Todas las noches eran un sueño
Lo conocí en un cine de verano. Teníamos quince años. Era un cine de barrio, en una ciudad grande en la que había de todo, y sobre todo, gente con uniforme. Una ciudad de aluvión, una ciudad cuyas tradiciones estaban todas pegadas al mar y a la sal. La sal, en montículos uniformes, rodeaba su perímetro. Estaba cercada por el agua, como antes, en la historia lejana, lo estuvo por el invasor que vestía de azul y rojo y llevaba vistosos penachos blancos. El agua le daba su sentido y se transformaba según la estación del año y en ella nos mirábamos todos. El perfil de los barcos, las grúas de los astilleros, eran parte de su fisonomía y, desde lejos, viniendo desde el istmo, ya avistábamos su tamaño y nos reconfortaba pensar que eran nuestros. Una seña de identidad que el tiempo, traicionero, desmoronaría sin darnos tiempo a entenderlo. El barrio era otra cosa. Se acostaba en la parte más antigua y lo salpicaban los sones de cantes ancestrales. Tenía hermosas casas bajas con grande