La casa estaba encendida. Como otros años, como todos los años anteriores, como muchos años de otros tiempos, la casa estaba cubierta de la pátina del dorado y el rojo. El muérdago aparecía sobre la puerta, como si esta fuera una casa inglesa. Las ventanas tenían figuras imaginadas de renos y viejos con barba blanca. En las esquinas de la entrada, dos maceteros con flores blancas y plateadas saludaban con cierta desgana a los visitantes. Al fondo del salón, en el sitio de honor que se había logrado despejando hacia un lado la enorme pantalla de la televisión, allí estaba el árbol, un pino natural, porque aquí en estos sures los abetos son solamente de plástico, recogido de un vivero un día antes, plagado de bolitas de colores, cintas de espumillón, casitas de madera, muñecos, todos ellos vestigios de los niños de la casa cuando eran niños. No se trataba de una de esas decoraciones simétricas tomadas de una revista. No, era algo más natural, más íntimo, más cercano. La ca
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