Recuerdo el esplendor de los amaneceres, que se abrían como flores debajo del rocío. Septiembre es un mes sin deudas, todo esperanzado, todo al límite. En el carrusel del centro de Aviñón había siempre niños y mayores que querían subirse a los caballos y correr sin medida. Pero llevaba un paso firme y despacioso, porque no desafiaba al tiempo ni al pasado y todo tenía su significación que los demás ignorábamos. Lo mismo sucedía en la espaciosa Arles, tan romana y tan llena de piedras hondas, libres, cubiertas de secretos, sueños incomprendidos tantas veces y un hueco de jazmín en las ventanas. Todas las ventanas de Arles conservaban sin marchitarse las flores de antaño y ellas mismas se hacían palmas al olor de las guitarras que se escondían en la noche. Era una especie de Andalucía sobrevenida, de Andalucía estilizada y sin atlántico. Había yedra en las ventanas y árboles inclinados, cornisas hechas a cincel y toldos plateados para el sol y la lluvia. Sin prisas. El suelo brillaba
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