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El hermano Francis

(Puerto de Porstmouth, fines XVIII, principios XIX, Thomas Whitcombe) La privilegiada situación geográfica de la ciudad de Porstmouth, en un resguardo del mar y enfrente de la isla de Whigth, la convirtió en centro de la actividad naval durante muchos años, incluso siglos, y todavía es ahora una importante ciudad marítima, con un puerto comercial en plena actividad, un astillero y una base militar. Pero, en los años en que vivió Jane Austen, estaba allí la escuela naval en la que se formaban los futuros marinos ingleses. Todavía se conserva como reliquia el puerto histórico y en él la HMS Victory, que comandaba el almirante Nelson, héroe nacional, en su victoria sobre los españoles en la batalla de Trafalfar. A esa escuela naval asistió desde los doce años Francis William Austen (1774-1865), tan solo un año mayor que la escritora. Conocido hoy como sir Francis Austen, por el título alcanzado en su trayectoria, tuvo una larga hoja de servicios que le llevó a lograr el grado de almirante

Inocencia

  No hay mayor inocencia de la que sostienes cuando todavía vistes una blusa que te ha cosido tu madre. Has mirado en la revista de modas, has ido a comprar un retal en la tienda de tejidos de siempre, has elegido un modelo y te has imaginado a ti misma en medio de todo, fulgurando a la luz de las estrellas, sembrando dicha bajo el sol. Recuerdas la sudadera rosa, recuerdas la cazadora blanca, recuerdas los pendientes de mercadillo, los recuerdas. Recordar es un lujo que la vida te ofrece. Y tu mirada…¿Qué miras? ¿Cuál es la gran pregunta? Hoy no sé lo que piensas. Se nota en la forma en que miras a un punto indeterminado, no se sabe a quién, no se puede descubrir el motivo de esos ojos, de esa especie de tristeza mínima, de esa sonrisa sin definir. Cuando la sonrisa falta, hay algo que parece perderse y quizá entonces ya adivinabas algo, ya sabías que las cosas no tenían futuro. En un fondo indeterminado, que no reconoces con el paso del tiempo, ella parece preguntarse todo y no halla

Los días más frívolos

A veces es difícil enhebrar las agujas. Se descose el vestido. Se hace largo y se pasa de moda. Por mucho que quieras adornarlo con puntillas, adornos y otro tinte, el tiempo lo ha convertido en pasado, y el pasado no vuelve. Entonces miras a lo lejos y esperas que las cosas se ajusten y que todo se convierta en un nuevo cauce, algo en lo que reparar sin ganas o sin vuelta. La mano pensativa. Los ojos ocultos tras las gafas. El pequeño reloj, que fue un regalo. El lugar lleno de gente y la tarde cayendo en la ciudad del mar y vacaciones. La piel tersa, la juventud completa, los pendientes de cristal, el pelo cayendo sin pensarlo siquiera. Esos días de Sanlúcar, esas tardes de helado y de conversaciones, esas noches de inocente locura, esos amaneceres. Sanlúcar en un sueño, en una espera, allá quedó, tan lejos, tan enorme y ansiado.  (Foto: Luis de la Rosa. Sanlúcar de Barrameda. Cádiz) 

Aquellos ojos verdes

No diré su nombre por prudencia y porque los nombres, al fin y al cabo, importan poco. La esencia, las horas, los sonidos y las voces, todas esas cosas que no admiten reserva, están depositadas allá donde la memoria no puede hallar batalla. Días gloriosos que tenían siempre una explicación. Los tiempos en los que el verano iba abriéndose paso entre el gozo y la duda, siempre ardiente, siempre insatisfecha, siempre en brazos del amor que no acababa nunca. Si la vida se viviera del revés hubiera sabido entonces que era él, él quien habría de llegar para quedarse. Pero la juventud tiene la mala costumbre de convertir una tontería en categoría, y un desliz en causa común. Ahí, en ese momento, sin embargo, falda de rayas celestes, camiseta a juego, sandalias de piel y ese bolso azul inseparable, ahí, en ese momento, todavía el sueño era posible, todavía aquellos ojos verdes convertían el objetivo de la cámara en una canción que hablaba de deseo, de enorme deseo satisfecho y por venir. E

A tu orilla

El viento no era nuestro enemigo. Ninguno de ellos, ni el levante, ni el poniente, ni el sur, podía evitar que recorriéramos con ansia cualquiera de esos caminos que antes otros habían trillado pero que, para nosotros, eran nuevos. Las ciudades, los pueblos, las orillas de las playas, las plazas de las ciudades, las calles de los pueblos, los puertos, los atajos, las cordilleras, el monte, el campo. Siempre buscabas campo porque decías que aquí no había, que solo eran pequeños matojos, yerba, setos, nada de verdadero campo, el campo salvaje, virgen, de tu tierra. En tu pequeño pueblo, tan desconocido para todos, el campo era el punto y aparte de las cosas. Como si fueras irlandés y hubieras nacido en una granja. Entonces yo no lo sabía, pero serían los hombres de campo los que escribirían gran parte de mi historia. El viento no era nuestro enemigo y corríamos adonde podíamos amarnos sin reservas, sin testigos, sin vecinos ni voces. Aquellos días inmaculados, verdes, dorados y lleno

Barcelona y Esteban

En las tiendas de segunda mano de Barcelona encontré esa falda de flores, que se abría como un pañal y que se movía al andar como si yo fuera una chica brasileña. Y me coloqué ese día un pañuelo portugués a modo de blusa, sin sujetador ni nada parecido, porque para eso era joven y podía hacerlo. Y las esparteñas negras con flores, que se esconden en el suelo, con ese césped tan poco agradable de la foto. Y allí estaba Esteban, con nuestra pequeña primita, uno de esos veranos en las que recorría España a conocer a toda esa familia que andaba desperdigada. Ahora Esteban se llama Esteve, ha reivindicado los apellidos catalanes de su padre, que son un montón, y tiene banderas esteladas en todas sus redes sociales, así como si nada. Pero entonces era un chaval maravilloso, lleno de ingenio y de gracia, de sentido del humor, de perfecto slapstick de comedia. Los espías nos vigilaban y nos partíamos de risa. Y yo colocaba lazos rojos en la melena, para convertirla en esas coletas rubias

La imagen del adiós

 (Foto: M. Litrán. Sevilla) Solo a un fotógrafo se le puede ocurrir hacer una foto a su ex-mujer justo en el momento en que abandona el juzgado convertida en su ex-mujer. Te parece tan lejano ese momento...Miras a la chica y quieres reconocer en ella el sentimiento de entonces. Quizá alivio, quizá inconsciencia, quizá deseos de cerrar algunas puertas, quizá la marca del error, quizá "eso es la vida", quizá, de nuevo, una manera de salir corriendo...Tanto puede haber nostalgia adelantada como tristeza efímera en esa forma de mirar. No lo sabía pero ahí empezó otro capítulo y en ese otro capítulo la soledad será protagonista. Hay soledad cuando te apartas del camino prefijado, cuando dejas a un lado lo que construiste, siquiera livianamente. Le dijiste adiós y no miraste atrás y todavía hoy no sabes si hiciste bien o mal. Pero no podías hacer otra cosa. Salvo esa. Firmar en un papel. Hacerte una foto. Marcharte sola. Sola en una casa solitaria. Sola en la vida. Sola en todo. Vo

Cachivaches

Sabía que esta era la ciudad del despertar. Que, al pasar los meses, ahí se daría el milagro de volver a mirarlo todo sin demasiada niebla, sin demasiadas lágrimas. Y así fue. No hubo error. El tren nos dejó en una estación atestada un puente de Mayo. Saltamos de él con alegría, cimbreamos nuestras maletas al tiempo que llegábamos, andando, al hotel. Estaba a un paso. Lo habíamos elegido a sabiendas. No queríamos metros, ni autobuses, ni taxis. Simplemente andar y andar por las calles. Y lo logramos. La habitación era muy blanca y tenía unas almohadas magníficas. Esa noche dormí bien por primera vez en varios años. Recuerdo la blandura de la almohada y recuerdo el despertar, sin fantasmas. Todo nos sabía a gloria. El desayuno, el camino hacia los museos, la gente que nos hablaba, ese tipo que quería ligar y que espantamos, el break al mediodía, la noche con las cenas y luego las copitas, la cerveza con la que brindamos, los regalos que compramos y la ropa que nos pusimos. Todo

Con música de fado

Volamos. A través de las ventanillas del coche (de un azul oscuro, casi noche), veíamos los olivos del Aljarafe que se quedaban atrás, cruzamos la frontera, entramos cerca de la costa, visitamos Tavira, comimos en Praia Verde y, a la caída de la tarde, llegamos a nuestro destino, confiados, felices, juntos. La visita al mercado por la mañana trajo la primera pelea (qué sería de aquellas horas sin nuestras discusiones por todas y cada una de las tonterías del mundo) y luego comimos langosta y cenamos en Faro y compramos cosas que para nada servían, salvo para mirarlas ahora y recordarte. Los años felices nunca deberían convertirse en vacío sino rellenar para siempre cada hueco de tu vida. En eso tú eras un maestro. Al otro lado de la foto, ahí estabas entonces. Me gustaría verte. De qué forma me mirabas al captar la instantánea. Pero ya no es posible. Aunque te quiero.  (Foto: Antonio Mesa. Armaçao da Pera. Algarve. Portugal)

Ronda, con ropa prestada

Algunas ciudades nos conquistan para siempre y esta es una de ellas. Se trata de Ronda, a la que conozco muy bien porque tuve la suerte de pasar en ella quince días, cuando tenía quince años, y fui allí de monitora a un campamento de chicas. Fueron días espléndidos, a la sombra del Hogar Santa Teresa, con vistas al Tajo, con compañeras que eran una delicia, gente guapa y marchosa, y también con niñas musulmanas que me intentaron enseñar a bailar la danza del vientre. Con una de ellas, Malika, me estuve escribiendo mucho tiempo, pero perdí su dirección y me cambié de casa, de modo que perdimos el contacto. Cómo será ahora, cómo estará, por dónde andará.  Los días y las noches en aquel sitio eran espectaculares. Recorríamos la ciudad entera, era agosto y hacía calor, pero nos pegábamos a las paredes de piedra para absorber el fresco. Lo conocíamos todo, lo visitamos todo, el parque, las iglesias, las calles, las obras de arte, todo lo que se puede conocer y amar. Era un sueño hecho r

Las islas lejanas

Éramos un ejército sin pretensiones de batalla. Ese verano, el último de un tiempo que nos había hechizado, tuvimos que explorar todas las tempestades, cruzar todas las puertas, airear las ventanas. Mirábamos al futuro y cada uno guardaba dentro de sí el nombre de su esperanza. Teníamos la ambición de vivir, que no era poco. Y algunos, pensábamos cruzar la frontera del mar, dejar atrás los esteros y las noches en la Plaza del Rey, pasear por otros entornos y levantarnos sin dar explicaciones. Fuimos un grupo durante aquellos meses y convertimos en fotografía nuestros paisajes. Los vestidos, el pelo largo y liso, la blusa, con adornos amarillos, el azul, todo azul, de aquel nuestro horizonte. Teníamos la esperanza y no pensamos nunca que fuera a perderse en cualquier recodo de aquel porvenir. Esa es la sonrisa del adiós y la mirada de quien sabe que ya nunca nada se escribirá con las mismas palabras.  (Foto: Manuel Amaya. San Fernando. Cádiz)

Esperándote

Yo te quería tanto, tantísimo, era un amor tan grande, como grande fue el desengaño ante una traición que quizá no entendiste como tal, pero que lo era. Yo te quería tantísimo que esperaba continuamente algún milagro, algo que encajara, que volvieras, que estuvieras, que fueras. Y, al principio, fue así. O quizá siempre fue así y yo no supe verlo. No se deberían tener veinte años y tirar por la borda el amor simplemente porque alguien te susurra al oído una confidencia que debió haberse callado. Tiempo después, lo recuerdo, volvimos a encontrarnos y tú conservabas exactamente la misma extraordinaria mirada color verde, y esa sonrisa blanca, con una boca que debería ser besada sin parar. Estabas allí, nos miramos y no hubo forma de desatar el nudo, porque ninguno de los dos, yo menos que nada, entendimos que había que luchar, que todo no vendría dado. Fui yo la que desaté la cinta que nos unía junto a aquel mar de ensueño, fui yo y lo recuerdo sin perdón. Te he perdonado a ti, qué

Un paraíso en el sur de Francia

El mes de septiembre es para vivir junto a viñedos, aspirando el tierno sabor de la planta crecida, tomando helados en una mansión del siglo XV y sentados en un café cualquiera de Uzés. Es entonces cuando le tomas la medida a la vida, cuando entiendes que hay sensaciones que bien merecen lágrimas futuras. Es entonces cuando tu sonrisa lo dice todo, cuando has conocido la alegría de vivir de la que hablan los poetas. El sur de Francia es el telón de fondo de toda la poesía. Sus ciudades, sus carreteras, aquellos amigos, los muros del liceo, las comidas escasas, los puestos de la calle, las librerías tan llenas, todo es un santo y seña de la felicidad y del disfrute. Qué dulces pasaron esas horas, qué tiernas las miradas, qué llenas de pasión las esperanzas, qué grande todo, qué especial sin que entonces supieras que era efímero, porque los lazos del amor, a veces, son demasiado fáciles de desatar... (Foto: Manuel Litrán. Nîmes. Provenza. Francia)

Quioscos

  Yo soy mucho de quioscos de toda la vida. En cuanto tenía algún dinero me iba al quiosco de la plazoleta y compraba, además de alguna chuchería (pocas, porque nunca me han gustado demasiado), algo de lectura. "No tengo nada que leer" era mi latiguillo, el que obligaba a mi madre a decir "vete al quiosco o a la imprenta a buscar algo". La imprenta es la forma habitual que usábamos para hablar de nuestra librería de cabecera. De modo que me iba al quiosco y allí buscaba algún tebeo. O una revista, o un periódico, o, sobre todo, alguna oferta de libros. Me encantan esos cartones grandes en los que las editoriales lanzan las promociones. Yo compraba muchas de las promociones al inicio, cuando ofrecían dos por uno o eran más baratas. Cruzaba la calle desde la plazoleta llevando el armatoste y algún vecino me decía en voz baja, ya está esa niña con los libros. Pasados los años, todos me recuerdan así, con un libro en la mano, de igual forma que otras niñas llevaban sie

"Dos" de Irène Némirovsky

    Dos Título original: Deux Irène Némirovsky Traducción del francés de José Antonio Soriano Marco Editorial Salamandra Primera reimpresión abril 2023 Imagen de la cubierta: Wanda Wulz La última novela publicada de las que dejó escritas Irène Némirovsky es esta y la publica su editorial habitual, Salamandra. Los lectores que amamos a Irène esperamos siempre que surja algún nuevo original que podamos leer con esa mezcla de admiración y cariño que nos suscita su literatura. El "irenismo" es muy reconocible. Y también lo es esa dualidad que la escritora pone en sus palabras: ironía y compasión al mismo tiempo. Este libro se publicó en 1938 en la revista Gringoire y salió como libro un año después, en 1932. Recordemos que Irène, que había nacido en 1903, moriría de tifus en el campo de concentración de Autchwitz, al que había sido deportada por su condición de judía, en 1942, es decir, con 39 años. Grigoire había seguido publicando artículos suyos incluso cuando la guerra comenz