Durante un tiempo el sonido de su voz, un mensaje o un correo electrónico, abrían la caja de los placeres, activaban un resorte inigualable. Daba igual la hora del día o de la noche, la estación, el frío, el calor o la lluvia. Daba igual la pena o el silencio. Igual la mentira o la farsa. Las ocupaciones quedaban atrás y se abría una puerta que nunca pensó iba a traspasar. Ella nunca lo esperaba. Siempre le parecía una sorpresa, un regalo. Era un regalo que venía sin merecerlo, que él le hacía y que llenaba todas las horas sin que nada pudiera comparársele. A veces había un previo aviso de horas o de días. En otras ocasiones, surgía de improviso. Y siempre el mismo ritual: Ducha, agua muy caliente, los ojos abiertos bajo el agua, el pelo que hay que frotar bien, el champú que huele tan agradable, esa crema para el cuerpo, que hace juego con el perfume. Las piernas, los brazos, los hombros, como si, en realidad, él fuera a acariciarla. Elegir la ropa, buscar aquello que más
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