Jugaban en la calle casi desnudos. Tenían los ojos muy oscuros, con una oscuridad desconocida para mí. Yo era la persona extraña que los contemplaba, que los distraía de sus juegos, unos juegos efímeros, construidos sobre la imaginación, sin artilugios, sin aparatos, sin juguetes. Los niños que juegan sin juguetes son los más sabios del mundo. No necesitan instrucciones, manuales o cajas de cartón que hay que convertir en basura para contenedores de reciclaje. Los niños que juegan sin juguetes son invisibles a los ojos de casi todos. Nada llama la atención en ellos salvo su quietud, esa clase de postura estática que los aleja del bullicio. Un niño bullicioso es un niño que tiene en su casa, al menos, una nintendo o una play. Los niños de esta ciudad azul juegan en las calles sin otro aditamento que sus manos. Te miran. Reparan en ti. Podrían volar cometas. Si tuvieran un trozo de papel de seda de alegres colores, unas cañas para cruzar, unas cintas o unas cuerdas, restos de t
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