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Mostrando las entradas etiquetadas como Pintura

Verde Tamara

  Siempre que veo un cuadro de Tamara de Lempicka me viene a la cabeza una historia. Como las mujeres de Modigliani, las suyas tienen esa leve inclinación de cabeza que las hace parecer vulnerables, aunque sean más robustas y consistentes. Pero la cabeza inclinada es una delación de su interior. Están expuestas. Y luego surgen los colores como una forma brutal de compensación. Colores estallantes, que vibran con el movimiento del sol y que hacen que el cuadro cambie según lo mires, según caiga la luz. Néstor Almendros hablaba del juego de la luz sobre las escenas y cómo estas se convierten en otra cosa dependiendo de cómo las ilumines. Podía verse con toda exactitud en "Kramer contra Kramer" donde la vulnerable madre siempre se recostaba sobre fondos opacos y el padre tenía detrás todos los artilugios de cocina porque debía representar la fortaleza. Luego se invierten los papeles pero la luz sigue ahí, vigilante, siempre presente.  En el Retrato de Arlette, Tamara deposita to

No queda más remedio que hablar de amor

  (Jackson Pollock) (Hans Hoffman) (Willem De Kooning) (Jasper Johns) En oleadas, desde la adolescencia, todas las conversaciones han tenido en el fondo el amor. Y todas sus variantes: el desamor, el desprecio, la atracción, la pasión, el beso, el abrazo, el encuentro, la búsqueda, la conquista, la seducción, la pérdida. Las chicas del océano atlántico charlaban en las casapuertas o en las azoteas. Susurros convertidos en olas. Olas vibrantes de salitre amoroso. Mareas que iban y venían según las edades, el tiempo, las estaciones, la presencia o la ausencia de los muchachos amados.  La juventud es el tiempo en el que las preguntas comienzan a tener respuestas y a tener otras preguntas adosadas. Cada pregunta tiene consecuencias. Secuelas. Has escogido al hombre inadecuado. Has llamado a una puerta cerrada. Te has equivocado al creerte enamorada. Esto no es el amor, es otra cosa. El amor limpia las lágrimas y las encera, las convierte en inamovibles ejemplos de una llama que corre por t

Cartas como rosas

Escribir cartas es un acto de generosidad hacia la otra persona. En las cartas se vuelca la vida, pequeña o grande, conocida o difusa. Los escritores de cartas son gente dispuesta a ser escudriñados, valorados, por los demás. Hay ejemplos maravillosos de correspondencia entre personas valiosas, artistas, escritores, gente de categoría en algún aspecto. Pero también la vida real es la muestra de que las cartas son imperecederas y su perfume, como el de las rosas, sigue revoloteando por el aire, sin mácula, dejando huella.  Las flores de Georgia O'Keeffe son la mejor ilustración para contar cuántas cartas me escribía mi madre cuando me fui de casa, por ejemplo. En las cartas, que conservo, detallaba con suma precisión todos los acontecimientos de la semana o de los días. Incluso si algún hermano había hecho alguna travesura, lo que comían o bebían, si salían y adónde, lo que veían en la tele e, incluso, sus pensamientos, ideas, imaginaciones. Todas las cartas eran una evidencia clarí

La lluvia es un cuadro de Pissarro

  Las primeras lluvias del otoño siempre me recuerdan a París. Imagino a Pissarro atisbando tras los cristales de su ventana (vivirá en una buhardilla bohemia) y mojando el pincel para producir el delicioso efecto del agua sobre el pavimento. Las figuras humanas parecen pequeños muñecos que se movieran en un tablero y los carruajes han perdido su forma. El agua diluye las formas y solo queda el aroma, la sensación de humedad, lo mojado, los árboles sin ojos y los tejados de pizarra al fondo. Algo nos dice que la pintura se hace en el tiempo indeciso de noviembre, cuando el sol y la lluvia entablan una lucha feroz cada año. Como en la historia esa del viento y el sol, del hombre del sombrero y de la capa. El sol y la lluvia llegan al armisticio cuando sale el arcoiris, esa extraña pretensión de la naturaleza que siempre tenía un sitio en el libro de geografía. En el cuadro de Pissarro hay un par de locales abiertos, cuyos toldos no han sido retirados y te dan ganas de refugiarte en ello

Hacia la gran sonrisa del azul

¡Dichosas, ah, dichosas ramas de hojas perennes que no despedirán jamás la primavera! (John Keats)                           Me gustan esos trenes que cruzan las llanuras, los plácidos paisajes verdosos y amarillos y los campos segados.  Trenes que no recorren el camino como una exhalación sino que se lo piensan, que se toman su tiempo para llegar al destino fijado. Así una puede hacerse una idea, lo más clara posible, de lo que deja atrás y lo que se aparece. Había una colmena en cada uno de los campos. Se cerraba herméticamente y, si te acercabas a su alrededor llevando en la mano una rebanada de pan con miel, entonces las abejas, algunas abejas, revoloteaban un buen rato en torno a ti. Terminabas cambiando ese espacio por otro más tranquilo. Algún poyete de piedra en el que sentarte a pensar. Los pensamientos tenían un cariz muy variado. Casi siempre sufrías por amor o reías por amor. El amor era el leit-motiv, seguro que esto era algo que lograban advertir las abejas,

Puentes de ojos perennes

  Para ver que todo se ha ido, para ver los huecos y los vestidos, ¡dame tu guante de luna, tu otro guante perdido en la hierba, amor mío! (Federico García Lorca, Poeta en Nueva York)   La luna es una invitada especial en los otoños de Sevilla. Luego está el sol de las mañanas y los mediodías. Están los atardeceres indecisos. Está la noche tibia. Están los puentes, todos desplegados sobre los dos lados de la ciudad. En uno de esos lados, la vida tiene sabor a pueblo, parece que todavía van a verse, cruzando la calle San Jacinto, labriegos que recorren el camino hacia el Aljarafe y que llevan alforjas o vasijas con agua y con vino, como si estuvieran a punto de celebrar una ceremonia ritual. En el otro lado, los grandes edificios que dan lustre a la imagen de la ciudad, se yerguen fantasmagóricos, abriendo y cerrando los ojos de los  transeúntes , ojos perennes a la contemplación de un milagro que se repite año tras año.    Cruzar los puentes convierte en odisea lo que senci

Anocheceres

A veces el otoño es un cuadro de Hopper... (Room in Brooklyn) (Nighthawks) (Western Hotel) (Habitación de hotel) (Gas Station) Cuando los días se acortan y las noches se alargan vivimos una completa incertidumbre. El amanecer es tanto una amenaza como una promesa y la llegada de la noche se anticipa mostrando un largo atardecer, un crepúsculo que no se apaga. Por eso dudamos. No sabemos con certeza si entramos o salimos, si volvemos o estamos a punto de ir. Es el tiempo de las medias tintas, de las medias verdades. Resulta mucho más sencillo mentir en otoño. El verano impide la mentira porque descubre los cuerpos y cualquier señal ofrece las claves de lo que sentimos. En el invierno, la mentira estorba, nadie está dispuesto a indagar sin apenas luces y sin apenas respiro. Y ella, la primavera, tan sobrevalorada, extiende sobre nosotros la imposible esperanza de que algo se mueve incluso sin quererlo. Pero el misterio del otoño es tan acogedor

Microrrelato de la casa recobrada

(William McGregor Paxton, 1914) Vuelves desconcertada y hallas casi en su sitio (alguien ha pasado el paño del polvo y ha movido las cosas) eso que, sin dudarlo, forma parte de ti como si fuera gente: tus libros del momento, tu música, tu sitio de escribir. Encuentras el abrazo, su abrazo, el que ahora tienes y que te hace temblar porque no reconoces otro calor que el suyo. Te guardas unas lágrimas en un rincón oculto y hablas de política para disimular. Tocas levemente tus libros y los colocas exactamente así, como te gusta, de manera que arropen el sitio en el que, cada día, escribes, como si este fuera un oficio y tú una trabajadora de las letras.  Luego, mientras el día se abre cada vez diferente, más o menos calor es la ecuación de ahora, despliegas la música que te emociona, abril se ha equivocado, la lluvia, el hielo abrasador, lo que te llega sin poder evitarlo. Donde tengo el amor toco la herida. Te preguntas alguna cosa sin querer detenerte mientras sacas de la m

Virginia, Clarissa y un árbol

En uno de los primeros pasajes de "Rebecca" (novela y película), la muchacha sin nombre llamada a ser la segunda señora De Winter, cuenta a Max algunas cosas sobre su padre. Era pintor, sin demasiada suerte ni éxito, pero de ideas fijas y bien asentadas. Siempre dibujaba árboles, mejor dicho, siempre dibujaba un mismo árbol. De día y de noche, en el crepúsculo, al amanecer, a la hora de la siesta, en el aperitivo, todo el tiempo ese árbol aparecía en sus pinceles. La muchacha tenía una clara explicación de esta contumacia pues su propio padre se lo había dejado muy claro: si encuentras algo en el mundo que sea perfecto, no merece la pena cambiarlo ni buscarse otra cosa. Más o menos.  No conocemos al árbol del padre de la chica, ni siquiera sabemos cómo era ese árbol ni qué ramas tenía, si era caduco o perenne, si tenía flores, frutas o era un simple tronco retorcido, pero la pertinacia del artista tiene mucho que ver con el embeleso que la naturaleza produce. El pin

Una terraza frente al mar

(Pintura: Fabrice de Villeneuve) Teníamos una terraza frente al mar. Un espacio rectangular y luminoso en el que la cortina se balanceaba y movía sus blancos hilos cada vez que el viento la convertía en una sala de baile. La cortina era una franja de pasmosa claridad, que cosí en una de esas tardes de tranquilas horas doradas, y que formaba parte del paisaje, igual que los geranios, las macetas, los toldos y los cristales brillantes y asomados al océano. El tiempo de cada día tenía siempre el movimiento de las olas. El amanecer, con esa pasmosa naturalidad del agua mansa; el mediodía, con las nubes de calor sobre nosotros; la siesta, que guardaba un silencio impenetrable; el crepúsculo, extraño y huidizo; la noche, el momento de los sueños más íntimos, de las charlas más cubiertas de musgo.  Teníamos una terraza frente al mar. Nos pertenecía su estructura, su suelo brillante y sus laterales plagados de pequeños detalles que venían y formaban parte de un ambiente único. Ér

Viajes

Cuando el tiempo pase y, por alguna razón ahora desconocida, no puedas hacer viajes, entonces entrarás en esa fase de la nostalgia presentida y todo lo que viste, oliste, comiste o tocaste se convertirá en un recuerdo deseado. Lo único que quizá perdure con fuerza de todo aquello será lo que percibiste a través del oído, las músicas de entonces podrás recobrarlas en algún artilugio viejo y eso te devolverá el tiempo y te devolverá la gente y sus caminos.  Había en Zamora un pequeño local que tenía un aire demasiado antiguo. No ofrecía comodidades ni siquiera una buena comida, salvo algunas cosas tradicionales del campo que entonces eran para ti anacronismos. Solo lo frecuentabas por la música. Un piano escondido al fondo de la sala se dejaba tocar por las manos de uno de los camareros. El camarero era húngaro y tenía la cara que alguien como tú asociaría a un húngaro en una película europea de las que nunca veías. Tocaba el piano sin mirar las teclas, con la vista perdida, y

Vestidas de nube

(Constance Mayer. 1801. Mujer mirando un porfolio) Por la mañana, una sencilla bata. Por la tarde, una nube de muselina. La muselina era blanca o de tonos muy claros. Los tintes en esa época eran carísimos y poca ropa venía tintada. Las capas de tela caían sobre el cuerpo de forma natural y formaban pliegues. Esa era la gracia del vestido. Para facilitar el movimiento se cosían en forma de tablones en los laterales y se recogían en la espalda. Esto se ve con toda claridad en el cuadro de Mayer. El recogido de la espalda lleva aquí un lazo. El talle alto, o de estilo imperio, desdibujaba la cintura, lo que disimulaba los kilos de más. Y el escote era amplísimo, porque los corsés eran simplemente unas bandas alrededor del pecho para levantarlo. A Jane Austen no le gustaban estos corsés ni estos escotes y se alegró cuando fueron desapareciendo. Las mangas eran cortas. La manga larga llegaría muchísimo después y fue otra innovación. Eran cortas y con un poco de vuelo, pero no abull

Chico encuentra chica

(Modigliani) Una vez ella se sintió bastante perdida y encontró en la red de redes (esas con las que puede pescarse el universo) una voz cuyo eco sonaba consolador, agradable. Sin faltas de ortografía, ni interjecciones, ni onomatopeyas, ni emoticonos, ni dinosaurios saltando la comba. Una voz, simplemente.  La voz era de alguien que había sufrido por amor y a quien el amor había dejado exhausto, quizá inerme o desengañado o falto de fuerza para seguir buscando, quién lo sabe. El caso es que dos soledades son fáciles de atar con un lazo invisible en las noches de los veranos yermos y sin luz.  Así se escribieron palabras que cruzaron las ondas del espacio y cayeron en otros ojos, otras manos, desde un lugar a otro del mapa, en el intrincado lugar en el que se guardan los dolores más hondos. Hace poco ella descubrió que se había obrado un milagro y que el dueño de esa voz ya no tenía el eco de soledad perenne con que antaño se adornaba sin quererlo y que el dueño de es

Desde la ventana

(La fenêtre a Tanger, 1912) El señor Darcy observa a través de un ventanal de Netherfield cómo Elizabeth Bennet juega en el jardín con uno de los mastines de la casa. Netherfield es la casa que ha alquilado cerca de Longbourn el señor Bingley, uno de los mejores amigos del señor Darcy. Ambos se tratan con familiaridad e incluso con el tono irónico que es común en las buenas amistades. Elizabeth ha llegado a la casa para cuidar a su hermana Jane, que ha caído enferma con un fuerte resfriado. Y aunque los encuentros con Darcy han tenido siempre una tirantez molesta, este ha reparado en ella y está a punto de sucumbir a sus encantos. Esta visión de la ventana es definitiva para ello.  (Interior con funda de violín. 1918-19. MOMA) Elinor Dashwood mira, primero distraída y luego atenta, sentada frente a una ventana en la casa familiar de Norland, el juego de Edward Ferrars con su hermana pequeña, Margaret, bastante hosca con los desconocidos, pero insólitamente abierta a

"Edgar y Emma" de Jane Austen

John Constable (1776-1837) fue un pintor contemporáneo de Jane Austen. Si te fijas en sus retratos puedes hacerte una idea cierta de cómo vestían en esa época. Esos retratos los hacía un poco para tener recursos económicos y dedicarse a su gran pasión: los paisajes, a los que dotó de técnicas modernísimas y de un aire romántico a la vez. La naturaleza en su estado más salvaje, los campos y los campesinos en ceremonias rituales, todo eso le interesaba sobremanera. Por eso he elegido sus obras para ilustrar esta entrada dedicada a un pequeño cuento escrito por Jane Austen cuando era una jovencita. "Edgar y Emma" forma parte del libro "Amor y amistad", del que ya he hablado en este blog y que editó Alba Editorial, colección Minus, con motivo del bicentenario de la muerte de Jane Austen que se conmemoró en 2017. En el libro hay incluidos los tres volúmenes (nombre usado por ella misma) en los que se recogen sus escritos de juventud. Cartas, cuentos, novelas in

Cena en casa de los Weston

(Sir Thomas Lawrence. Retrato de Lady Elizabeth Conyngham) Al señor Woodhouse le incomoda enormemente tener que moverse de casa. Está mucho más a gusto en ella, paseando por los jardines con su bufanda doble, sentado junto a la chimenea, o dormitando en su butaca, mientras oye el runrún de la charla de sus invitados. Para él, el mundo exterior encierra enormes peligros. Enfermedades, incomodidades y toda suerte de desventuras. Su casa es su castillo. Además de eso, considera una bendición tener a su alrededor a sus hijas y nietos. Si por él fuera querría que nunca se movieran de allí. Pero sabemos que esto no es posible y que Isabella vive en Londres con su marido, el abogado señor John Knightley y sus cinco hijos, la pequeña de los cuales, Emma, solo tiene unos meses.  Resulta difícil, de todos modos, resistirse a las súplicas de Emma, la joven protagonista del libro, y no acudir a casa de los señores Weston a la cena de Navidad. Así que todos se preparan para el aconte

De la urgente soledad

The Long Leg, 1930. Galería de la Biblioteca Huntington, California La sencilla verticalidad del edificio se rompe con las velas que, casi a la deriva, se arquean incomprensiblemente. El cielo despejado no puede competir con los azules del océano y la tierra se remueve como si un viento desconocido tuviera que impulsarla sin remedio. Esta es la naturaleza de Hopper y esta la forma en la que concibe la inmensidad del mar, sin habitantes, sin ruidos, sin prisas. Nadie sabe qué ojos humanos contemplan el paisaje. Nadie conoce qué ocurre en esa construcción blanca con tejado a dos aguas, o quién está dirigiendo el barco hacia ninguna parte. La ausencia de la figura humana llama la atención tantas veces en la obra de Hopper que termina siendo un aviso y una presencia imposible de olvidar.  Light at Two Lights, 1927. Museo Whitney de Arte Estadounidense, New York Los faros son esos edificios solitarios que ves a lo  lejos  pero que nunca cruzas, que no conoces por dentro.