A Elizabeth Gaskell la descubrí hace unos años. Fue un gozoso descubrimiento, similar a lo emocionante que me parecía cuando, en una estación de tren o de autobús de las que recorrí en mi época viajera, hallaba inopinadamente una novela de Ágatha Christie que no había leído o que no teníamos en casa. Eso era casi un milagro porque las buscábamos y leíamos todas. Desde El misterioso caso de Styles hasta Telón , pasando, claro, por las novelas que escribió con el nombre de Mary Wesmacott, su autobiografía y, más recientemente, el libro sobre los cuadernos que recogían sus anotaciones para las novelas. Lo de Elizabeth Gaskell fue un amor más tranquilo, menos pasional, pero igualmente perdurable. La conocía y la adopté para siempre como una de mis escritoras, uno de mis escritores, si me entendéis. Ella es novecentista, desde luego. Ese glorioso XIX de tanta creación como convulsiones sociales. Londinense de 1810, fijaros, de los años en que en Cádiz se reunían las Cortes Liberal
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