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"Mujeres enamoradas" de D. H. Lawrence


Los veranos en La Carolina están llenos de un aire denso, pegajoso, algo turbio. El calor se instala en los cuerpos, en las mentes. No hay forma de sustraerse a su influjo y todo lo que haces parece convertirse en una huida. Las noches se abren cálidas pero llevaderas. Las tardes anuncian el ocaso más fresco. Las mañanas, el esplendor del agua que te recibe deseosa. Las horas intermedias te asfixias si has decidido recorrer sus calles. Los pueblos que la rodean arden en fiestas. En Guarromán, en Santa Elena, en Las Navas, la gente baila en las ferias y tú estrenas vestidos y sonríes con timidez cuando el chico que te gusta te toma de la mano para ayudarte a subir a la montaña rusa. Toda la vida es una montaña rusa en estos veranos de días largos y cubiertos de la lluvia dorada de la ilusión adolescente. 

Pero, a veces, una brisa jubilosa te estimula y llena tu cabeza de la esperanza de que las horas siguientes sean más amables. Es en esos momentos cuando te sientas en el patio a leer. Abres el libro y dejas que tu cabeza se instale en la lectura. Te adentras en el mundo que alguien trazó por ti. Esas palabras te llenan de un frescor inexistente. Como si tuvieras al lado una fuente que salpicara agua. Pequeñas gotitas que te refrescan y te adentran en un paisaje único, que tú solamente has descubierto. Un algo tuyo para siempre. 

Lees el libro y los descubres. Allí está Rupert Birkin, inmutable, distante, inteligente. Es inspector de educación y vive solo en un molino que heredó de su padre. No quiere enamorarse, no quiere saber nada de los lazos del amor. Quiere ser de él mismo y no de nadie más. Odia la posesión y los celos. Muy cerca de él, demasiado quizá, descubres tarde, Gerald Crich. Hermoso, como un dios clásico. Rico donde los haya. Poseedor de un imperio de la oscuridad, minas que explotan a los trabajadores y que los obliga a estar cubiertos de un polvo oscuro que todo lo resiste, mientras él vive en una casa blanca, en lo alto de la colina. 

En los aledaños de la vida andan las dos hermanas Úrsula y Gudrun. Úrsula es pelirroja y tiene los ojos verdes. Es maestra y enseña en la escuela del pueblo. Sus manos son suaves y con ellas explica a los alumnos el misterio del renacer de las flores. Pero sus ojos buscan los de Birkin y lo desea con tanta fuerza que el silencio la cubre porque, de hablar, estallaría el amor en sus palabras. Gudrun, al fin, es una artista que no merece enterrarse en un pueblo de las Midlands donde todo es oscuridad y pobreza. Ella tiene su alma puesta en Gerald Crich y él parece no darse cuenta o no lo suficiente. 

Estás leyendo y sientes que, si fueras una de esas hermanas, te hubieras enamorado de Birkin. A pesar de su actitud, a pesar de que no cree en el amor, de que el amor es un accidente que él detesta. Birkin usa muchas veces la palabra detestar. Detesta muchas cosas. La inocencia de Crich te parece natural en un hombre sin problemas económicos, en un tipo mimado desde la cuna que tiene alrededor a toda la gente que lo adora sin preguntarle nada. Pero es la duda la que te interesa, no la certeza, no la explicación sencilla, sino la duda, la atroz duda de qué pasará con el corazón de ellos y ellas. 

En las tardes de verano de La Carolina las páginas del libro se deslizan. Después de eso vendrán otras lecturas. El libro acabará manoseado, sus hojas sueltas y rotas, sus pastas gastadas. Entenderás las cosas que el autor escribe, te harás preguntas que no tendrán respuestas, abrirás tu corazón al sol de la tarde, sentirás que el amor existe porque lo has vivido. Y, pase lo que pase, el recuerdo de esas horas de clandestino sentimiento oculto, te llenará en los tiempos que han de venir con esa soledad que no podrías evitar aunque quisieras. 


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