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Once upon a time... the cinema

  La cinefilia es una pasión que se hereda. Nosotros la heredamos de nuestra madre. La cinefilia de ella venía de su infancia y su juventud. Como era una niña tímida, una hija intermedia perdida entre otras que la superaban en desparpajo, como no era ni la mayor ni la pequeña ni la mediana, sino que estaba ahí sin más, encontró en el cine una forma de distracción y casi de expresión. Iba al cine casi a diario, conocía al portero de la sala y se colaba sin más. Se sabía de memoria todos los directores, los actores y actrices, los argumentos de las películas y las frases que más le habían impresionado. Le gustaba fijarse en los carteles, coleccionaba revistas donde se hablaba de los astros y, cuando se casó y se fue a vivir a una casa justo detrás de un cine de verano, entonces fue la gloria. Ir al cine era facilísimo y ver la película desde la azotea también. Así que la asignatura se convirtió en ineludible para toda la familia. Creo que le gustaba todo tipo de cine aunque siempre decía

Se viene tristeza

(Fotografía de Nerea Moreno) (Fotografía de Asier Gómez)  (Vídeo: Dreams. The Cranberries) No deberías escuchar la banda sonora de Tienes un email si tu marido ha muerto y es navidad. Nada como la música para avivar la nostalgia, la pena y la melancolía. Para atizar las brasas en la chimenea del recuerdo. Te vendrán a la cabeza esos momentos que nada puede borrar por mucho que los días transcurran. Pero los escuchas a ellos y es como si el tiempo no pasara. The Cranberries te traen pedazos de vida cotidiana, cuando la casa se ponía en marcha y escuchabas el sonido de la ducha: él estaba allí, dispuesto para lanzarse al mundo, joven, fuerte, afeitado y elegante. Y te ves a ti misma buscando en el armario la ropa del día, ropa bonita, no en vano el amor siempre ha de encontrarte proclive a la belleza y tú lo eras todo para él y él lo era todo para ti. El tintineo del café y el gesto de recoger el maletín y las llaves del coche (un coche precioso, moderno y veloz), y los pasos al unísono

Grises tirando a rosa

  (Paul Cornoyer. Washington Square)  El día amanece gris pero sin convicción. Estamos esperando la lluvia y consultamos con ansia de comprobación el tiempo en el teléfono. Esa maravilla de internet, quién la hubiera tenido de muy joven. Las cosas que podríamos haber hecho, los chicos con los que hubiéramos ligado, los amores que se hubieran cruzado con la vida...Cuando el día avanza, observo que ese gris es engañoso, que no respeta las expectativas y que no tiene intención de convertirse en lluvia. Si no llueve, ese gris se habrá desperdiciado porque un día sin sol solo tiene razón de ser si llueve, si el agua mansa cae sobre la plaza y la convierte en tibio y palpitante espacio donde los niños con botas de agua dan saltos como hicimos nosotros en la calle de la infancia, charcos que dejaban huella en todo, madres que reñían, padres que sonreían, al fin y al cabo no era una trastada demasiado importante.  La música está diciendo su reiterada frase, que escucho cada vez que suena y más

Esa verdad

  Durante casi dos años estuvo viviendo en un vaivén que no sabía descifrar. Toda su vida giraba en torno al misterio. Y el misterio se organizaba en una sola frase: “¿Qué soy para él?” Esa frase era un tormento. Aparecía y desaparecía sin poderlo evitar. Una y otra vez. Como las olas que vuelven a la orilla, la arrasan y desaparecen. En ocasiones, la apariencia la llevaba al conformismo, incluso a una gota de felicidad bastante incierta. Pero la mayoría de los momentos eran turbios. Como si en una botella de cristal el agua se mezclara con una gota, solo una gota, de cemento, y convirtiera esa masa en algo viscoso y gris, sin limpieza, oscuro.   La única verdad interior estaba en su sentimiento. Ella lo amaba. Era un amor sin condiciones. Sabía que él no merecía ser amado. Sabía que era egoísta, de proceder engañoso y que su egocentrismo superaba cualquier cálculo. Pero daba en pensar que la culpa no era suya, que todo se debía a una crianza imperfecta, a una niñez triste con una mad

La historia de Paquita de Urquía

  (Flappers. años 20. Autor anónimo) De vez en cuando indago en Internet sobre Baeza y sus cosas. Es una costumbre que me queda de los buenos ratos que he pasado allí, de la ley que le tengo a la ciudad y a su paisaje. En algún lugar privilegiado de la memoria está ese curso de poesía en el que conocí a tanta buena gente y del que aprendí muchas cosas, no todas académicas, claro está. En el calor asfixiante de aquellos días de agosto está el incendio que nos perseguía al subir a Beas de Segura. Las monjas de clausura cantaban las letrillas que compuso San Juan de la Cruz. Los almuerzos y las cenas nos reunían en el mismo angosto local a estudiantes y profesores, en torno siempre a la poesía, que era el tema del curso. En un cuchitril al lado del instituto donde enseñó Machado y donde se desarrollaba el curso, los cafés del descanso se convertían en un gozoso momento de intercambio: Luis García Montero estaba allí hablándonos de Alberti y por ahí está esa foto en el que mi amiga Patri y

Solo necesitas un buen sombrero /1/

  (Pintura de Frank Weston-Benson) Frank D. Porter IV estaba cenando en una brasserie de moda en el centro de Ciudad de México, con cuatro guardaespaldas en la puerta y un habano en la boca, cuando irrumpió en el local un grupo ruidoso y variopinto. Sus miembros se acomodaron en una esquina de la barra mientras el sorprendido maître intentaba pensar con toda rapidez qué hacer con ellos y continuaron con sus gritos y risas sin caer en la cuenta de que molestaban a la mayoría de los clientes. No así a Frank D. Porter IV, aburridísimo a esa hora de la noche en compañía de dos de los tipos más cansinos que conocía, el Largo Peter y Wallace Cormack Jr., ambos socios en una de esas compañías aéreas low cost que estaban sobreviviendo a costa de dar guantazos a las otras.  Los ojos verde-azules de Porter miraron, a través del espeso humo del cigarro, el movimiento voluptuoso de una de las chicas, vestida enteramente de negro y con largo cabello rojizo que movía con la mano a un lado y a otro e

"El hijo" de Gina Berriault

  Vivian Carpentier es la protagonista de este libro. Aunque escrito en tercera persona lo que vamos a ver es su punto de vista, lo que vamos a oír son sus palabras. Sus padres, sus maridos, sus amantes, su hijo, todos están escondidos detrás de Vivian y, en realidad, no vamos a conocer exactamente qué piensan de ella y de su vida. La narración de Vivian comienza con su graduación y termina con la evidencia de la soledad. Recorre un largo camino para llegar de uno a otro lado y en ese camino están las figuras centrales y también las secundarias. Sobre todo está ella, una mujer plenamente insatisfecha, una mujer que nunca está contenta ni con ella misma ni con los demás, con si tuviera una deuda por saldar. Su temprano matrimonio no augura nada bueno y el nacimiento de su hijo abre tantas posibilidades de felicidad como de desdicha. Pocas veces se plasma en la literatura la ambivalencia de sentimientos que tiene la maternidad, sobre todo en una madre muy joven para la que el resto de su

El libro de la almohada de la dama Sei Shônagon

   Sei Shônagon fue dama de compañía de la emperatriz del Japón Sadako , allá por el año 1000. No se sabe cuál fue su nombre real, porque Sei Shônagon significa "Consejera menor Sei" . Pertenecía a la noble familia Kiyowara y su padre fue poeta y gobernador de una provincia. En un ambiente cultural refinado ella desarrolló su inteligencia y llegó a ser una mujer muy culta, admirada por ello. En estos años en Japón se vive la era Heian , que ocupa desde 794 hasta 1192. La sede imperial era la preciosa ciudad de Kioto , entonces llamada Heiankyo , que mantuvo esta condición hasta 1867.   El libro de la almohada o Makura no Sôshi,  no   es solamente  un texto que relata con detalle minucioso y esa elegancia propia de los orientales, todo lo que acontece en la vida de la corte, incluyendo aspectos relativos a la naturaleza, las comidas, las costumbres... Es más que eso, primero por la espontaneidad y verdad con la que está escrito, ya que su autora no pretendía hacer

"Mujeres en la cama" de Gina Berriault

  Como otras veces, he llegado a Gina Berriault por casualidad. Y el primer libro que he leído de ella es este "Mujeres en la cama", que es un volumen de cuentos. Ella escribió también novelas pero es, sobre todo, una cuentista excepcional. En estos días la editorial Muñeca Infinita saca a la luz una de esas novelas "El hijo", que espero leer en breve. Porque cuando conoces a un escritor que te atrae, comienza ese proceso de indagación que te lleva a intentar leer todo lo suyo. "Mujeres en la cama" está editado por Jus, una editorial de Ciudad de México y tiene la traducción de Olivia de Miguel Crespo. Es de 2018. Los cuentos que se recogen en el volumen son cortos, inquietantes, llenos de personajes curiosos y con tramas extrañas. Pueden parecer incluso exóticos, en el sentido de fuera de la realidad, pero no es así. Son tremendamente reales y ofrecen espejos en el que mirarse de una manera continua. Es la forma de escribir de Gina Berriault lo que nos in

El sitio en que te encontré

  El sitio en que te encontré ganas me dan de volverme sentarme un ratito en él.  Y mejor si es un bar de luces violeta, con incómodas sillas de plástico, bancos de madera adosados a las paredes y letreros impactantes. Un bar de confianza, en el que la gente desayuna, almuerzo, merienda y cena. En el desayuno había tostadas con aceite de oliva y unos tarritos de cristal conteniendo tomate triturado, además del café, fuerte, fuerte, y la leche, caliente, caliente. En el almuerzo unos platos combinados que llevaban un poco de todo: el filete, el huevo frito, las patatas de bolsa, las hojas de lechuga y un postre de plástico en bote de plástico. Las tortitas eran cosa de meriendas, con su nata y su caramelo líquido. Y la cena, el momento más glorioso, tenía salchichas alemanas y chucrut. Pero, en realidad, lo más que tenía aquel sitio era conversación. Alguien se había percatado de que la música bajita invitaba a hablar y todo el mundo hablaba sin molestar en todas y cada una de las mesas

Un pájaro con las alas rotas

Miraba sin ver. La calle estaba desierta a esa hora de la tarde. Hacía calor. Le sudaban las manos. Pensó en que debería volver a casa. Llevaba mucho tiempo deambulando, dando vueltas en torno al mismo sitio, una extensión de parque abierto, en el que las flores nunca aparecerían. El suelo estaba surcado de miles de pisadas. Todo parecía acabado, muerto, en una especie de contemplación del duelo, en una alarma sonora de cristales. No existía ningún atisbo de esperanza en aquel paisaje y ella lo contemplaba como si lo hubiera visto antes, como si esa no fuera la primera vez. Toda la gente se había alejado de allí. Acabada la fiesta, no existía razón alguna para permanecer expectante en ese sitio, como si esperara un milagro, como si un acontecimiento estuviera aún por venir. Ella miraba a todos lados pero no veía nada. Su vista se fijaba en un espacio interior que no tenía motivos, ni explicaciones, ni susurros, ni música. Era una voz que le hablaba de que debía seguir andando,

Una historia de sal

(Sal: campos, trazados y extractos. David Burdeny) Mi Rosebud, mi paraíso inalcanzable, existe. Es una salina, un espacio húmedo y cuajado de caminos de tierra y de agua salada, junto a la que se halla un fuerte casi destruido, recuerdo de la época de Napoleón que, en los lugares de mi infancia, dejó una huella muy profunda. Es el uno de enero de cualquier año y hace frío, aunque el sol está brillando en las primeras horas de la tarde. Allí estamos todos los hermanos con mi padre, porque ese es el único día del año en el que mi padre no trabajaba; el resto, todos los días, festivos, lluviosos, azotados por el calor, por la mañana, la tarde y la noche, mi padre trabajaba para que todos nosotros, sus nueve hijos, tuviéramos casa, comida, ropa, colegios y libros. En la salina el aire es muy denso y huele a verdín, a mar azulado y trepidante, a merienda recién preparada. Mi padre es delgado y de mediana estatura, con un fino bigote muy cuidado, lleva una camisa blanca de manga larga (él nu

Tuvimos un jardín

  Quisimos tener un jardín que nos recordara al mar de olivos que dejaste atrás. Un océano pleno y ruboroso, con sonidos distintos y con veredas inciertas.   La naturaleza te juega estas malas pasadas. Consigue que se convierta en tu segunda piel, en el refugio secreto, en el lugar al que vuelves sin remedio. Por eso quisimos tener un jardín que a ti te trajera el sonido de los olivos y a mí el aire del mar. Una doble intención, un truco de prestidigitador, una lucha.  De modo que colocamos la tierra en las macetas, construimos los arriates, plantamos las semillas, levantamos las cañas, amarramos con cuerda las ramas más díscolas, pusimos el abono, elegimos las especies, regamos el resultado y esperamos. Y, en torno a ello, la cerámica de colores, los azulejos pintados a mano como si un alfarero de Triana se hubiera pasado por allí a echar un ratito. Todo el azul de mi océano, todo el verde de tu campo de olivos. Azul-verde-mar sin mácula.  Durante algún tiempo aquello tuvo vida.

La última coca-cola del desierto

  El balance de la mañana es una tertulia improvisada entre colegas, todas madres, todas profesoras, todas con experiencia de la vida y de la enseñanza. Hace calor pero aquí, en esta esquina de la plaza, una ligera brisa azota los soportales y parece que en lugar de estar a la intemperie hay una especie de resguardo que nos alivia. Somos muy distintas y cada una de nosotras tiene su afán y tiene su porqué. Nuestras palabras tienen el aval de lo que hemos vivido y de lo que conocemos muy bien, pero también cierta ingenuidad porque nos enseñaron a esperar lo imposible, a luchar por conseguirlo. Nuestros hijos parecen haber aprendido esa misma letanía porque todos ellos suman un buen número de chavales de esos que la sociedad debería mimar y debería convertir en el mayor y mejor resultado de cualquier civilización. Son trabajadores, respetuosos, estudiosos, sencillos, y están muy formados. Todos tuvieron en casa un ejemplo muy parecido. Padres que leen libros, que visitan museos, que ven

Dos niñas

  La calle hace al final un gracioso recoveco y allí está la plaza. Una plaza rectangular, pequeña y muy garbosa. En uno de sus lados, la iglesia, con una portada sencilla y una hornacina con la imagen de la Divina Pastora. Las ovejas rodean a la Virgen y se escapan de su lado, quieren marcharse cuanto antes de allí y volver al campo. Enfrente de la iglesia hay una casa de comidas donde los marineros que desembarcan por algún tiempo tienen un refugio seguro, algo que les recordará a sus madres: comida casera, bien servida y barata. Y en el centro de todo una especie de parque de albero dorado para que los niños jueguen. Allí están ellas ahora, las dos niñas, saltando a la goma y moviendo de sitio las piedras para señalar el tocadé. Ninguna de ellas sabe que esos días de juegos compartidos serán, en el futuro, un asidero para la soledad, un fondo de armario para el abandono y las dudas. Ellas, ahora, bajo el sol del levante en calma, solo entienden de saltos y de risas, de quejas y de