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Entradas

Suite Irene

Hace algún tiempo llegó a mis manos un pequeño librito, de título “El baile”. Un librito delicioso, aunque con un fondo amargo, sin duda, un fondo de infelicidad. Crueldad, venganza, pero de guante blanco, en el seno de una familia refinada, algo que duele, como una fina daga que nos traspasara. Su prosa era tan brillante, tan ajustados sus adjetivos, tan limpiamente resuelta la historia, que me sedujo y, como suele ocurrirme, quise saber quién era la persona que lo había escrito y, también, quise leer otros libros de esa misma autora. En esa búsqueda di con Irène Némirovsky (1903/1942), de la que ahora escribo, con emoción sí, porque su hallazgo, el encuentro con su voz, ha supuesto quizá uno de esos raros momentos de felicidad que suceden cuando, entre tus lecturas, hallas un eco esplendoroso, una voz única, un estilo inconfundible y alguien en quien encuentras mucho de lo que consideras tuyo.  La lectura de sus libros me llevó a su persona. ¿Quién estaba detrás de esas

Del Nobel y otros premios

     Las maravillosas fotografías de las chicas estudiantes de Nina Leen ilustran esta entrada escrita el mismo día en que se anuncian los dos últimos Nobel de Literatura. Aguzo el oído y me pregunto si conozco a alguno. Él me suena de algo, de ella no sé nada. Apuesto dos piruletas de fresa a que es lo mismo que piensa la mayoría, incluso, yo diría, que eso de sonar es también algo exótico. Los Nobel de Literatura son esos premios que el año pasado no se dieron y que ahora aparecen por partida doble. No se dieron porque la cosa estaba turbia, muy turbia, y el tinglado, como el de la antigua farsa, se hundió. De cómo lo hayan reconstruido no tengo noticia, pero resulta muy sospechoso todo y el tufo que antes tenía, de amiguismo y de enchufismo por la cara, no se ha desvanecido.  Por desgracia, esa misma desconfianza abarca a la gran mayoría de los premios. Los que empiezan, porque necesitan nombres de prestigio para asentarse. Los que tienen larga tradición, porque no pue

El hombre que quería ser cantaor

Desde hace mucho tiempo me vengo encontrando con Ignacio Sánchez Mejías. Acercarse al flamenco sin llegar a su figura es difícil, por no decir imposible. Porque es una de esas personalidades que están a la vera del arte, en ese territorio que ocupan los que han sentido el flamenco hasta el fondo, los que son hondos sin que podamos atribuirle ocupación flamenca alguna. El flamenco concita rechazos y unanimidades. El rechazo suele producirse entre aquellos que no lo conocen, que se dejan llevar por ideas preconcebidas o que no han profundizado en su esencia. Es imposible acceder a ella y no amar este arte. Entre las unanimidades un gran número de personas destacadas en campos diversos que llegan al flamenco arribando desde puertos difíciles y se quedan ahí, anclados, ya para siempre, en sus orillas.  No sé por qué llegó a mis manos una edición de los Artículos periodísticos de Ignacio Sánchez Mejías, buceando en alguna librería, seguramente con ocasión de uno de mis paseos lite

Clarice Lispector. La razón del silencio

Clarice era Chaya cuando vivía en Ucrania y antes de cambiarse el nombre, como hizo toda su familia. Hace poco conocí a una niña ucraniana a quien habían evacuado de allí por motivos bélicos. Todavía hay motivos bélicos para salir de Ucrania. La niña ucraniana es muy rubia y no habla. No le interesa lo que decimos ni quiere contarnos su vida. Todo se lo guarda para ella sola. Quizá Lispector era así al principio de todo, callada y con razón.  Como ocurre con muchos escritores ha llegado el momento en que todos los críticos alaban su obra, recomiendan su narrativa y ha obtenido un reconocimiento más allá de lo que ella misma esperaba. En realidad desconocemos si esperaba algo, algo más que vivir y que expresarse del modo en que sabía: plasmando en palabras emociones, sensaciones, sentimientos. Sus cuentos y sus novelas tienen un aura sensorial aplastante. Las frases cortas no se andan con rodeos. Pero no se queda en la superficie a pesar de que es fácil reconocer detalles conc

Se ha escrito un crimen

Eran las seis de la tarde de un verano especialmente caluroso. Una ciudad costera. A esa hora todavía la brisa atlántica no refrescaba la calle. En el número 46 alguien abre el portón, gris oscuro y con una mano de brillante latón como llamador, y arrastra pesadamente una enorme caja de cartón hacia fuera. La caja está desvencijada, rota en sus laterales y de ella emanan, como si fueran un caudal interminable, libros, libros, libros. La caja se coloca en la acera y una niña de doce años, a punto de entrar en la adolescencia, se sienta en el suelo, allí, en la solitaria calle y recorre uno a uno los títulos de los libros que va sacando con cuidado y colocando en un montón junto al escalón de la casa. De entre esos títulos hay uno que le llama la atención. “El misterioso caso de Styles” reza la portada y en ella se ve un puñal ensangrentado que se clava en el cuello de una mujer anciana. No se ve el rostro de la mujer, ni la mano asesina, solamente el puñal y el fondo de una tela de

"Churchill. La biografía" de Andrew Roberts

Una portada tan poco fotogénica como el personaje encierra un libro tan voluminoso que ha de leerse despacio, rodeada de notas y mapas, y, sobre todo, con el sosiego de las ideas no preconcebidas. Te reconcilia con la Historia, esa que estudiaste en la Facultad y que te convirtió en una adicta a las fuentes de la verdad. La que, por el contrario, te impide disfrutar con novelas supuestamente históricas que son cualquier cosa menos verdaderas. La Historia no necesita novelarse, piensas. En sí misma es, si se cuenta bien, una lectura espléndida.  Hay personajes muy biografiados. Ejercen una atracción especial y guardan tantas aristas que los historiadores no pueden resistirse a investigar sobre ellos y a escribir. En el caso de Churchill su vida, o al menos alguna parte de ellas, ha sido también objeto de múltiples artículos de prensa, de referencias e, incluso, de películas, las últimas muy recientes. Colateralmente aparece en diferentes formatos a la hora de recordar los episod

"Casa de muñecas" de Henrik Ibsen

Diré algo que mucha gente no entenderá: me gusta leer el teatro pero no me gusta verlo representado. No me creo lo que pasa en el escenario pero sí lo que leo en el papel. En cambio, el cine es el lenguaje que más fácilmente me hace conectar con una historia y, en los malos tiempos, el antídoto y la medicina. Creo en el cine pero no en el teatro. Una aberración. No sé qué hubiera pasado de poder contemplar en The Globe Theatre la obra de Shakespeare interpretada por él mismo.  "Casa de muñecas" es una obra espléndida, inquietante, que leí demasiado pronto y que demasiado pronto me hizo revolverme contra determinados egoísmos matrimoniales. Recuerdo que alguien me regaló un tomo con las obras de Ibsen y que leí esta con la facilidad con la que se transita por un terreno hermosamente abonado. El personaje de Nora es uno de esos que siempre recuerdas y que te inspiran cosas y casos. En mi calle de la infancia había alguna Nora reconocible y otras que estaban ocultas en D

Mis flamencos. José Mercé.

La imagen Un salón atestado. Primavera incipiente. El patio en derredor huele a dama de noche y a jazmines. Buganvillas trepando por una de las paredes, la que llega a la calle. Un salón noble, con techos de madera, ventanales hermosos, grandes cortinajes, sillones tapizados de rojo sangre. Gente ensimismada, que no pestañea, que oye y escucha, que observa, que absorbe, mucha gente. En torno al salón, pequeños despachos que se han quedado vacíos, pues todos los que allí deberían estar han salido despacio hasta el pasillo que antecede al salón y se han parado, justo en ese sitio, como figuras de cera, inmóviles, atentos, sin respirar siquiera.  Un hombre elegante, vestido de negro, rubio, de ojos azules, muy alto, sentado en una silla pintada de verde, una silla que podría encontrarse en cualquier patio de vecinos de La Isla, para tomar el fresco o para charlar, o quizá para que una mujer con el pelo recogido y la sonrisa presta, cosa y remiende. Una silla que desentona de

¿Quién dijo que Emma no tenía corazón?

"Y aquí estoy yo-se dijo-, después de haber hecho que Harriet se enamorase de semejante individuo. No habría pensado nunca en él de no ser por mí y, por supuesto, nunca habría concebido esperanzas si yo no la hubiera convencido de su afecto, porque Harriet es tan modesta y tan humilde como yo pensaba que lo era él. !Ah! !Si me hubiera limitado a convencerla de que no aceptara al joven Martin! En eso sí estuve acertada; hice lo que debía, pero tenía que haberme parado ahí y dejar lo demás al tiempo y a la suerte. Bastaba con permitirle que conociera a personas de la buena sociedad y darle ocasión para llamar la atención de alguien que mereciese la pena; no tenía que haber pretendido más. Ahora, en cambio, perderá la paz durante una temporada. No he sabido ser buena amiga y, aunque este desengaño le afecte menos de lo que temo, no se me ocurre otra persona que pudiera ser un buen partido para Harriet..." Estas palabras, que recogen el pensamiento de Emma Woodhouse, con

"El embalse 13" de Jon McGregor

Las historias de desapariciones son esas en las que los protagonistas son los policías que investigan, los malvados que secuestran o las familias que se deshacen en la búsqueda. En el caso de "El embalse 13" los verdaderos protagonistas son la gente y la vida. La vida que transcurre y la gente que existe. Por eso el verdadero secreto del libro está en la forma de narrar. Ninguna otra estrategia hubiera convenido para el caso y ahí está la elección del autor y el acierto. Jon McGregor (Bermudas, 1976) narra una historia que está llena de historias pero que no se desvía de su curso en ningún momento y que nos mantiene a la espera. Esperamos que el caso se resuelva aunque nada nos indica que eso vaya a producirse. Y mientras, a modo de milagro, pasan "cosas", pasan "todas las cosas" que suelen acontecer en un pueblo o en una ciudad o en cualquier parte. Y esas "cosas" terminan siendo la esencia, el todo, la historia. Una argucia narrativa incont

Mis flamencos. Estrella Morente.

El flamenco es un territorio de libertad. Libertad expresiva y compositiva. Aunque haya todavía quien lo niegue, cerrando los oídos a la evidencia. Y es, también, una música de creación. De autor, para entendernos. En sus más de doscientos años de existencia constatada ha tenido que escuchar a menudo que va a terminarse, que está en crisis, que lo puro se ha acabado, que lo nuevo va a terminar con el cuadro. Jeremíadas y lamentos. Ay, qué fue del cante jondo…Ya Lorca y Zuloaga y Falla y Manuel Ángeles Ortiz temían por su desaparición. Tanto, que despreciaron a los profesionales y fueron a buscar la fuente en donde no podía estar. Un milagro, el Niño Caracol, salvó el empeño, que si no…Si esos malos augurios hubieran tenido algo de verdad el arte flamenco habría sucumbido hace tiempo pero, sin embargo, se muestra pleno, renovado y lleno de futuro. A lo largo de su historia, los grandes artistas, los nombres que la jalonan, a modo de testigos de una evolución imparable, entendieron

Mis flamencos. Carmen Linares.

Primer Acto.  En la Fuente de los Siete Caños de Priego de Córdoba todo está dispuesto. El escenario encara el espacio urbano, alargado y barroco, dejando a ambos lados el trasiego de gente que se mueve por este enclave único de la ciudad. Es verano, es tiempo de fiesta y tiempo, por tanto, de cante. El cante se ha llenado de ecos mairenistas y ahora es el momento en que irrumpe, por qué no decirlo, una voz diferente, con una escuela propia, con un aprendizaje minucioso, con un saber añejo pero renovado. Carmen Linares lleva un vestido rojo y, sobre los hombros, en lugar del mantoncillo de las glorias del pasado, un pañuelo de seda, ese pañuelo, ay, un pañuelo de seda en tonos malva. Y las manos en la cintura, sentada alante, firme. Abrir paso, que hoy tengo que cantar la Taranta de la Gabriela, la del Niño la Isla, Pastora y Escacena. “Corre y dile a mi Grabiela, que voy a las Herrerías, que duerma y no tenga pena…“Tiempo de festivales. Y esos Cantes de Levante casi olvidad

"Todo es posible" de Elizabeth Strout

Que Elizabeth Strout es una narradora extraordinaria ya lo había comprobado con Me llamo Lucy Barton.  Y, después, con Amy e Isabelle , ambos reseñados en este blog. Ahora, esa condición de observadora privilegiada y de escritora dotada de recursos, escudriñadora del alma humana y dueña de una mirada compasiva y empática, vuelve a ponerse de manifiesto con este libro de relatos Todo es posible. Relatos que no aparecen desconectados unos de otros sino que se van moviendo en círculos en torno a las mismas personas, a las que se añaden otras circunstanciales. Lucy Barton , la muchacha pobre que vivía en un entorno familiar desfavorecido y que logra salir adelante y convertirse en escritora, ilumina esos relatos a su manera. Son nueve los relatos que aparecen en el libro: La señal, Molinos de viento, Rota, La teoría del pulgar magullado, Misisipi Mary, Hermana, El hostal de Dotti, Cegados por la nieve y El regalo.  De ellos, mi apreciación personal elige Molinos de viento como el

Otro otoño de lecturas

El otoño es tiempo de estrenos y también de reencuentros. En los libros se anuncian novedades y todos los lectores y bibliófilos hacemos cábalas de cómo serán y cuánto tiempo tendremos que esperar para tenerlas en nuestras manos. Las relecturas no faltan y, con ellas, las recomendaciones de esos libros que leímos y que nos han dejado huella. Todo eso se mezcla en un delicioso cóctel de palabras y de frases. Es un itinerario que defines tú misma y que nadie te impone. Ningún crítico, ninguna editorial, ninguna conclusión te hará leer lo que no desees leer, porque la lectura es un acto de libertad y, si no es libre, no es producto de la extraña unión entre la mano que escribe y la mente que lee.  En ese no fiarse de otros hay mucho de individualismo como lo hay en la misma actividad de leer. Un individualismo que termina siendo un acto solidario y solitario, porque otras muchas personas igual que tú deciden acercarse a un libro determinado para extraer de él cosas distintas.