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Edna O`Brien. Esa luz.

Esta es la foto que buscaba. Una que le hizo Cecil Beaton y que está en la National Portrait Gallery. Una foto detallista y cuidada, en plena juventud. Con ojos verdes que no se observan en el blanco y negro, largo cabello castaño casi pelirrojo y atuendo hippie. Ahora esta foto es el recuerdo de un tiempo que no existe y la protagonista va a cumplir en unos meses los noventa años.  Dejo de lado las redes sociales y su entretenimiento, las noticias de política que en estos años no van a traer sino incertidumbres, y me sumerjo otra vez en la lectura de Edna O`Brien. No solo de sus libros (todos los publicados en español están por aquí) sino en las entrevistas que le han hecho algunos periódicos y en un artículo suyo en The Guardian que estoy traduciendo con ayuda de internet. Es un problema no haberle prestado atención a los idiomas. Los grandes intelectuales de todo tiempo han conocido más idiomas que el suyo, porque eso significa abrir las puertas. Perdí energías en otras cos

Allá en Lisboa

Derrame la naturaleza su sol y su lluvia sobre mi ardiente cabeza y que su viento me despeine y después que venga lo que viniere o tiene que venir o no ha de venir. (Pessoa, Álvaro de Campos) ¿Recuerdas? Hicimos el viaje bajo la lluvia. No paraba de llover. La lluvia nos hizo reír durante todo el tiempo. Risas y más risas, mientras el sonido del agua golpeaba los cristales del coche. El limpiaparabrisas estaba viejo y tuvimos que parar a cambiarlo. Tardó tanto el chaval del garaje que seguimos riendo. Todo eran risas en ese otoño cargado de nubes oscuras y de fondos grises. Lisboa esperaba sin medida, sin culpa, sin motivo. Reíamos.  Cruzamos las calles y los puentes entrando ya la noche. El hotel estaba iluminado. La gran plaza se abría para dejarnos ver su magnificencia, su estilo. Los ventanales estaban cerrados pero, a través de ellos, podía observarse la vida nocturna. La gente se movía con rapidez. Seguía lloviendo. Durante la cena comentamos que no queríamos agua, bastante agua

Notre histoire

  Aquello duró solo cinco años pero ha dado literatura para muchos más. Aparecían en todas las fotos de las revistas de la época y en los reportajes de cine, en los estrenos, en las alfombras rojas, en los lugares de veraneo. El mundo quería saber de ellos, cómo se conocieron, cómo se querían, cómo iban a construir su futuro. Eran muy jóvenes y tenían sed. Quizá de fama o de amor, o de las dos cosas a la vez.  Él sigue viviendo donde nació, en Sceaux, en los Altos del Sena. Ella llegó de Viena para morir en París, muy joven, con apenas 43 años, después de sufrir la pérdida de su hijo. Estuvieron juntos durante cinco años, desde 1958 hasta 1963. Parece que él se despidió caballerosamente, con flores y una carta, pero siempre pensé, y creo que todo el mundo, que aquello fue una especie de gentil canallada, porque tengo la impresión de que ella nunca dejó de amarlo.  Fue una Sissi que ocupó las pantallas de los cines y arrasó. Pero después de eso enjaretó una carrera muy digna, junto a di

Cartas como rosas

Escribir cartas es un acto de generosidad hacia la otra persona. En las cartas se vuelca la vida, pequeña o grande, conocida o difusa. Los escritores de cartas son gente dispuesta a ser escudriñados, valorados, por los demás. Hay ejemplos maravillosos de correspondencia entre personas valiosas, artistas, escritores, gente de categoría en algún aspecto. Pero también la vida real es la muestra de que las cartas son imperecederas y su perfume, como el de las rosas, sigue revoloteando por el aire, sin mácula, dejando huella.  Las flores de Georgia O'Keeffe son la mejor ilustración para contar cuántas cartas me escribía mi madre cuando me fui de casa, por ejemplo. En las cartas, que conservo, detallaba con suma precisión todos los acontecimientos de la semana o de los días. Incluso si algún hermano había hecho alguna travesura, lo que comían o bebían, si salían y adónde, lo que veían en la tele e, incluso, sus pensamientos, ideas, imaginaciones. Todas las cartas eran una evidencia clarí

Inocencia trágica

Tomo prestado este título que Ágatha Christie usó en una de sus mejores novelas para encabezar esta reseña personal sobre “Niágara” , una película extraña, extrema, exageradamente llena de emociones. Y, aunque la chica es alguien que te abruma, quiero comenzar deteniéndome en él.  Pocos actores tan versátiles como Joseph Cotten . Elegante, educado, con clase y con la extraña facultad de cambiar de registro usando, solamente, dos recursos. Su sonrisa y su mirada. La sonrisa de Cotten puede ser pérfida, desgraciada, ilusionante, confiada, amable, dispersa, paranoica, puede expresarlo casi todo. Las sonrisas son el signo distintivo de cada uno de nosotros. Podemos imitar una voz o un gesto, pero la risa, la sonrisa, son inimitables. Sabemos que, en ocasiones, una risa franca, abierta, encantadora, es un arma de seducción que no tiene apenas comparación con nada. En otras ocasiones el misterio se deshace al ver reír un rostro que, estático, puede significar algo, pero que no

Postres de papel

  E n los días más oscuros del invierno, cuando la luz se marcha pronto y la oscuridad anuncia que el día expira silencioso.  E n las tardes largas del verano, cuando el calor teje una túnica de seda sobre la ciudad y las nubes desaparecen hasta nuevo aviso.  E n los amaneceres suaves junto al mar, a punto de que los pies se incrusten en la arena y que las manos se desperecen con el compás de las olas.  E n la antesala del amor, cuando el corazón te señala que todo está a punto, que él cruzará la ciudad para verte y pronto todo estallará de gozo.  E n los postres de las despedidas, en ese momento indeciso en el que no sabes qué pensar, ni qué ocurrirá más tarde, ni por qué te has marchado. A llí donde un dolor aprieta el estómago y se queda, dejándote convulsa.  A llí cuando la tristeza te persigue y el aburrimiento te acosa.  A llí si las cosas se han torcido y necesitas aire fresco para respirar. E n los andenes de las estaciones de tren o de autobús. En la playa. En el parque del in

Mujeres, hombres y trending topic

Nadie mejor que Tamara de Lempicka con esta mujer de rojo que resulta ser Mrs. Bush y que se pintó en 1929, el año del Crack, para ilustrar este post en el que quiero hablar de mi estado de estupor ante algunas cositas que, dicho en roman paladino, claman al cielo.  De manera que se extiende sobre la faz de la Tierra una cruzada feminista según la cual hay que andarse con cuatro ojos para no convertirse una misma en objeto. Al revés que los perros (no sé si también otros animales) que han dejado de ser cosas (y bien está, porque, pobrecitos, merecen que se les trate con todo el cariño), ahora las mujeres podemos ser cosas en cuanto nos descuidemos. Y tiene sentido porque hay barbaridades que siguen ocurriendo avanzando ya el siglo XXI y mucho por hacer y por cambiar, aunque nos creamos que lo hemos conseguido.  En dirección contraria está la cruzada antifeminista que dice que los hombres pueden molestarnos e insistirnos, que eso está bonito, que todo lo del feminismo es una cuchufleta,

La disciplina de las pequeñas cosas

(William Mcgregor Paxton-1869-1941) En la oscuridad surge un rayo de luz. No es el rayo de luz de Marisol, esa niña rubia, perfecta, que iluminó los sueños de los muchachos del pasado. No es el rayo que no cesa que escribió Miguel, nuestro Miguel, el poeta del chico que te quiso y te regaló sus libros. No es el rayo que derribó al caballito que portaba al jinete del hombre de tu infancia. No. Es un atisbo, apenas una esperanza límite, un solo instante, algo etéreo, una llamada suficiente, un reclamo, un aviso.  Qué haríamos sin esa gente que lanza un haz sobre ti y te construye, con una frase, un camino, un ideario, una meta. Que te levanta en día nublado y despeja las nubes de un manotazo. Que vuelca sobre la mesa el cofre de las desdichas y las aparta hasta convertirlas en zumo de sueños realizables. Qué haríamos sin los que se llaman amigos y de verdad lo son. Traza en tu cabeza un sencillo itinerario. Coloca pequeñas cruces rojas junto a las frases de lo que has logrado. Camina sin

Un mal gusto exquisito

  Aunque podría, no voy a dedicar esta entrada a hablar de algunas celebrities que se dedican a gastarse el dinero en modelos imposibles de supuestos genios de la moda. Esto de la moda es como la cocina. Según se mire, tienen muchos puntos en común. Se trata de hacer lo más difícil posible algo que es muy sencillo. Un vestido, por ejemplo. Con sus botones o sus cremalleras, su largo y su dobladillo. Puede uno hacer piruetas, hacer el intento de dejar su sello personal y entonces convertirlo en un magnífico adefesio. Un mamarracho. Lo mismo pasa con la cocina. La alta cocina corre el peligro de convertirse en una cocina hecha para snobs a los que no les gusta comer.  Podría hablar de cocina o de moda, incluso de política, porque todo eso aparece mezclado en un guiso imperturbable. Podría hablar de cualquier cosa pero quiero hablar de sentimientos, de elecciones y de amor. Qué es el amor si no el motivo principal por el cual los seres humanos nos dedicamos a sufrir en lugar de gozar de l

Jane Austen: Cronologías

  Jane Austen vivió entre los años 1775 y 1817 , a caballo, pues, entre dos siglos. No llegó a cumplir los cuarenta y dos años de vida, ya que murió en julio de 1817 y había nacido en diciembre de 1775. La suya fue una época de cambio, un periodo de transición en todos los aspectos, sociales, económicos, políticos, culturales...Esos cambios influyeron en las formas de vida y también la sociedad va modificando sus hábitos y sus formas de relacionarse. Cualquier  persona  que estuviera en el mundo, que viviera al día, como era su caso, tenía por fuerza que conocer ese movimiento y también, por supuesto, reflexionar sobre él. Eso se observa en sus obras con  toda  nitidez.    La vida de Jane Austen se desarrolló en cuatro enclaves y tuvo su epílogo en otro quinto. Los primeros  veintiséis  años vivió en la rectoría de Steventon , en el Hampshire, con su familia, sus padres y sus hermanos. Seis de los siete hermanos que tuvo compartieron con ella infancia y otro de ellos, el que estaba en

La lluvia es un cuadro de Pissarro

  Las primeras lluvias del otoño siempre me recuerdan a París. Imagino a Pissarro atisbando tras los cristales de su ventana (vivirá en una buhardilla bohemia) y mojando el pincel para producir el delicioso efecto del agua sobre el pavimento. Las figuras humanas parecen pequeños muñecos que se movieran en un tablero y los carruajes han perdido su forma. El agua diluye las formas y solo queda el aroma, la sensación de humedad, lo mojado, los árboles sin ojos y los tejados de pizarra al fondo. Algo nos dice que la pintura se hace en el tiempo indeciso de noviembre, cuando el sol y la lluvia entablan una lucha feroz cada año. Como en la historia esa del viento y el sol, del hombre del sombrero y de la capa. El sol y la lluvia llegan al armisticio cuando sale el arcoiris, esa extraña pretensión de la naturaleza que siempre tenía un sitio en el libro de geografía. En el cuadro de Pissarro hay un par de locales abiertos, cuyos toldos no han sido retirados y te dan ganas de refugiarte en ello

El vestido

Tendrías que fijarte mucho y aún así te costaría encontrarlo. Está, o estaba, al final de las perchas, casi escondido, en el fondo del armario, en un lateral de difícil acceso. Nuevo, sin estrenar. Envuelto en una funda de plástico azul, muy tiesa y brillante. Con la etiqueta todavía colgando del cuello y esa tersura de las cosas sin tocar. Ningún piano que no haya sido machacado por las manos del hombre merece la pena, dice Eleanor Parker a un orgulloso Charlon Heston en "Cuando ruge la marabunta". La pureza es un estorbo porque significa, sobre todo, soledad, territorio no amado, no acariciado. El vestido se mantiene perfecto, huele bien, tiene la tela suavemente dispuesta dentro de la funda, el largo elegante, la forma adecuada. Es un vestido que merecería la pena usar si ello fuera posible.  Un día recibió una carta de él en la que le decía que pronto habría una cita. Una cena romántica junto al río. Él iría vestido de azul, el color que mejor le sienta, un a

Parole, parole, parole

  Me gusta la gente que sabe conversar. Esa que no necesita que le des tirones para que hable o cuente o explique. La que, de forma natural, convierte cualquier comentario en un universo de palabras. La que, ante un acontecimiento, es capaz de tener la soltura de desmenuzarlo sin caer en la repetición; de diseccionarlo sin maldad. Me gusta la gente que sabe conversar porque suele ser gente observadora. No metidos hacia dentro, escondidos en su cueva, guardándose la vida para que nada salga al exterior. Todo lo contrario. Gente libre de prejuicios y que escucha, de ese modo especial en que la escucha revierte en el otro, con ese aire que garantiza que las palabras no caen en saco roto. La conversación es el gran acto que hace de los humanos más humanos. Es un enorme espejo que se pone delante de nosotros y nos enseña nuestra imagen y la de los demás. Es un refugio cuando hay tormenta y el cielo se oscurece. Es un bálsamo para el dolor y una alegría para la esperanza.  En mi casa de la i

Como pasan las olas

(Dorothea Sharp)   Voy a mirar al frente. Allí está la cocina. Rebanadas de pan sobre la mesa. Un tarro de cristal con el aceite. Luz desde la ventana, desde las puertas, luces. En la mesa me siento y noto ese sonido peculiar del silencio cuando se acerca a mí. Muy dentro del estómago encuentro un haz de lágrimas que se han aposentado y no pueden tener permiso de salida. Voy a empezar el día y no me falta nada. Tengo hambre, una tostada, un café y mucho sueño. El tiempo tiene escrito que pasa como quiere, que surca nuestras horas sin detenerse casi. Pero yo lo discuto, lo rompo todo hoy, porque no quiero estar anclada en este día y tiene que pasar, como pasan las olas.  Planea como una incógnita el paso de este tiempo. Las lágrimas que trae, los huesos rotos, las articulaciones del alma que asemejan gotas de sol sobre una herida abierta. Vives corriendo para ver su sonrisa, vives volando para olvidar sus ojos. Entre tantos dolores una esperanza con un regusto dulce: olvidar, el consuel

Querernos vivamente

  (Albert Lebourg. Impresionismo) Mirarnos tiernamente en la terraza solitaria de un cafetín de Uzès. Sentir las manos sudorosas de caminar unidos por la tierra calma y severa de la Provenza francesa. Emocionarnos con la ruta de Austen, desde Steventon, a Bath y a Chawton. Contarte sus historias como si fuera yo la que las escribiera en el tiempo pasado. Amanecer en la Riviera, a la orilla del mar, y descubrir el color de la vela más alta de ese barco a lo lejos. Pasar la noche en vela, en una poussada portuguesa, adivinando el sonido de tu cuerpo al latir y al abrazarnos. Juntar nuestras cabezas una noche de cine de verano, tendidos en la arena, bajo la atenta luz de las estrellas, en La Misericordia, con el Mediterráneo de testigo. Pasear por la playa sintiendo que los pies se clavan en la arena y, en la espalda, el suave roce, la presión de tus manos, sólidas pero tiernas, pero vivas. Oír tus confidencias en una noche oscura del más feroz invierno, junto a una chimenea, en un lugar