Mark Twain (1835-1910) forma parte de mi memoria sentimental desde el momento que sus libros llenaban las paredes de mi casa de la infancia. Mientras las niñas de mi calle leían cuentos "de chicas", historias de mujercitas que esperaban casarse o de beatíficas alumnas de internado; mientras que en mi casa, las otras niñas, leían historias ilustradas o tebeos, he aquí que yo, encaramada a mi azotea azul atlántico, melena al viento siempre, calcetines cortos y piernas al aire, leía a Mark Twain, primero "Las aventuras de Tom Sawyer" y luego "Las aventuras de Huckleberry Finn". Confieso que soy más de Tom. La tía Polly me tiene encandilada desde entonces y su manera de mirar por encima de las gafas a los niños (porque mirarlos a través de ellas era un gasto inútil para seres tan poco importantes) se convirtió en un emblema de mis años de adolescente. Los primos Sid y Mary me trasladaron al universo de mis propios primos, unos en La Carolina, veranos llen
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