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Mostrando las entradas etiquetadas como Pintura

La página del tiempo

  William Merrit Chase:  En el parque. Un camino , 1889. Amanece. El cuerpo se pregunta por los dolores viejos. Están ahí, reaparecen después del leve paréntesis de la noche. Y luego, fuera ya de la neblina del despertar, surge la gran interrogación, la que no cesa cada día: qué hago...Recuerdas entonces otro tiempo, pasas la página y miras otras cosas, las que eras. La ducha, el desayuno y el vestido. Y la calle, el aire fresco, y el aula y los alumnos. Ese tiempo que nunca pensaste que llegaría a acabar y que ha terminado dejándote sin nada, sin motivos, sin horas, con pesares.  Qué hago, dices. Y nada de lo que se te ocurre tiene mucho significado. Cualquiera de esas tareas podrías dejar de hacerlas y no pasaría nada. Nada es la palabra y vuelve a tu cabeza una y otra vez. Y los dolores. Y los adioses. Y el vacío. España limita al norte con el mar Cantábrico... Lo odias casi todo. Odias a los que son felices. Odias las ausencias. Odias a los que ríen y a los que van de vacaciones. L

Hombre de blanco, mujer de azul

(Ignacio Zuloaga. Retrato del vizconde de Villamarciel) Al entrar en la gran sala azul y blanca pienso cuán distinta es la realidad de lo que aparece en los libros. Aquí están los cuadros con toda su presencia, con todas sus imperfecciones y sus secretos; los libros, en cambio, muestran una imagen apagada, ocultando la fuerza que el pintor les puso y que viene hacia nosotros cuando nos acercamos a ellos. Por eso solo abriré las páginas del recién comprado catálogo cuando pasen unos días y el frescor de la pintura se apague en mi retina. La sala se mueve a uno y otro lado. Dos grupos se balancean como si fueran olas del mar. Uno tiene por guía a un muchacho italiano, que se disculpa por hablar mal el idioma y que, de vez en cuando, comete un error gramatical que todos perdonamos y que él rubrica con una sonrisa. El otro grupo se mueve en torno a una chica española que dice, en voz muy alta, acercaos que no me como a nadie. En los grupos hay de todo: mayores, jóvenes con sho

Grises tirando a rosa

  (Paul Cornoyer. Washington Square)  El día amanece gris pero sin convicción. Estamos esperando la lluvia y consultamos con ansia de comprobación el tiempo en el teléfono. Esa maravilla de internet, quién la hubiera tenido de muy joven. Las cosas que podríamos haber hecho, los chicos con los que hubiéramos ligado, los amores que se hubieran cruzado con la vida...Cuando el día avanza, observo que ese gris es engañoso, que no respeta las expectativas y que no tiene intención de convertirse en lluvia. Si no llueve, ese gris se habrá desperdiciado porque un día sin sol solo tiene razón de ser si llueve, si el agua mansa cae sobre la plaza y la convierte en tibio y palpitante espacio donde los niños con botas de agua dan saltos como hicimos nosotros en la calle de la infancia, charcos que dejaban huella en todo, madres que reñían, padres que sonreían, al fin y al cabo no era una trastada demasiado importante.  La música está diciendo su reiterada frase, que escucho cada vez que suena y más

Una calle que mira al sur

  (Pintura: Paul Cornoyer) Hermosa y larga, mi calle miraba al sur y se escondía de los malos vientos. Del calor del levante en el verano y del brumoso poniente en cualquier fecha. Así escribía su historia día a día, poco a poco, como si la vida no fuera otra cosa que las puntadas en un mantel de hilo. Puntada tras puntada, muy despacio, haciendo que el reloj no tuviera sitio para el aburrimiento. Las azoteas templadas del mediodía, las noches junto al cine de verano, las tardes de charla en las casapuertas, las mañanas junto a la taza de café en la cocina... La calle tenía un curioso resplandor que la convertía en escenario de cuentos. Los disfraces y las fiestas, la hora del cante, las miradas ruidosas, la gente que iba y venía, pisando sus piedras, sus aceras, logrando así el milagro de una convivencia más antillana que otra cosa. Todos los mares se apostaban a su alrededor para lograr el milagro de la risa y había quien no podía comprender cómo la escasez se convertía en chiste y l

La mujer con pantalones

  Gertrude Valderbilt Whitney posa en 1916 para Robert Henri con el descontento de su marido,  el banquero e inversor Harry Payne Whitney, que se negó a que el cuadro de su mujer en pantalones luciera en el salón de su casa.  Henri quiso retratar así a la mujer moderna en una pose eminentemente clásica. El cuadro está ahora en el Museo Whitney de Arte Americano. Es verdad que Gertrude no era una mujer al uso, sino una verdadera artista, que conoció bien la bohemia de París, estudió junto a Augusto Rodin y tenía las ideas muy claras.  El cuadro es ciertamente extraño. Mucho más en un pintor como Henri, uno de los fundadores de la escuela de Ashcan, que pretendía retratar a las clases populares de su época en la ciudad de Nueva York a modo de retratos realistas. Había nacido en 1865 en Cincinnati, Ohio, perteneciente a una curiosa familia de emprendedores propensos a los líos y que tuvieron peripecias para dar y tomar. La vida de Henri y los suyos bien daría para una serie de televisión.

Cuestión de aves y flores

Él estaba al otro lado del atril, en alto, como si fuera un predicador. Pero no lo era. La conferencia tenía un tema encantador: Aves y flores en la literatura medieval. ¿A quién podría habérsele ocurrido algo así? Seguramente a algún afanoso organizador, una de esas personas originales e insensatas que pueblan los círculos culturales. Algún amante de la Edad Media o quizá un novelero sin remedio. Él estaba allí arriba, vestido de una forma muy peculiar, colocando los folios, mientras el público esperaba.  Era el despertar del verano, casi las nueve de la noche y él parecía haber salido de “Muerte en Venecia”. Iba vestido de beige y marrón, un marrón espeso, demasiado para la hora y la temperatura. Pero le quedaba bien. Conjugaba con cierta forma ceremoniosa de mover las manos y, sobre todo, con los ojos, de un grisáceo muy raro. En realidad, no podía asegurar que tuviera los ojos grises, solo lo parecía con la iluminación del atril, pero, en todo caso, era un hombre con apa

"Todo lo que perdí: por lo que muero"

(Douglas Aagard) Otro tiempo vendrá Otro tiempo vendrá distinto a éste. Y alguien dirá: «Hablaste mal. Debiste haber contado otras historias: violines estirándose indolentes en una noche densa de perfumes, bellas palabras calificativas para expresar amor ilimitado, amor al fin sobre las cosas todas». Pero hoy, cuando es la luz del alba como la espuma sucia de un día anticipadamente inútil, estoy aquí, insomne, fatigado, velando mis armas derrotadas, y canto todo lo que perdí: por lo que muero. (Ángel González) Así que pase el tiempo, la vida, todo, en honda soledad, en verso eterno. Así, lo que perdí, contigo, lo que fuiste, cuando el adiós sustituyó a la vida, en silencios que claman, viejas huellas, dándolo todo, tú, en la tierra, amor desamparado, nada queda. 

Austen viste con muselinas

(Francisco de Goya y Lucientes. La Tirana. Academia de San Fernando. Madrid, 1788/89) Si lees con atención "La abadía de Northanger" de Jane Austen, recordarás la charla que mantiene el señor Tilney con la señora Allen en uno de los salones de baile de Bath al poco de conocerse. La charla es sobre vestidos y, cómo no, sobre muselinas. La muselina es la reina del vestido en el siglo XVIII europeo y por eso aparece una y otra vez en los libros de Austen, en los retratos de los artistas pictóricos y en todas las recreaciones bien hechas de esa época. Para llegar al estilismo que lucen Elizabeth Bennet, o Elinor Dashwood o Emma Woodhouse, la moda había recorrido un camino interesante. Y ese recorrido tiene tanto que ver con la propia evolución del gusto femenino como con los acontecimientos políticos y sociales, también económicos. La moda no es algo ajeno a la vida, sino todo lo contrario, una muestra evidente de qué somos y cómo vivimos. Por eso resulta tan atractivo d

Sanditon, la historia inacabada

Pocas imágenes más acertadas para representar "Sanditon" que estas mujeres en la playa de Sorolla . Los vestidos blancos, las telas suaves, las sombrillas, los sombreros de paja adornados con lazos y flores, todo nos da la imagen de la cercanía del mar en aquellos años. Aunque el pintor nació en 1863, en plena época victoriana inglesa, ya se anticipaba en la novela el cambio de moda. Cuando la guerra entre Francia e Inglaterra termina, en 1815, el vestuario dejó atrás algunas costumbres propias del Directorio francés y se va adentrando en lo que será la moda victoriana. Cinturas en su sitio, cuellos altos, mangas largas, crisolinas, faldas de capa, todo muy distinto de la clásica, sencilla, elegante y simple moda georgiana.   Jane Austen escribe "Sanditon" , en 1817, es decir,  en un momento de transición. La obra de Sorolla en lo que se refiere a las escenas de playa bien puede darnos una idea de la efervescencia que produjeron en las familias de entonces l

Los objetos viven en los bares

Los bares, esos sitios que se visitan esporádicamente o donde se "para". Ese concepto, el de "parar en un bar" es muy antiguo. En la calle  había uno o dos sitios donde siempre estaba la misma gente. Eso  causaba extrañeza y cierto desasosiego. Qué hacen ahí, se preguntaba. Claro que no había respuestas. Porque esa pregunta era siempre interior, íntima y, en realidad, retórica. Los observaba sin que la vieran cuando pasaba por la puerta y desde lejos. Los hombres, siempre eran hombres, permanecían estáticos, algunos acodados en la barra, otros en mesas. Algunos, en grupo; otros, solos. Los solitarios  llamaban la atención. No hablaban ni decían nada. Al menos en la imaginación eran gente atormentada, gente que tenía cuentas pendientes consigo mismo. Era como si Clint Eastwood hubiera bajado de la pantalla del cine de verano y se hubiera situado allí, en un rincón, sin partir peras con nadie. Tenían siempre un vaso delante. Un vaso de vino, una chiquita, y nun

He oído florecer a los almendros

He oído florecer a los almendros y la luz amarilla del sol ha aparecido debajo de una sábana. Las lámparas escupen los silencios y el viejo ventanal, apenas entreabierto, trae lunas de otros años, otras vidas. En esa intersección de la amargura, cuando los tiempos tiemblan y vibran sin motivos, he escuchado las voces de todas las historias y escrito sobre el aire un viento lastimero, una nueva razón que tiene la apariencia de ser nada.  (Pintura de Louis Valtat) 

Que no se apague el mar

The Long Leg, Edward Hopper, 1930 Que no se apague el mar aunque nosotros no pisemos la arena de la playa. Al fin, la playa es solo un subterfugio, una excusa, una parte del tiempo que gastamos para pensar en nada. Extendidos los brazos hacia el sol que vigila, el mar tiene una deuda pendiente cuando lo convertimos en un modo de estar y no de ser. Ese azul que se mezcla con el cielo tiene una explicación pero no la sabemos porque sigue a la duda y la duda es eterna. Ese molino blanco que azota el horizonte puede que albergue una historia de amor, la de Birkin y Úrsula, tan cansada y perdida, que no había forma de entender por qué los hombres huyen y las mujeres lloran.  Regata en Villers, Gustave Caillebotte, 1880 Que no se apague el mar. En lontananza las barcos que miran el susurro del agua embravecida. Todas las sensaciones, cada una con su color. El violento batir de las esclusas, el sueño compartido de las velas, el aire silencioso del levante o poniente, el gri

Dufy en una carretera azul

Raoul Dufy podía haber nacido en Cádiz. Sus azules hubieran sido tan turgentes y vivos como pueden apreciarse en sus cuadros. La obra de Dufy es para mí el santo y seña del mar, la auténtica viveza del tiempo de los encuentros, las olas en su navegar hacia la orilla. El océano rodeado de la pequeña y multicolor marea de gente que apenas entiende algo más que ese bienestar irrepetible de su brisa. Mi mar, mi océano, está en los cuadros de Dufy.  El marido de Edna O´Brien aborrecía que ella escribiera. Y tuvieron sus más y sus menos. Diferencias irreconciliables lo llamaría un abogado de divorcios. Yo lo llamo incapacidad para amar y para ser generoso con uno mismo. Envidiar el talento del otro es pecado. Envidiar el talento de alguien a quien deberías querer es mediocridad. Y ser mediocre es peor que ser un pecador. Cuando Ernest descubrió el borrador en el que ella describía una carretera azul en un paisaje que su cabeza había recreado a partir de las ondas azules de

Yo tuve una estrella de mar

(William Merrit Chase)  Las tardes del verano eran siempre la antesala de una noche llena de sorpresas. Recogíamos los bártulos de enseñar nuestras funciones de teatro caseras y luego nos sentábamos al abrigo del sol, esperando la caricia fresca del viento de la tarde, para poder comentar las historias del día. Esa palabra nos rondaba siempre: "historias". Había historias para todos. Historias de vecinos, de amores, de amigos, del colegio, de los juegos, de la tele, de los libros...Inventábamos historias cuando no existían en realidad. Escribíamos historias, dando un paso más, haciendo de aquello un juego permanente. Luego he sabido que existían otras familias como la mía, ancladas en torno a la palabra, los libros y las historias, pero entonces aquello era muy exótico pues ninguno de mis amigos tenía esa vocación de teatro ambulante que nosotros poseíamos. Por eso se colocaba de lado a lado del patio, amarrados fuertemente a los barrotes de hierro de dos ventanas, una tela d