren por tiempo indefinido. Nadie sabe cuándo se cerrarán, nadie lo sabe. No hay fechas, ni anuncios, ni aviones que sobrevuelan, ni huelga de pilotos. El suelo está hecho a base de paciencia. Legiones romanas cruzaron las calles y colgaron de cada casa un refrán. Están todos convertidos en sentencias imposibles.  Acuérdate de aquellos días. Era septiembre. Un septiembre más crepuscular, con horas más tardías y sueños más tempranos. Ese vestido a rayas y ese sombrero gris, con el tono de la perla natural que solo se encuentra en las islas más griegas. Acuérdate de las miradas. Tersas miradas sin ocultaciones. Miradas que esbozaban sonrisas. Gente que nos miraba. Nos mirábamos. Recuérdalo. Era se

Ritos

  Los ritos son esas pulsiones emocionales que nos llevan a la nostalgia. Aún así los necesitamos. Ordenan el calendario, clarifican las secuencias de los días y las noches, establecen la prioridad de nuestros afectos y, sobre todo, abren las ventanas de la memoria. Si a principios de diciembre colocas en tu casa esa sinfonía de luces, de ramas y de todos esos pequeños habitantes de la caja de navidad, entonces estás conjurando a quienes antes que tú hicieron esa misma operación y te enseñaron a hacerla. Los ritos de la navidad son, quizá, los que más recuerdos producen. Los días previos, los dulces que tu madre hacía, las compras que a tu padre le gustaba encargar, productos que solo se veían en esas fechas señaladas y la casa convertida en otra cosa. La caja de navidad que se abre y de ahí salen cosas año tras año y esa fisonomía dura un tiempo tan largo que da tiempo a que llegue el otro año, el año nuevo. Cosas nuevas y cosas viejas, la lámpara de Aladino, la necesidad de sacudirse

Eclipse de luna

  (Anochecer en la playa de Valdelagrana) Éramos tan jóvenes. Nos habíamos reencontrado después de algunos años. La adolescencia había pasado y la primera juventud nos convirtió en dos personas diferentes, pero con un punto de proximidad con lo que fuimos. Tú, un muchacho guapo y lleno de risas y ocurrencias, listo, gentil y con una predisposición única a los besos de película. Yo, una especie de hada que saltaba de pétalo en pétalo y que llevaba un vestido vaporoso y algo transparente.  Nos fuimos a la playa. Sentados en una barandilla de piedra, bordeando la orilla, pisando la arena, allí vimos pasar la noche, acerarse las estrellas y desaparecer la luna. El eclipse fue total y todo se volvió anaranjado y luego azul, luego dorado, y, más tarde, de un gris parecido a las naves espaciales. Mirábamos el cielo y nos besábamos, tantos besos como extrañeza había. Las manos en las manos, los ojos en los ojos, hasta los pies se enredaban en las sandalias y la arena aún cálida del día.  Qué r

El cumpleaños

  (Foto de Joel Meyerowitz) Todos los 3 de diciembre comenzaba la navidad. Era un día de alboroto precedido por otros días de misterio y de susurros. Nadie hablaba abiertamente de lo que el 3 sucedería pero los hijos se movían por la casa sigilosamente y la madre tapaba y destapaba las ollas, hacía la masa de las tortas y guardaba en la despensa manjares inusitados, aquellos que los niños esperaban con impaciencia tanto como los regalos. El 3 de diciembre era día de fiesta mayor en esa casa, por lo que se celebraba y por lo que significaba esa celebración. El día antes se pasaban todos el rato doblando papeles de colores para guardar regalos, cosas simples que cada uno había conseguido a su manera. Había dibujos escolares, unas nueces convertidas en barquitos con palillos de dientes, algunos puzzles inventados, libros hechos a mano, un par de corbatas, un pañuelo de cuello, una bufanda, calcetines oscuros y camisas blancas, pijamas de rayitas, la bata de casa, el albornoz, las cajas de

Elvira

 Elvira era una artista de cine. Tenía la figura, el rostro y el gesto adecuados. Tenía, sobre todo, el aire desvalido, la soledad y la ausencia precisas. Un pasado triste, una orfandad inexplicable y una familia extraña. Era una de esas niñas intermedias que no interesan a nadie y una joven con la mirada puesta en otras cosas, más allá del colegio y de los chicos. Por eso quizá pasó tantas horas en la sala de cine que tenía junto a la casa, esa casa familiar, blanca, casi georgiana, que se volcaba al Atlántico y que recibía el viento del sur con una elegancia única. El cine era su mayor bien y su mayor medicina. Las tristezas se volvían transparentes y las horas pasaban con una calculada rapidez. El desenlace de la película de espías o de miedo, el muchacho que cabalgaba con ese aire cansado que a ella le recordaba a alguien o el The End sobrevenido en el mejor momento, todo eso era parte de su biografía y así la transmitió a sus hijas con tanto lujo de detalles que todas podrían ser,

Hermosa peluquería

  (Nina Leen. 1952. Rockefeller Center Nueva York) Las chicas de la peluquería de Nina Leen permanecen educadamente sentadas mientras el secador hace su efecto sobre la permanente o los rulos. Todas, excepto una, están leyendo un libro o una revista. Y esa una parece aprovechar el tiempo para pensar. Cruza los brazos y espera con una tranquilidad única que el tiempo pase y se haga el milagro del pelo arreglado. Eso es ir a la peluquería. Una especie de milagro.  En Triana hay una peluquería cuyas chicas tienen el don de convertir el tedio en risas y el mal día en un deslumbrante sol. Son María José, Mary, Ana y Anabel. Si no las conocéis merecerá la pena. Son distintas entre sí, incluso opuestas, pero manifiestan toda una suave elegancia a la hora de atenderte, una entrega fuera de lo común, una inteligencia emocional más allá del trabajo con el peine, la tijera, el champú o la laca de uñas. María José es divertida, extravagante, estrafalaria e independiente. Mary es catastrófica, inve