En la calle de mi infancia hubo una vez una casa hermosísima. Perteneció tiempo atrás a un marino que vivía solo. Era una casa especial, distinta a todas las demás, con un aire de misterio y soledad que te encogían el corazón al pasar por delante. A los niños les gustaba pararse y contemplar, con los ojos semicerrados, el efecto del sol en su fachada. Estaba pintada de blanco, con remates de color azul prusia y un zócalo alto de piedra ostionera. Sus grandes balcones se cubrían con rejas de hierro forjado y, en el centro de la puerta de entrada, oscura y amplia, había un precioso llamador de latón en forma de mano. La casa se cubría con unas amplias azoteas, como suele ser tradición constructiva en este sur. Las azoteas se comunicaban entre sí a través de unos muretes de baja altura. Debía ser una delicia recorrerlas, recibir el aire del sol en los días entrantes de la primavera, y sentarse allí, al abrigo, cuando soplaba el levante. La casa era muy grande. Tenía muchas y amplias h
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