La primera vez que visité Ronda tenía dieciséis años y estuve allí quince días en unas colonias escolares. En el tiempo de descubrir la vida conocí el pálpito de la ciudad y la recorrí una y mil veces por caminos que no se han olvidado, a pesar del tiempo transcurrido. Desde Santa Teresa, bajando por una calle de piedra llena de casas solariegas con escudos, el camino se abría en dos direcciones: una, la derecha a la zozobra silenciosa de la Ronda antigua, con pequeñas plazas recoletas, iglesias de enormes portalones oscuros, torres calladas y rincones llenos de arriates y plantas aromáticas. La otra, a la izquierda, al bullicio comercial, a la zona turística y plena de luz de la plaza de toros, del parque y de los restaurantes de postín. Siempre supe cuál de las dos era la dirección que mis pasos iban a tomar siempre y, si me conocéis un poco, estoy segura de que también vosotros la habréis adivinado. El tiempo no pasa en vano. Descubres un día ante el espejo que los años ha
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