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Mostrando las entradas etiquetadas como Inéditos

Dos pasos por detrás de ti

(Pedro Luis Raota, Argentina. 1934-1986) Dicen que en algunas culturas las mujeres caminan detrás de los hombres, no porque los persigan ardorosamente, sino porque ellos se consideran superiores y las mujeres son una especie de apéndice doméstico. Ser mujer en esos países tiene que resultar difícil, si no imposible. En el exótico Japón, una niña no puede ser emperatriz por derecho propio, sino, simplemente, consorte. Por eso la princesa Masako se mustia entre las paredes del palacio imperial y ve crecer a su hija sin derechos. No sé si, en el concierto de las naciones, algún jefe de algo recriminará a Japón que mantenga esta tradición. Hay lugares en los que las mujeres permanecen ocultas, detrás de celosías, de velos o enrejados. Esas mujeres no se pueden permitir la cosa frívola de maquillarse, de vestirse con colores alegres y de mostrar su rostro. Si una mujer enseña sus facciones, entonces atenta gravemente contra la dignidad de su marido. Son las mujeres de interior, l

Me dices que te cuente

(Katharine Cooper, Sudáfrica, 1978) Contar viene de cuento y de relato. Contar números es relatar la historia de un problema de matemáticas. Las niñas que cuentan cuentos algún día escribirán historias. Cuento, relato, historia. La palabra. La niña vuela cometas, corre por las huertas, recoge caracoles, colecciona gusanos de seda. La niña se peina en la azotea, rebusca en el verdín, se esconde del levante. La niña camina a saltos, pisotea los charcos y levanta nubes de polvo con los pies descalzos. La niña inventa una aventura, observa las formas que la pared dibuja, se lanza a la escalera de dos en dos los pasos.  La niña, de mayor, escribe cuentos, relata sensaciones, llena cuadernos de frases cortas y largas, enhebra las agujas del recuerdo, remoza la nostalgia, anuda sentimientos, alegra sensaciones, mira hacia un lado y otro encontrando la música de cuanto le acontece. La niña derrama, de mayor, tesoros. Solamente los corazones limpios pueden recibir la lluvia fina de

Ese hombre

(Fotografía: Vivian Maier)  Tenía una sincera elegancia, heredada de su padre, que convertía en lujo lo sencillo; en discreción el gesto y en interesante la palabra. Se movía de una forma única, porque, al igual que Gary Cooper, siempre estuvo solo ante el peligro. El pelo conservó siempre su color oscuro, su fino movimiento que lo asemejaba a un cantante de jazz. Y las manos, con esa habilidad para lo amplio y lo complejo, fueron su santo y seña, el mayor recuerdo, la esencia, en realidad. Soñaba con andar a su paso por la calle, plagada de piedras que resultaban molestas y había que saltar con cuidado de no caerse. Soñaba con recorrer la distancia que separaba la casa del garaje y con encontrarlo a la puerta del colegio, apoyado en el coche y con el aire de bienvenida que abría el sendero de la gloria. Más veces lo atisbó en la estación, esperando. Cuando el tren llegaba y se paraba, él se movía y levantaba la mano, sutil, tranquilo, aunque solo en apariencia. Los días

No conozco tu nombre

(Woman in Street. Vivian Maier)  No conozco tu nombre. No sé quién eres. Estás sentado frente a mí en esta noche de febrero en la que las calles rezuman humedad y anuncian lluvia. He cruzado la ciudad para verte y aquí estoy pero tú no existes. En tu lugar ha aparecido un hombre del que no percibo para nada la esencia. Me mira con desprecio, con lástima, nunca con gratitud ni con cariño. Es un autómata. Lanza a la cara palabras difíciles, lleva un gesto inhumano y me hace daño. No conozco tu nombre, le repito, no sé quién eres, por qué estás aquí, cómo has usurpado su sitio. En la noche, los bares se van llenando de gente feliz, que sonríe en color y mueve las manos. Yo estoy frente a él, en una mesa estrecha, con la botella de agua apenas empezada, los ojos fijos, y una expresión desolada, porque no entiendo, no sé quién es el tipo que me mira desde el otro lado, con una mirada aterradora, como si quisiera partirme en dos. No conozco tu nombre, me repito, no sé quién eres, no

Hay un gesto de amor

(Fotografía de Katharine Cooper) Hay un gesto de amor en cuidarse a sí mismo. Un convencimiento. Quizá una decepción. En todo caso, un gesto de amor. Si no me cuido yo ¿quién va a hacerlo?  En algunas relaciones personales siempre hay uno de los dos que recibe más cuidados. Él se cuida, ella lo cuida. O viceversa. Y un “otro” que no tiene más misión que ser fuera de sí. Esto termina convirtiéndose en costumbre, en rutina, en ley, en obligación. Así que no sirve, no cuenta.  Cuando alguien te quiere de verdad y ejerce sobre ti su cuidado, no opresión, no vigilancia, estima de la buena, puedes llegar a acostumbrarte. Y eso es un problema. Porque el amor se acaba y las personas se terminan yendo. A veces, no, pero sí en muchas ocasiones. Y te encuentras contigo, alguien a quien no sabes cómo tratar, qué hacer.  Hay un gesto de amor en cuidarse a sí mismo. El autocuidado es una necesidad si queremos respetarnos, en ese respeto previo a cualquier otro. Me decía mi amig

En el último minuto

(Fotografía de Matt Weber) Eran una pareja mal avenida. No sabían mostrar sus sentimientos y, ni siquiera sabían ya, a esas alturas, si existían. Cada uno de ellos sentía la vida de una manera y nunca hubo un atajo por el que pudieran encontrarse. La familia sepultó a la pareja, la pareja dejó paso al individuo, a la duda y a la soledad. Se puede estar sola siendo una madre de familia numerosa y teniendo un marido. Se puede estar solo siendo un padre de familia numerosa y teniendo una mujer. Ambos estaban solos en esa casa llena de niños, ambos vivían una vida al exterior y su propia vida se quedó aparcada en un instante del pasado, sin posibilidad de vuelta atrás. Eran infelices a la vez.  Los niños captan la infelicidad en el aire. Tienen un radar. Si en lugar de besos hay silencios, entonces la alarma salta. Si en lugar de abrazos hay indirectas, entonces los niños se asustan. Si en lugar de manos hay distancia, entonces no queda sitio para la confianza. Así los niños de

Se trata de amor

Para Antonio, siempre No quiero recordarte en el día de los muertos, ni en el aniversario de tu marcha, ni en la enfermedad ni en la tristeza. Sino en un día de corazones rojos, de lazos rojos, de flores sobre las motocicletas de los vendedores, de flores en los jarrones de cristal, de muchas flores. No en las tardes oscuras y en la noche que cae, no en la penumbra, ni en la distancia, sino en los amaneceres fulgurantes, en las playas tibias, en los abrazos únicos.  No eras hombres de festejos pero conocías la esencia del amor. Eso te convirtió en un pasajero invisible de los sueños, en alguien que entregaba cuanto poseía, en alguien que latía al tiempo que la vida se dejaba caer entre las manos. No creías salvo en los hombres pero, aún así, entendías la llama de los besos, el cauce de los sueños, la estela de los pasos compartidos. Al unísono brillabas en todas las esferas de la vida, eras de claridad y, solo por eso, el amor se extendía en torno a ti como un manto de brumas

Nora, en el frío

(Retrato de Lady Margaret Alice Leicester-Warren. Philip de László. 1869-1937) Lo único que sabía es que el vestido era tan ligero, tan sutil, tan fino, que no conseguiría resistir hasta el mediodía sin cubrirse con una espesa, enorme capa de terciopelo, forrada de piel, enorme, digna, fuerte, resistente. La tibieza del vestido, su delicado color rosado, el lazo de raso que ondulaba sobre la cintura, no eran suficientes, no serían bastante para ese día que había amanecido cortante, duro, con una dureza de hielo, con un aire de estalactita que no podría derretirse hasta que, pasados unos meses, el verano se impusiera sobre aquella frialdad.  Por eso, porque nota el tacto de la amargura como si fuera una piedra que estuviera compuesta de cristal, Nora deja a un lado el libro que está leyendo y lanza la mirada al exterior, a través de la ventana entreabierta, buscando que el aire se convierta en llama, que los resplandores del fuego logren sofocar la sensación de ausencia. Un

De azules

(Pintura de Dorothy Johnston) Amanece azul-prusia y las horas prosiguen azul-verde, color de mar y de brisa que vuela el río, canal arriba, esclusa, azul-cobalto, en tránsito de puentes en que es posible verte a cada instante. Los azules pasaron tan deprisa que no fueron minutos sino estrellas. Azul-noche, brillante terciopelo. Se abrió un paisaje nunca antes conocido, escrito en un cuaderno agotado, sin rayas ni cuadros ni dibujos, un cuaderno vacío, escasamente lleno de ocultas iniciales. Azul-cielo. Brillas con el azul, pensé cuando llegabas, con ese paso rápido, nervioso y sin respuestas. Brillas con el azul y me asusta mirarte, perdido en una llama que apagarse no puede. Brillas con el azul y mi corazón tiembla, y con tu cercanía se derrotan mis pulsos, me vence para siempre tu feroz resistencia.  Eres azul, pensé y te miré en silencio, blindado en un espacio sideral y distante. Una estrella fugaz que surca el mediodía, incomprensible estatua de sal reconver

Atrapadas

(Spring. Frances MacDonald. 1873-1921) Las ves y han olvidado sonreír. Tienen un aire cansado, como si todo el mundo cayera sobre ellas de vez en cuando. Como si ellas soportaran todo el mundo. Han perdido eso que se llama dignidad y han escalado las cimas del ridículo. Son más de lo que parecen. Tienen cargos públicos, trabajos importantes, inteligencias limpias, miradas puras. Pero cayeron en una red de la que es difícil escapar. Es una red que comienza siendo una gasa suave y delicada que te cubre, adobada con palabras amables, con canciones italianas y películas tristes. Continúa con un péndulo que se mueve, de un lado, los susurros; de otro, los gritos. Como si tuviera un aire bergmaniano inconfundible. Primero, notarás que el lazo te rodea. Después, el lazo será una mano fría. Por último, alguien se reirá de ti y te preguntará por qué no te mueves si en torno a ti no hay nada. Ese es el secreto: no hay nada donde creías que había una huella de calor. Eso que notas no exi

Cosas inútiles

(Pintura de Dorothy Johnstone. 1892/1980) Realmente, dice ella, esta es una despedida inútil. Sé que no leerá estas palabras. Está demasiado ocupado, su cabeza anda enfrascada en temas importantes. El amor es un sucedáneo del aburrimiento, así que no le prestará atención. Me despido, entonces, no de él, sino del amor que le tuve. Lo dice mientras agacha la cabeza, abate los ojos y sonríe tristemente. Esa es una tristeza sobrevenida, pienso. Ella ha perdido la alegría. Se ha quedado secuestrada en cualquier encuentro baldío. En una conversación venida a más por la rabia y la indiferencia. Realmente, dice ella, no debería decir nada, puesto que el silencio ha sido mi santo y seña todo el tiempo. Cómo terminar lo que no ha empezado, continúa. Si entonces, cuando mi corazón saltaba al presentirlo, mis palabras nunca confirmaron su latido, qué sentido tendría ahora, cuando ya sé que la inutilidad golpea mis pasos y al final de ellos no hay ningún atisbo de su presencia. Ella mi

Rosa de sal

(Willa Cather, escritora, 1873-1947) Vivía el desprecio como una afrenta diaria y se convertía por eso en una mujer dura, plena de aristas, convencida de que nada merecía ya la pena. Todo se volvía sal dura, suelo plagado de piedras, bosque sin sol, camino sin horizonte. Así sentía que la vida se iba y que ella marchaba sin control, como si condujera un bólido en medio de un desierto de arena. Eso era el desprecio y eso era el juego peligroso que surgía sin que pudiera evitarlo. Cada vez que se reblandecía su corazón, saltaba la chispa y todo se iba en fuego, en pavesas que quemaban la piel tanto como el espíritu. Así, como quien salta obstáculos, como quien teje desdichas, como quien rebasa el límite, así sabía de cierto que su única esperanza era correr, correr, correr sin mirar atrás, sin volver la cabeza, correr hasta que el aire dejara de traer su perfume, hasta que el cielo dejara de reflejar el lazo firme con el que parecía atarla cada día. 

La música de las despedidas

Si te amanece una mañana fría, con densa niebla a tu alrededor, con la humedad prendida hasta los huesos, con un palpitante deseo de que aparezca el sol y este no llega, si te amanece así tendrás que echar mano de los cuentos de hadas para saber que, antes de su final, hay siempre un tiempo de desolación, de búsqueda, de camino sin vuelta, de colores baldíos.  Aprende a despedirte de los sueños que no tienen retorno, que no se comunican con tus sueños, que no tienen la vida incrustada en las manos. Aprende a despedirte de aquello que no escribiste tú, de las letras de otros, de las viejas mentiras que escuchaste porque estabas cansada y no había tiempo de cambiar la canción. Aprende que las despedidas no siempre significan adiós, y que algunos adioses te traen hasta ti misma la esperanza. 

La esperanza es un dinosaurio azul

(Foto: Damián escribe sueños con sus animales) El niño, este niño, otro niño, todos los niños, extiende por el suelo sus pequeños tesoros. Estampas de seres extraños, de la legión oscura, de batallas inconfesables; animales mitológicos, inocentes, antiguos, reales; trocitos de papel de colores que semejan montañas, ríos, valles y salvajes desembocaduras; tribus domésticas y otras más estrafalarias. Y dinosaurios. Los dinosaurios tienen nombres que el niño aprenderá a pronunciar como si fuera en otro idioma y que nunca se irán de su memoria y que lo mantendrán embelesado, dueño de una visión que nadie más conoce, que nadie entiende.  El niño, este niño, otro niño, todos los niños, ha escrito en su cabeza una tremenda historia. Un relato en el que aparecen los buenos y los malos, en el que brilla alguna incertidumbre, en el que las palabras se conjugan para formar un tapiz de emociones inabarcables. Es el autor de algo que lo conducirá, desde el suelo de la habitación de j

Rendición

Tal vez una certeza hubiera bastado. Una pequeña y clásica certeza. La llamada del sentido común, un buen consejo. Quizá la madre, sentada en un sofá de piel oscura, podría contar lo que sabe del caso y concluir que nada es sencillo y que el amor es una masa llena de aristas. Una amiga, muy experimentada, tendría que asegurar que, en su experiencia, todo lo que se dice son mentiras y que nada pervive y que los ojos tiemblan porque saben de sobra que se va a terminar antes de tiempo. Las horas de las dudas son las que germinan en palabras transidas de dolores perfectos. Alguien contó en un rato de asueto en el trabajo, que las dudas son cosa de filósofos, que la gente normal no puede permitírselas, que si dudas, entonces estás muerto, lo habrás perdido todo en cosa de un instante. Puede que una película, un argumento vano de esos que alguien escribe en un trasnoche, te dé razón y seña de las causas, de los motivos y abone la ilusión de que nadie es perfecto, pero que nada es tan d

Donde nacen las olas

(Nadadora. Joaquín Sorolla. 1915)  A veces la vida se transforma en un mar. Y el mar no es siempre azul, a veces amarillo. El agua es lodo, albero, barro incluso, no es agua. A veces nado sin poderlo evitar en ese lodo azul con toques de verano. Es una sensación que no puedo evitar. Tú tampoco. Si observas, cada uno de nosotros lleva un nadador dentro. Levantas la cabeza. Luego mueves las manos. Balanceas los pies. La espalda rígida. El cuerpo convertido en sirena y la traición en fuerza que derramas. Así es el tiempo en la vida juega a ser mar sin serlo. A veces, únicamente a veces.  Solamente los ojos parecen atisbar algo a lo lejos. Algún remedio o balsa o casa abandonada. Solamente los ojos y es curioso. Porque el mar es inmenso y aunque escudriñes se impondrá su enorme vastedad y te dejará exánime. 

Una flor de papel preside el aire

Yo era oscura. Era una sombra oscura. Una silueta oscura. Un hilo oscuro de ferviente anhelo. Una llama. Una razón oscura. Yo era oscura y la ciudad brillaba de nostalgias. El suelo era un manto impermeable, la lluvia una promesa que no pudo cumplirse. Cayó la noche y yo seguía en la oscuridad más densa y no tenía otra cosa que ofrecer que este silencio digno. Los pasos que me siguen no conocen. Las horas no pasaban, advertían, avisaban de que el tiempo es más leve, que las horas son arcos menos firmes y que tenía que andar si no quería perderme, perderme en mí, en la niebla, en la confusión lenta de una niebla imprevista.  Pero una primavera anticipada desplegó sin aviso sus páginas alertas. Fui sueño entonces, pura melodía, una franja de azul en el montón de nieve. Paréntesis de luz imaginada. Y, desde entonces, sin saber el motivo, una flor de papel preside el aire.  (Título: un verso de José Angel Valente. Fotografía: cedida por Teresa Merino)  

Solsticio de invierno

Nada mejor que un verdadero acontecimiento astral para señalar el límite de una pasión no compartida. El solsticio de invierno marca la noche más larga y el comienzo de una estación llena de frío, nieve, lluvia y viento desapacible. A su fin, la primavera volverá a entrar en los jardines y eso será una nueva señal, un hito.  Las pasiones terminan por inanición. Ni uno solo de los sentimientos se mantiene sin agua, sin sol, sin luz, sin calor. Todos podemos llegar a albergarlos pero mantenerlos es cosa de héroes y la heroicidad acaba cuando se impone la foto fija de la realidad. Hay fotos oscuras y maltrechas, en las que la imagen está desenfocada, pero hay otras nítidas que te revelan lo que no has sabido ver o no has querido aceptar.  En las novelas románticas, de las que hablo en este blog con frecuencia, los amantes suelen salir casi indemnes de estas travesías solitarias, sobre todo porque al final todo parece encajar como en un bendito puzzle lleno de figuras de color. Pe

Mujeres que piensan

He seguido hasta hoy el consejo de mi madre: "Las amigas, mejor guapas y listas. Las feas y torpes te harán la vida imposible". Así lo he hecho y creo que solo ha habido una excepción. Una amiga bastante torpe y poco agraciada que, sin embargo, resultó ser leal y honesta, aunque no fue capaz nunca de aprender los pasos de baile. Pero, por lo general, mis verdaderas amigas, con más o menos asiduidad, responden a ese patrón: mujeres agradables, hermosas muchas de ellas, generosas e inteligentes.  Así que la idea de este post me ha venido contemplando la obra del pintor post-impresionista Fernand Toussaint (1873-1956). Es una obra llena de mujeres pensantes. Algunas tienen libros o cartas en las manos; otras, hojean una revista; todas tienen un aire de profundidad en sus miradas que me indican que están con sus neuronas completamente activas. Incluso las que permanecen con los ojos lejanos y las manos posadas sobre el cuerpo, en apariencia inmóviles. Todas ellas son

Cuestión de andar

(Mujeres andando por Madison Square) Dicen que en Madrid estos días de diciembre hay calles en las que solo se puede andar en una dirección. Madrid es la ciudad que mitifico, que convierto en el paraíso de la diversión y la cultura, en el lugar que querría haber recorrido desde hace años y que apenas conozco. Ahora, en ese Madrid, no podría saltar de un lado a otro de la acera sino que tendría que recorrer esas calles como si fuera en fila india, o mejor, en fila china. Como si trabajara en una fábrica muy gris junto a una ría oriental y llevara un uniforme también gris y un paso gris para llegar a completar una existencia gris. Una vida de mierda.  En mi ciudad todo el mundo dedicaba parte de sus horas de ocio a pasear por una misma calle. La calle Real era el paraíso de los encuentros, los chismes, las suposiciones y las medias verdades. Solo una de sus aceras era transitable por los que no tenían otra cosa que hacer que mirar, ver y reír. La otra era una acera gris, por