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Entradas

John Sloan pinta los callejones

  Red Kimono on the Roof, 1912, John Sloan, Indianapolis Museum of Art. Hay otras calles fuera del circuito de los turistas, otros rincones que nunca salen en el mapa. La gente vive allí como si tal cosa, ajena al tráfico de la riqueza, lejos de los escaparates. Son gente humilde pero no marginal. Gente castiza, gente del pueblo, llegados algunos de regar sus huertas y otros encaramados en las azoteas viendo venir los barcos. Hay sitios que no tienen otra poesía que ellos mismos, donde las mujeres tienden las ropas al sol, balanceando los cordeles los secretos de su intimidad. Los niños, en esos lugares, tienen una risa más abierta y han vuelto de los escondrijos de la memoria para certificar que eran felices. Otros tiempos, otros lugares, otras calles, la calle, el secreto. 

Hierbas, hortalizas, frutales y flores

  El jardín inglés se "inventó" a finales del siglo XVIII. Era muy diferente del francés, que estaba entonces tan de moda. Nada de cuadriculas ordenadas, todo lo contrario. Un jardín salvaje en el que se combinaban agua, vegetación, prados, senderos, árboles frutales, huertos. Jane Austen tenía mucha mano con las flores y su madre con las hortalizas. En la casa de Chawton podían disfrutar de un exterior muy apacible y agradable, en el que había un poco de todo. Según las estaciones, el jardín ofrecía tonos y colores diferentes. Todo el mundo debería tener un jardín.  Lancelot Brown, apodado "Capability", es decir, "Capacidad", porque era su forma de explicar a los clientes que estaba en condiciones de asumir el diseño del jardín que le habían encargado, vivió entre 1716 y 1783. Aunque nació en el norte, desarrolló su carrera como arquitecto y paisajista en el sur, con clima más propicio para que sus obras de arte naturales florecieran. Planeó parques, dise

Un baile en Basingstoke

  /Estatua de Jane Austen en Basingstoke/ Una sociedad orientada al matrimonio tenía que tener por fuerza un gran número de actos sociales en los que se pudieran conocer las futuras parejas. De modo que la vida cotidiana de la gentry dejaba un importante espacio de tiempo al ocio en el que se podían disfrutar de veladas, cenas, conciertos, encuentros, visitas, paseos y, desde luego, bailes. Los bailes no eran solo ocio, también suponían negocio, porque era la forma de conocer gente y, quién sabe, de concertar matrimonios.  Había bailes públicos en los que se pagaba una entrada. El maestro de ceremonias era el encargado de que bailasen juntos los de un mismo grupo social. En La abadía de Northanger, es el maestro ceremonias del baile de Bath el que pone en contacto como parejas a Catherine Morland y Henry Tilney. Otros bailes eran privados y para asistir era necesaria la invitación. Aquí no había limitaciones a la hora de bailar, pues, al fin y al cabo, no se daban diferencias de cla

William Glackens, de Filadelfia a París

East River Park, 1902, William Glackens, Nueva York, The Brooklin Museum. He descubierto estos días al llamado Grupo de los Ocho, llamados también la escuela de Ashcan, pintores americanos realistas que pintan bajo la influencia de los impresionistas franceses pero que tienen cada uno de ellos su propia visión. En el caso de William Glackens se inspiró en el uso de la luz y el color para sus cuadros, de temáticas variadas aunque siempre centrado en la vida de la clase media americana. Además de pintor fue durante muchos años ilustrador para periódicos, recogiendo la actualidad en sus dibujos. Así fue el encargado de seguir los avatares de la guerra entre España y Estados Unidos en Cuba, por ejemplo. Aunque nació y se formó en los Estados Unidos tuvo un aprendizaje posterior en París y conoció muy bien la obra de Renoir que le aportó muchas de las formas de trabajar que él usó en su pintura.  Elevated, Columbus Avenue, New York, 1916, William Glackens, Connecticut, New Britain Museum of

Planicie verde--azul del océano

(Pintura Cecilio Chaves, Azoteas de Cádiz) La casa tenía una enorme azotea. Era lo mejor que poseía. Porque era una casa humilde y sin blasones. Una casa sencilla, en una barrio antiguo y popular. Un barrio con arte, pero del arte no se come casi nunca. La gente vivía con tranquilidad su destino: trabajar mucho, ganar poco. Los hijos abundaban y también los abuelos. Las mujeres habían establecido una extraña complicidad entre ellas. Trajinaban continuamente, apenas les quedaba tiempo para sí mismas. Qué milagro el de esta amistad que ha sobrevivido a la muerte, que se contagiado a las propias hijas, que sobrepasa los límites de la distancia geográfica... Ya no existen vecinos como eso, nos decimos unos a otros. Y acertamos. No sé quién vive en el cuarto, ni conozco a la vecina que tiene su buzón al lado del mío, pero en aquella calle de aquel barrio nos conocíamos todos.  La casa tenía una enorme azotea. Desde ella se contemplaba casi todo lo que importaba. El océano a lo lejos, los mo

Yo he visto esa mirada

  Al fin y al cabo, hay momentos en que solo eres un padre o una madre. Por muy humilde que seas, por muy importante que parezcas. Los hijos te ponen los pies en el suelo y la mente en las nubes. La imagen se  hace viral y trae la risa de las niñas, los cuchicheos de los presentes, la sorpresa de algunos, el quisquilloso silencio de los otros. Es un acto oficial muy destacado, la noticia del día. Los unos y los otros contemplan lo que sucede, con una incertidumbre, una duda, una pregunta, como si rodaran una película de suspense, como si algún investigador privado fuera a surgir de entre la niebla de la noche, de entre la claridad del día. No hay caso. Ninguno de ellos puede entender el lazo único que une la mirada con su objeto. El padre mira, con una mirada reconocible y única, la cara de las niñas y escucha sus palabras y sonríe, de esa forma que tú, con total asombro, reconoces.  Yo he visto esa mirada, piensas. Tantas veces. El padre tenía esa misma mirada cuando llegaban las buen

"Ausencias en camino" de Diego Fernández Magdaleno

  "Ausencia en todo veo: tus ojos la reflejan.  Ausencia en todo escucho:  tu voz a tiempo suena. Ausencia en todo aspiro: tu aliento huele a hierba.  Ausencia en todo toco:  tu cuerpo se despuebla".  (Miguel Hernández) ****** La poesía de Diego Fernández Magdaleno no se hace de palabras, sino de gotas de agua, de chorros de luz, de espejos donde la imagen se refleja nítida. Asalta tu memoria y reverdece aquello que guardaste para que no se pierda.  El título del libro puede llamarte a engaño. ¿Un juego de palabras? Quizá lo hace a propósito. La ausencia  que no existe aquí es también un anuncio, un fatal aviso. No hay tristeza sino la pertinaz e inflamable seguridad de que la presencia de hoy será ausencia mañana. Una vez Alejandro Sosa, insigne fotógrafo, hizo una exposición llamada así: "Presencia ausente". Porque la ausencia tiene forma, olor, sabor y besos.  Escogeré primero mi poema preferido. Empieza con "El armario con flores", y termina "como

"Manual del editor de mesa" de Ana Bustelo

  Conocí a Ana Bustelo a través de "La librería" de Penelope Fitzgerald y de "Un alma cándida" de Elizabeth Taylor. Ana es una estupenda traductora. He leído otras traducciones de esas autoras y certifico que no es lo mismo. Después de eso he seguido su blog, y he encontrado ahí mucha literatura, mucha sonrisa y mucha información. Es una editora vocacional pero, sobre todo, yo diría que es una bibliófila convencida, porque le gusta todo del libro: traducirlo, escribirlo, editarlo. Por supuesto, leerlo. No se puede ser todo eso sin ese hábito de lectora contumaz.  Este libro es una joyita. Y no os engañéis. Diga lo que diga el título no se dirige solo a los editores o a los futuros editores, sino también a los escritores y muy especialmente. Incluso a todos aquellos apasionados del libro como producto acabado de la imaginación, la creatividad, el trabajo y la técnica. Una joyita que se lee estupendamente porque es Sencillo Completo Riguroso Claro Detallado Fácil de

"Una mujer furiosa" de Antonio Fontana

  «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo» León Tolstoi. Anna Karenina ****** Una mujer furiosa es una historia familiar. Pero no una historia que se pueda contar a la luz de un brasero en invierno, ni en un corrillo de primos durante una primera comunión, ni en la soleada tarde de un verano en cualquier terraza. No. Es una historia que ha de ser guardada y que solo tiene sentido para sus protagonistas. Porque la desdicha admite muchas interpretaciones. Y ninguna es tan cierta como la que siente quien la vive. Si hay que narrar la infancia se ha de comenzar por algún lado. ¿En qué momento está uno dispuesto a establecer el punto de partida? ¿Cuándo acaba y por qué? Santi Alarcón está lleno de dudas. Esta es una historia de dudas y por eso mismo apenas puede ser contada en voz alta. Desde la primera frase sabemos que ese cierto tono de triste ironía con el que se cuentan las cosas esconde algo más profundo. Y poco a poco entendemos esa distancia

Mínima violeta

Esta tarde los niños no han salido a jugar. En la calle no hace frío pero un viento desapacible balancea las hojas de los árboles y te impide disfrutar. Se hace de noche tan pronto...Las tardes son ahora tan largas...Estos niños que se han quedado en casa quizá no tengan un patio lleno de flores y una blanca pared encalada y un telón hecho de rosas y unos poemas que leer o recitar y un teatro que representar. Seguramente esta tarde se han enganchado al Internet y a la play o a la consola y no oyen nuestras risas, las risas de los niños en la casa, jugando a ser poetas.

Cualquier día, en cualquier parte

La risa se ha mezclado en un suave vaivén y las palabras se amontonan...hay tanto que decir...tanto tiempo sin verte...escribir no es lo mismo...y a veces la palabra te sugiere un deseo, un afán tan seguro, tan cierto, que quieres cruzar el país, que quieres llegar allí donde se encuentra, anhelante, esperando, con el mismo silencio resguardado...Vais andando, recorréis abrazados el camino hacia la calle, hacia el aire fresco que azota vuestros rostros y, allí, incandescente, brillantemente libres, la ciudad y sus luces te recibe de nuevo, como si no hubieran pasado tantos meses, tanto tiempo, años quizá, sin verte…

Miradas escondidas

La lluvia azota el verano de este pequeño pueblo de la costa. Es una rareza. Hemos llegado en el tren, dispuestas para ir a la playa, con nuestras toallas de baño guardadas en los cestos de colores, con nuestras sandalias y sombreros. Llevamos el pelo recogido con cintas, con pasadas, con horquillas que tienen forma de muñecos. Pero la lluvia nos ha dado la bienvenida en la misma estación. Está casi vacía. Normalmente solo cogen este tren de cercanías los jóvenes que van a la universidad, pero ahora es verano y ese bullicioso gentío no tiene nada que hacer por aquí. Nosotras, las cuatro, aventureras inconmovibles, llenas de esperanza de recibir una buena ración de sol, de sal y agua, nosotras somos las únicas que, entre risas y bromas, nos subimos a un coche de caballos que espera en la estación y que llega a la playa anunciándose con campanillas que tintinean y obligan a los viandantes a mirar nuestro paso y a reírse con nosotras, el milagro de la juventud, la tersura y la frescura, l

Una razón pequeña

Una bóveda verde y rosada cubre el suelo y la pérgola espera las rosas que no van a llegar nunca. No eres nadie, piensas. No eres nadie. Hay formas de ser y formas de estar. Y la pérgola te oculta de la mirada ajena y eres capaz de pensar en que hay tantas cosas que no entendiste a tiempo y en que queda tan poco tiempo ya para algunas cosas... Escribes tus páginas rosadas y tus páginas verdes y las palabras danzan y guardas esas páginas y las vuelves a leer o quizá ya no las recuerdas y sabes que ellos ya se fueron, aquellos que te cuidaron un día, los tres, ella y ellos dos y que aquí ninguno de los otros tiene para ti nada más que una brutal indiferencia que no llega hasta el sol y nunca alumbra. Para eso no necesitas que te cuenten historias...

Chorrito de cerveza

  El Atlántico es ese océano que, para nosotros, no es una gigantesca extensión de agua salada, sino nuestro mar. Nuestro íntimo, sencillo, pequeño y cercano mar. Los colores atlánticos son únicos. Turquesas, azul cielo, azul-gris, azul-verde, azulón, azulino, azul celeste, azulado, azul eléctrico. Verde-mar. Huella de los azules. Escondites de algas. Espuma de silencios. Los muchachos mirando a través de las oscuras gafas. Pensando cualquier cosa. Las chicas se sonríen a sí mismas y entienden el mensaje sin texto. Un emoticono de realidad, la huella de las tardes al sol con un sombrero, con un bañador verde y un botellín de cerveza para el pelo. Brillo de la cintura al levantarse. Estela de los pasos en la arena. Azul, azul, azul beso, azul nube. 

Tarde dorada y rosa

En otro lado, cerca, las anémonas se ofrecen como parte de un rito majestuoso en el que el color se alía con la luz y la luz con la fuente y esta se llena de goces infinitos, para que así se muestre en esplendor todo lo que el hombre en su imaginación crea. Hilos en movimiento. Lazos que atan las líneas y el dibujo. Fondos planos, sin sombras, sin matices. Están ahí a la vista y puedes observarlos, no se esconden. Poesía en el tono y en la forma. Poesía en la razón de que esto se produzca. Tras el impresionismo, la luz se escapa del plein air y, por sí sola, traduce el sentimiento y la pasta pictórica se abrevia, se convierte en un paso de baile tan ligero como las zapatillas de ballet del cuento en que viven las hadas y las brujas se ahogan en el fuego. La luz se ha liberado, los colores no admiten ya corsés, las figuras se agitan, los ojos se entreabren, apresando en la retina una imagen que no tiene traducción sino con sensaciones. No hay palabras, solamente goce.