Ir al contenido principal

En el cine, años cincuenta


El cine fue el gran milagro del ocio en el siglo XX. La alegría de las noches del sábado, la mejor forma de disfrutar si tenías pareja, si ibas en familia o con amigos. El cine cambió la forma de vivir la realidad y de soñar la vida. Todo se convertía en un vocabulario especial y nuevo. La cinefilia unió a las personas en un lenguaje común, en un encuentro que ningún otro arte ha logrado. Las películas imprimen carácter y sus personajes son parte de la existencia cotidiana. Las modas surgieron del cine y la historia personal de las estrellas fueron el espejo en el que mirarse. Sin el cine, la cotidianeidad hubiera sido más gris, más oscura, menos abierta y libre. Las colas para los grandes estrenos eran el símbolo del deseo de algo mejor. El cine fue la ventana abierta al exterior, la muestra de que la vida se podía escribir con otros renglones. 

Los años cincuenta en España tienen un resto de sufrimiento añadido que es difícil olvidar. Las cosas estaban condicionadas por la escasez, por el signo político, por la historia previa. Solo hacía una década que la guerra civil había terminado pero sus secuelas se prolongaron mucho más tiempo. Cuánta gente acudía al cine para tomarse un respiro en sus problemas, para pensar que otro mundo existía, para dejarse llevar por la ilusión. Fue una medicina, un reclamo, un modo de existir, una fuerza diferente. Esas muchachas de vestidos ajustados a la cintura y faldas amplias, de cuello de barco y tacones puntiagudos, de melena francesa y de guantes al codo. Esas muchachas que usaban pantalones anchos y camisas masculinas, que querían emular a las mujeres de la pantalla, de alguna forma, de modo que su barrio, su pueblo, su ciudad, tuvieran el aire cosmopolita de las ciudades del cine. 



Bette Davis fue entonces la excéntrica actriz en el declive que tiene que sortear los obstáculos de las advenedizas, de Anne Baxter y de la explosiva señorita Monroe, mientras su director favorito dudaba entre soportar su mal genio y admirar su grandeza de espíritu. Por su parte, Gary Cooper, solo ante el peligro, perpetuaba la imagen del hombre íntegro, que era capaz de sufrirlo todo con tal de mantener sus principios. Unos principios que había olvidado Marlon Brando en los muelles, aunque en un momento dado el amor por Eve Marie Saint le hizo recordarlo. Otro actor del Método, Paul Newman, vivía una ambigua relación con la bellísima Liz Taylor y sus ojos color violeta, esa gata hambrienta que se quemaba en un silencio imposible. En la dulce Irlanda, los ojos eran verdes, verdes los paisajes y rojo fuego el cabello de Maureen luchando con la esquiva realidad del hombre tranquilo, Wayne al uso y al encuentro de los paisanos remisos. Ese mismo individuo que observaba desde un marco hopperiano la marcha de los pioneros en busca de la chica desaparecida, en el desierto, centauros clásicos, visiones maniqueas pero espectaculares. Tras los cristales de una ventana indiscreta James Stewart se mostraba reticente a pedirle matrimonio a la preciosa Grace, con su vestido blanco majestuoso y su neceser de chica moderna y a la última. Y, en el tribunal de justicia, ese que es tan cinematográfico con sus grandes columnas, el hombre del traje blanco de lino, Fonda, clamaba en el desierto, inventando la asertividad y manteniendo que la duda razonable es el eje de la democracia. 

Al mismo tiempo, en España, Pepe Isbert daba un memorable discurso en el balcón del pueblo, al tiempo que Lolita Sevilla ensayaba una copla y los americanos pasaban raudos levantando una nube de polvo, de leche en polvo servida en los colegios, residuos últimos y pobres de un plan Marshall descafeinado. 

Cine, cine, cine, más cine por favor. 


(Fotografías de Arnold Newman, Nueva York, 1918-2006)

Comentarios

Entradas populares de este blog

“El dilema de Neo“ de David Cerdá

  Mi padre nos enseñó la importancia de cumplir los compromisos adquiridos y mi madre a echar siempre una mirada irónica, humorística, a las circunstancias de la vida. Eran muy distintos. Sin embargo, supieron crear intuitivamente un universo cohesionado a la hora de educar a sus muchísimos hijos. Si alguno de nosotros no maneja bien esas enseñanzas no es culpa de ellos sino de la imperfección natural de los seres humanos. En ese universo había palabras fetiche. Una era la libertad, otra la bondad, otra la responsabilidad, otra la compasión, otra el honor. Lo he recordado leyendo El dilema de Neo.  A mí me gusta el arranque de este libro. Digamos, su leit motiv. Su preocupación porque seamos personas libres con todo lo que esa libertad conlleva. Buen juicio, una dosis de esperanza nada desdeñable, capacidad para construir nuestras vidas y una sana comunicación con el prójimo. Creo que la palabra “prójimo“ está antigua, devaluada, no se lleva. Pero es lo exacto, me parece. Y es importan

La hora de las palabras

 Hay un tiempo de silencio y un tiempo de sonidos; un tiempo de luz y otro de oscuridad; hay un tiempo de risas y otro tiempo de amargura; hay un tiempo de miradas y otro de palabras. La hora de las miradas siempre lleva consigo un algo nostálgico, y esa nostalgia es de la peor especie, la peor clase de nostalgia que puedes imaginar, la de los imposibles. Puedes recordar con deseo de volver un lugar en el que fuiste feliz, puedes volver incluso. Pero la nostalgia de aquellos momentos siempre será un cauce insatisfecho, pues nada de lo que ha sido va a volver a repetirse. Así que la claridad de las palabras es la única que tiene efectos duraderos. Quizá no eres capaz de volver a sentirte como entonces pero sí de escribirlo y convertirlo en un frontispicio lleno de palabras que hieren. Al fin, de aquel verano sin palabras, de aquel tiempo sin libros, sin cuadernos, sin frases en el ordenador, sin apuntes, sin notas, sin bolígrafos o cuadernos, sin discursos, sin elegías, sin églogas, sin

Siete mujeres y una cámara

  La maestra de todas ellas y la que trajo la modernidad a la escritura fue Jane Austen. La frescura de sus personajes puede trasladarse a cualquier época, de modo que no se puede considerar antigua ni pasada de moda, todo lo contrario. Cronológicamente le sigue Edith Wharton pero entre las dos hay casi un siglo de diferencia y en un siglo puede pasar de todo. Austen fue una maestra con una obra escasa y Wharton cogió el bastón de la maestra y llevó a cabo una obra densa, larga y variada. Veinte años después nació Virginia Woolf y aquí no solo se reverdece la maestría sino que, en cierto modo, hay una vuelta de tuerca porque reflexionó sobre la escritura, sobre las mujeres que escriben y lo dejó por escrito, lo que no quiere decir que Edith y Jane no tuvieran ya claros algunos de esos postulados que Virginia convierte en casi leyes. Ocho años más tarde que Virginia nació Agatha Christie y aunque su obra no tiene nada que ver con las anteriores dio un salto enorme en lo que a considerac

La primavera es una cesta llena de libros

 /Foto C.L.B. Archivo personal/ Una de mis viejas amigas (viejas porque son de toda la vida) tiene siempre a flor de piel el deseo de encontrar un lugar tranquilo donde sentarse a leer y a tomarse una taza de té. Creo que lo del té es reminiscencia de nuestras lecturas inglesas, porque todas nosotras, ineludiblemente y sin razón alguna, tenemos en esa literatura una referencia constante. No solo hemos leído muchos libros de autores ingleses y estadounidenses sino que los comentamos y nos intercambiamos exclamaciones, interrogaciones y toda suerte de signos estrambóticos. Sentarse en un lugar tranquilo, a resguardo de los vientos y del sol inclemente, mientras el té se va enfriando y tú estás inmersa totalmente en el libro, es un sueño que ella expresa cada vez que se le pregunta qué desearía hacer en ese mismo instante. Y, tanto lo repite, que todas las demás pensamos que, en realidad, ella es una de esas muchachas de la campiña que viven en casas solariegas o en pequeños cottages y qu

Rocío

  Tiene la belleza veneciana de las mujeres de Eugene de Blaas y el aire cosmopolita de una chica de barrio. Cuando recorríamos las aulas de la universidad había siempre una chispa a punto de saltar que nos obligaba a reír y, a veces, también a llorar. Penas y alegrías suelen darse la mano en la juventud y las dos conocíamos su eco, su sabor, su sonido. Visitábamos las galerías de arte cuando había inauguración y canapés y conocíamos a los pintores por su estilo, como expertas en libros del laboratorio y como visitantes asiduas de una Roma desconocida. En esos años, todos los días parecían primavera y ella jugaba con el viento como una odalisca, como si no hubiera nada más que los juegos del amor que a las dos nos estaban cercando. La historia tenía significados que nadie más que nosotras conocía y también la poesía y la música. El flamenco era su santo y seña y fue el punto culminante de nuestro encuentro. Ella lo traía de familia y yo de vocación. Y ese aire no nos abandona desde ent

Si hay prisa, no hay literatura

*Lucia Berlin, escritora, 1936-2004 *********** Lo contaba en una entrevista grabada en el escritor recién fallecido Paul Auster. Tras ocho horas de trabajo diario, como si fuera un obrero de la literatura, se daba por satisfecho si alguna vez de forma extraordinaria conseguía tener tres páginas terminadas. Lo normal es acabar una sola página y en circunstancias buenas quizás dos. Y nos cuenta su método. Un párrafo que se escribe y se reforma una y otra vez, continuamente, se escribe, se reescribe, se corrige, se vuelve a escribir. Hasta que, nos dice, quede suave, limpio, armónico, como si de ese fragmento surgiera música, rítmico, a compás diríamos nosotros. Ese cuidado en la escritura, esa placidez a la hora de escoger las palabras, es una de las grandes cimas de la creación y cuando se logra, cuando una es capaz de olvidarse la prisa, la inmediatez, la necesidad urgente de decir algo, cuando puedes sentir el sosiego de escribir despacio, de buscar despacio en tu mente las palabras

“Anna Karénina“ de Lev N. Tolstói

Leí esta novela hace muchos años y no he vuelto a releerla completa. Solo fragmentos de vez en cuando, pasajes que me despiertan interés. Sin embargo, no he olvidado sus personajes, su trama, sus momentos cumbre, su trasfondo, su contexto, su sentido. Su espíritu. Es una obra que deja poso. Es una novela que no pasa nunca desapercibida y tiene como protagonista a una mujer poderosa y, a la vez, tan débil y desgraciada que te despierta sentimientos encontrados. Como le sucede a las otras dos grandes novelas del novecientos, Ana Ozores de La Regenta y Emma Bovary de Madame Bovary, no se trata de personas a las que haya que imitar ni admirar, porque más que otra cosa tienen grandes defectos, porque sus conductas no son nada ejemplares y porque parecen haber sido trazadas por sus mejores enemigos. Eso puede llamarse realismo. Con cierta dosis de exageración a pesar de que no se incida en este punto cuando se habla de ellos. Los hombres que las escribieron, Tolstói, Clarín y Flaubert, no da