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La jauría humana

 La fiesta está podrida. El sábado noche es el momento en que los habitantes de este pueblo de Texas deciden dejarse sus buenas intenciones en casa y salir a la calle a arrasar con todo lo que encuentren. Mujeres que engañan a sus maridos; maridos que miran hacia otro lado (lado en el que, curiosamente, está el trasero de otra señora que no es la suya); ricos que mangonean a modo; hijos de ricos que, a pesar de todo, tienen su corazoncito; esposas de presidiarios que vivaquean entre el enamoramiento y la chapuza...  Nos falta algo esencial, sin embargo, para entender este mosaico de emociones, este carrusel de sentimientos, esta noria de luchas internas, este espectáculo plagado de suciedad y belleza. Nos falta un hombre honesto. Que dé sentido a la historia. Cuya esposa no pueda estrenar un vestido en la mejor ocasión porque el sueldo de su marido no alcanza para tanto.  Marlon Brando es aquí el mejor Brando. Mejor aún que en El Padrino porque puede ir de guapo sin resultar estático y

Annie Hall

  Nunca sabremos si las neurosis de Allen hicieron salir a la luz las de los demás o si las crearon directamente. En los años setenta, en los tiempos en los que se rodó esta película y años posteriores, se puso de moda ir al psiquiatra y se convirtió en un pasatiempo de los grupos de amigos el darle vueltas y vueltas a los argumentos de las películas o los libros. La discusión, la charla, la conversación, estaba en su punto más alto. Era lo más cool. Pero no la insustancial, nada de hablar de trapitos o de amoríos, sino todo con mucho más altura. Si hablabas de amor lo hacías de la incompatiblidad de las parejas, de lo imposible que es durar y otras cuestiones que hacían devanarse los sesos a los jóvenes de antaño. Si salía el tema de la política comenzaba a cundir el pesimismo, o, al menos, el escepticismo. Así era también Woody Allen, cuyo tema de conversación favorito versaba sobre esto: Woody Allen. El narcisismo cinematográfico alcanzó aquí las cotas más altas y, como consecuencia

Arde Mississippi

  Anderson (Gene Hackman) y Ward (Willem Dafoe), dos agentes del FBI de Hoover, investigan, en el verano de 1964, la desaparición de tres jóvenes activistas del movimiento pro derechos civiles “Verano de la libertad”, en un pueblecito del Estado de Mississipi.  Anderson y Ward son el agua y el aceite. El uno, rudo y atípico; el otro legalista y metódico. Mismos objetivos, métodos distintos. La clásica pareja de policías obligados a trabajar juntos contra su voluntad que, en este caso, ofrecen un contraste apasionante y la oportunidad de oír algunos de los diálogos más inteligentes de este tipo de uniones.  A partir de aquí Alan Parker hace un mix de drama, denuncia y policíaco, a base de un ritmo endiablado y sostenido, unas interpretaciones de mérito y una atmósfera efervescente. A modo de poblado del legendario Oeste, el pueblo es una ciudad sin ley, en la que el polvo, el calor y el miedo se aúnan para mantener la tensión del espectador desde el minuto 1 al 125.  La película ofrece

El Padrino

 Hay una lentitud cansada en la película, un ritmo sostenido pero lleno de silencios forzosos. Es como si la respiración se detuviera en aquellos pasajes que más encogen el alma, como si no pudiéramos con la vida a veces. Imposible abarcar en argumento lo que es una trilogía inacabada, pues, incluso en el final quedan tantos cabos sueltos que podrían surgir secuelas e, incluso, volver atrás a indagar en el pasado oscuro.  El hilo de los hechos se sostiene sobre una emoción imperturbable, rostros que se muestran sorprendidos por la cámara como si esta hubiera entrado de repente y sin aviso en una habitación privada. Ese aire de culpa, ese aspecto furtivo de las cosas que muestra es uno de los logros y nos hace pensar en cuántas perspectivas tienen las acciones humanas, cuántos avatares pueden interpretarse de mil y una maneras. Lo obvio nunca es tal. La historia lo demuestra.  La música señala los pasos a seguir. Traza con firmeza, como un delineante en un estudio, que todo transcurre c

Centauros del desierto

 “Centauros del desierto”, de título original “The Searchers”, es considerada una de las más  grandes películas de la historia del cine. Dirigida por el maestro John Ford en 1956, su modesto éxito de taquilla inicial y sus primeras críticas no hicieron sospechar que, años después, sería reivindicada por directores como Martin Scorsese y Steven Spielberg que la consideran una influencia definitiva en “Taxi Driver” y “Encuentros en la tercera fase”, respectivamente. El paso del tiempo ha jugado a su favor, quizá porque su planteamiento visual y técnico se adelantó a su época, y la ha convertido en una película de culto, imprescindible a la hora de entender el western y el cine en general.  En el mejor papel de su carrera, John Wayne da vida a Ethan Edwards, un hombre solitario, desarraigado y con un sentido del deber tan extremo que, tras la muerte de su familia y el rapto de su sobrina a manos de los comanches, emprende la casi solitaria tarea de recuperarla y de vengarse. Como los héro

La chica danesa

  Cualquier película con Matthias Schoenaerts dentro me gusta más. Aunque, como en este caso, tenga un papel episódico pero nada banal desde luego. Un papel que cierra el triángulo perfecto, aunque al final el triángulo era un cuadrado.  Si alguien me hubiera dicho que una película sobre la transexualidad me llegaría directa al corazón no lo hubiera creído. No es un tema que tenga cerca ni que me inspire especialmente. Pero, fijándose bien, esta es una película sobre el amor. Sobre la capacidad de amar a pesar de todo. Tal y como eres, diría Mark Darcy. Tal y como eres dice Gerda.  Se trata de un film basado en hechos reales, que recogen la peripecia de un transexual que tras muchas dudas, decide operarse para cambiarse de sexo. Una postura pionera que hoy consideraríamos casi natural pero que en esos años fue un auténtico escándalo.  En Dinamarca, en los años veinte, un matrimonio de pintores tiene una suerte desigual. Mientras que el marido, Einar Wegener, que siempre pinta el mismo

El cuarto poder

 Si ya en 1952 pasaban cosas como este es que la herida del periodismo es antigua. Y el peligro de pérdida de las cabeceras cuando los fundadores fallecen, mucho más. De periodismo de la convicción al periodismo del negocio, este podría ser un buen resumen de lo que aquí se cuenta. Y la historia completa la conocemos muy bien los lectores de periódicos de hoy, porque la vivimos día a día.  Tres líneas argumentales se entrecruzan en la película, sin que ninguna de ellas chirríe, complementarias y coherentes: la lucha del periódico The Day por sobrevivir a una venta que lo haría desaparecer; la investigación por la muerte de una muchacha que ha aparecido desnuda con un abrigo de visón y la vida personal, desastrosa, del director del periódico, Ed Hutcheson, un hombre entregado a su trabajo y que, aunque está enamorado de Nora, no es capaz de hacerla feliz.  Los herederos de John Garrison, el visionario fundador del periódico, dos hijas y una esposa, están divididos a la hora de la venta.

Demasiado blando para ser shérif

  Lo que más me llama la atención de esta película es Sylvester Stallone en su papel del sheriff Freddy Heflin. Pero no un sheriff usual, de esos que entendemos como normales en los Estados Unidos. Además de sheriff, o quizá por eso, es un buen hombre, pacífico, sin ganas de gresca y muy enamorado de una mujer que se ha casado con otro y por la que perdió la audición de un oído. Esto le ha imposibilitado ser un verdadero policía, que era su gran deseo. Así que aquí está, en el pueblo de Garrison, creado exprofeso para que vivan lo más tranquilos posibles muchos policías que trabajan en la zona de Nueva York.  Tampoco Robert De Niro hace uno de sus papeles usuales de capo de la mafia, de matón o de jefe de lo que sea. Este Teniente Moe Tilden, de Asuntos Internos, implicado hasta el fondo en un asunto raro que quiere descifrar caiga quien caiga, ofrece una cara menos estereotipada del actor, que no ha debido engordar ni adelgazar ni simular otro acento. Su físico es el de él mismo.  Los

Armas de mujer

 Las armas de mujer no son, en el caso de Melanie Griffith, Tess en la película, ni sus peinados ni sus imposibles estilismos. Todos, tipo choni ochentera. Nada de glam ni de camp. Un horror. El pelo amarillo cardado, las hombreras descomunales, los calcetines sobre las medias de rejilla, los maquillajes teatrales…todo un recital de mal gusto propio de quien no sabe usar los cubiertos de pescado aunque tiene sobrada ambición para conseguir comer con las manos sin que a nadie le importe.  Ese papel que persigue a la actriz (salvo, quizá, en “Two Much”), de paleta ingenua con encanto y desparpajo, pero ajena al protocolo, aparece en todo su esplendor. Y se enfrenta nada menos que a una Sigourney Weaver, Catherine Parker, que, despojada de cualquier atisbo metalizado (o extraterrestre) luce con garbo modelitos de firma y lencería fina, incluso con la pata quebrada. Porque el quid de la película, su aquel, está en la guerra de ingenios entre mujeres y el motivo principal en la ambición. La

Condena a la esperanza

  En la ceremonia de los Oscars de 1994 esta película, de director desconocido, pasó desapercibida a pesar de sus siete nominaciones. Fue el año de Forrest Gump y, en menor medida, de Pulp Fiction, así que la película se quedó rezagada en el aplauso del público y la consideración de la crítica hasta que el boca a boca comenzó a surtir efecto. Esto es lo que suele ocurrir, cuando hay justicia divina, con las grandes obras. Siempre habrá quien se dé cuenta de su valor.   Aunque aparentemente es un drama carcelario en el que la amistad es el sentimiento que actúa de elemento de fusión en el argumento, hay otras miradas que la hacen más compleja, a pesar de su argumento bien estructurado y de su extraordinario desenlace. Está la adaptación al medio, como forma única de que los seres humanos sobrevivan. Los muros de la prisión nos protegen, viene a decir Morgan Freeman, después de llevar entre ellos 30 años. Está la lucha por sobrevivir con cierta dignidad, por conservar indemne algo propi

"Oficina de proyecciones luminosas" de Matteo Terzaghi

  Textos en prosa que ahondan en la relación entre lo que vemos e imaginamos, a partir de una fotografía. Objetos que no tienen que ver, en apariencia, unos con los otros; extraños cacharros de uso doméstico; artefactos diferentes; incluso fantasmas, personajes conocidos o curiosidades. Todo ello, en una sucesión ordenada pero con cierto caos interno que hay que dilucidad. Hay aquí filosofía, reflexiones, historias, comentarios visuales, poesía...Este libro obtuvo el Premio Suizo de Literatura. Es un libro destinado a un público minoritario pero que tiene su público. Cada vez más se acentúa la interpelación entre distintos lenguajes, entre lo icónico y lo verbal, la ficción y la no ficción, entre unas artes y otras. Aquí hay una miscelánea con sentido, que no es lo mismo que una superposición, sino todo lo contrario.  Matteo Terzaghi, nació en la zona italiana de Suiza en 1970 y estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Ginebra. Trabaja ahora mismo en una editorial. Ha realizado

Romero de Torres en la Copa Pavón

  (Julio Romero de Torres: Retrato de la Niña de los Peines, 1901-1902. Centro de Arte Reina Sofía) En 1925 los concursos tenían una gran aceptación entre los públicos del flamenco. Era una época esplendorosa para este arte, que se presentaba en muchas modalidades. La empresa del Teatro Pavón de Madrid convocó un concurso de cante jondo para decidir la que llamarían "Copa Pavón" y que tuvo lugar el 24 de agosto de ese año. Dado el relieve que se le pretendía dar al acto, se conformó un jurado con tres autoridades: Julio Romero de Torres (1874-1930), el afamado pintor cordobés; José María de Granada, escritor y autor de obras que se representaban en aquel tiempo, así como el Papa del cante, el jerezano Don Antonio Chacón. Para darnos idea de la importancia del certamen hay que señalar que la entrada al mismo costaba el doble que un espectáculo normal, es decir, cinco pesetas. Allí se presentaron un importante número de artistas: Manuel Escacena, Angelillo, Manuel Vallejo, Niñ

Era de oro su voz

  Como ocurre con todos los artistas malditos, Manuel Vallejo arrastra mucho olvido y algunas adhesiones inquebrantables. El malditismo es, en su caso, colectivo y no individual, y alcanza a todos aquellos que tuvieron la infeliz ocurrencia de llenar las plazas de toros y los teatros y de cantarlo todo. Esta amplitud de miras fue contestada a partir de mediados del siglo XX por los que preconizaban la oscuridad de lo básico y renegaban de las masas. Vallejo tuvo la desgracia de vivir y trabajar en un tiempo en el que el flamenco arrasaba y eso no se perdona fácilmente. Aunque hace ya algún tiempo que aquellos postulados reduccionistas se han caído estrepitosamente todavía falta la reivindicación y, sobre todo, el conocimiento, de toda esa troupe (el nombre encaja, sin duda) de artistas que permanecen a falta de alguna luz y, sobre todo, de alguna valoración más allá de lo que se escribió en tiempos más oscuros.  Este 2021 se cumplen 130 años de su nacimiento, aunque el aniversario va