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La lluvia es un cuadro de Pissarro

  Las primeras lluvias del otoño siempre me recuerdan a París. Imagino a Pissarro atisbando tras los cristales de su ventana (vivirá en una buhardilla bohemia) y mojando el pincel para producir el delicioso efecto del agua sobre el pavimento. Las figuras humanas parecen pequeños muñecos que se movieran en un tablero y los carruajes han perdido su forma. El agua diluye las formas y solo queda el aroma, la sensación de humedad, lo mojado, los árboles sin ojos y los tejados de pizarra al fondo. Algo nos dice que la pintura se hace en el tiempo indeciso de noviembre, cuando el sol y la lluvia entablan una lucha feroz cada año. Como en la historia esa del viento y el sol, del hombre del sombrero y de la capa. El sol y la lluvia llegan al armisticio cuando sale el arcoiris, esa extraña pretensión de la naturaleza que siempre tenía un sitio en el libro de geografía. En el cuadro de Pissarro hay un par de locales abiertos, cuyos toldos no han sido retirados y te dan ganas de refugiarte en ello

El vestido

Tendrías que fijarte mucho y aún así te costaría encontrarlo. Está, o estaba, al final de las perchas, casi escondido, en el fondo del armario, en un lateral de difícil acceso. Nuevo, sin estrenar. Envuelto en una funda de plástico azul, muy tiesa y brillante. Con la etiqueta todavía colgando del cuello y esa tersura de las cosas sin tocar. Ningún piano que no haya sido machacado por las manos del hombre merece la pena, dice Eleanor Parker a un orgulloso Charlon Heston en "Cuando ruge la marabunta". La pureza es un estorbo porque significa, sobre todo, soledad, territorio no amado, no acariciado. El vestido se mantiene perfecto, huele bien, tiene la tela suavemente dispuesta dentro de la funda, el largo elegante, la forma adecuada. Es un vestido que merecería la pena usar si ello fuera posible.  Un día recibió una carta de él en la que le decía que pronto habría una cita. Una cena romántica junto al río. Él iría vestido de azul, el color que mejor le sienta, un a

Parole, parole, parole

  Me gusta la gente que sabe conversar. Esa que no necesita que le des tirones para que hable o cuente o explique. La que, de forma natural, convierte cualquier comentario en un universo de palabras. La que, ante un acontecimiento, es capaz de tener la soltura de desmenuzarlo sin caer en la repetición; de diseccionarlo sin maldad. Me gusta la gente que sabe conversar porque suele ser gente observadora. No metidos hacia dentro, escondidos en su cueva, guardándose la vida para que nada salga al exterior. Todo lo contrario. Gente libre de prejuicios y que escucha, de ese modo especial en que la escucha revierte en el otro, con ese aire que garantiza que las palabras no caen en saco roto. La conversación es el gran acto que hace de los humanos más humanos. Es un enorme espejo que se pone delante de nosotros y nos enseña nuestra imagen y la de los demás. Es un refugio cuando hay tormenta y el cielo se oscurece. Es un bálsamo para el dolor y una alegría para la esperanza.  En mi casa de la i

Como pasan las olas

(Dorothea Sharp)   Voy a mirar al frente. Allí está la cocina. Rebanadas de pan sobre la mesa. Un tarro de cristal con el aceite. Luz desde la ventana, desde las puertas, luces. En la mesa me siento y noto ese sonido peculiar del silencio cuando se acerca a mí. Muy dentro del estómago encuentro un haz de lágrimas que se han aposentado y no pueden tener permiso de salida. Voy a empezar el día y no me falta nada. Tengo hambre, una tostada, un café y mucho sueño. El tiempo tiene escrito que pasa como quiere, que surca nuestras horas sin detenerse casi. Pero yo lo discuto, lo rompo todo hoy, porque no quiero estar anclada en este día y tiene que pasar, como pasan las olas.  Planea como una incógnita el paso de este tiempo. Las lágrimas que trae, los huesos rotos, las articulaciones del alma que asemejan gotas de sol sobre una herida abierta. Vives corriendo para ver su sonrisa, vives volando para olvidar sus ojos. Entre tantos dolores una esperanza con un regusto dulce: olvidar, el consuel

Querernos vivamente

  (Albert Lebourg. Impresionismo) Mirarnos tiernamente en la terraza solitaria de un cafetín de Uzès. Sentir las manos sudorosas de caminar unidos por la tierra calma y severa de la Provenza francesa. Emocionarnos con la ruta de Austen, desde Steventon, a Bath y a Chawton. Contarte sus historias como si fuera yo la que las escribiera en el tiempo pasado. Amanecer en la Riviera, a la orilla del mar, y descubrir el color de la vela más alta de ese barco a lo lejos. Pasar la noche en vela, en una poussada portuguesa, adivinando el sonido de tu cuerpo al latir y al abrazarnos. Juntar nuestras cabezas una noche de cine de verano, tendidos en la arena, bajo la atenta luz de las estrellas, en La Misericordia, con el Mediterráneo de testigo. Pasear por la playa sintiendo que los pies se clavan en la arena y, en la espalda, el suave roce, la presión de tus manos, sólidas pero tiernas, pero vivas. Oír tus confidencias en una noche oscura del más feroz invierno, junto a una chimenea, en un lugar

Paisaje desde una ventana azul

 Los libros que lees se aparecen ante ti como una larga hilera de soldados en formación. A veces están descansando, entonces los pierdes de vista, se van a tomar un café por ahí o quizá trasnochan y no les ves el pelo. Olvidas sus títulos y sus autores, pero una leve ráfaga de viento vuelve a ponerlos de actualidad, vuelve a acercarlos a ti. Te asomas y los encuentras. Tienen mucho que ver entre sí o quizás nada. Los has leído en muchos momentos de tu vida y algunas, los que dejaron su huella, los has releído y siguen en primera fila de las estanterías. Esas estanterías llenas de libros podrían resumir muchas etapas y también hablar de frustraciones y dichas. Ahora se unen a ellas las imágenes de los ebooks que guardas en el ordenador o el iPad, libros también pero, no sabes por qué, un poco menos soldados, más artesanos, más sencillos.  No recuerdas otro paisaje. Los regalos de cumpleaños, los del día de Reyes, los regalos de amigos especiales, los regalos de gente que no te conoce ap

Austen y sus editores

Grabado realizado por E. Finden y publicado por A. Fullerton en Londres en el que se representa al editor escocés John Murray II (1778-1843) Las seis novelas mayores de Jane Austen sufrieron una suerte diversa a la hora de ser publicadas. Las diferencias esenciales están en los años transcurridos entre el momento de escribirse y el de ver la luz. Algunas tuvieron una larguísima travesía a este respecto. La primera novela que escribió fue también la primera en publicarse. Se trata de Sense and Sensibility (Sentido y Sensibilidad) que tuvo primero el título de Elinor and Marianne . El borrador completo estaba ya escrito en 1795, cuando la autora tenía veinte años, pero no se llegó a publicar hasta 1811. En la portada de la primera edición puede observarse claramente en qué condiciones se realizó esta publicación: La portada se encabeza con el título: Sense and Sensibility y, a continuación, una aclaración que parecía necesaria: A novel (una novela). Después la indicació

Todos los perros ladran en Baeza

Así que eso era todo: decir adiós sin más, sin otra explicación que el cansancio del tiempo. Nada de aquella chica rubia, nada de aquellos ojos verdes, nada de mi mirada triste, nada de mi cansancio, nada de mí...No tuviste piedad y tuve que marcharme, oírte era un imposible sufrimiento. Dejar atrás el mar, dejar la infancia, dejar la casa, dejar el corazón, dejarlo todo… Ahora sé que mi cura no vino únicamente por las voces amigas o por la edad (tan sólo veinte años). Fue la quietud del campo, las luces de neón, el suelo, tenso y tibio, el calor, las noches bañadas por un silencio fijo. Baeza me recibió como si yo misma fuera Machado, como si hubiera perdido a Leonor, como si tuviera que marcharme al exilio, como si mi madre preguntara entrando en la ciudad: "¿Llegaremos pronto a Sevilla?". Baeza abrió los brazos y entendió que llorara una semana entera, los siete días primeros de mi estancia, porque el amor se iba y yo no lo entendía.  Luego, vino la música,

Yeats, unas fotos, un puente

Tiene algo de obsceno rebuscar en las posesiones de alguien que ha muerto. Traspasar su umbral, lo íntimo. Aunque así lo decida el testamento. Los hijos de Francesca son entes extraños que pasan las páginas de los cuadernos que su madre escribió y que no pueden ponerse en su lugar, no pueden entender nada. Resulta muy difícil aceptar que tu madre, a la que siempre recuerdas junto al hombre que fue tu padre, haya tenido una doble vida o, lo que es peor aún, haya vivido la vida ajena a vosotros. Porque, si creemos lo que Francesca escribe, y no hay por qué dudar, su vida fue un paréntesis para llegar a la auténtica verdad y, una vez descubierta, vuelve a convertirse en una rutina con menos alma. No es un caso de desamor conyugal, es que Francesca, como alguna gente en este mundo, encuentra lo que en realidad casi nadie halla: la fuente exacta de la vida. Un amor, el amor, de un modo solo, de una forma única, él.  Quizá el éxito de la historia está ahí. Todos queremos poseer algo verdader

"Un día de lluvia puede no acabar nunca"

He abierto el equipaje. He depositado con un cuidado infinito, como si fuera un niño de pecho que necesitara arrullo, todo lo que contiene esa maleta encima de la cama. Hay blusas bien dobladas y pantalones oscuros para cualquier ocasión. Hay también cinturones, un jersey rojo con el cuello de pico y una chaqueta de piel que abrigue si la noche se llena de humedad. Luego he extraído los zapatos de su bolsa protectora y los he colocado en la parte baja del armario. Qué silencio escucho...qué enorme silencio. Queriendo conjurarlo he abierto el iPad y he buscado, como siempre a esta hora, a alguien que pueda acompañarme sin molestar. Y la he dejado cantando, solo interrumpida por algunos molestos anuncios que aparecen entre las canciones y que estropean el éxtasis de oírla. Es ella, Norah Roberts, como tantas otras veces. La ropa interior se ha quedado en la maleta y todo junto ha ido encima de una silla, una especie de banco sin respaldo, tapizado de crema, que hay al pie de la cama

Hacia la gran sonrisa del azul

¡Dichosas, ah, dichosas ramas de hojas perennes que no despedirán jamás la primavera! (John Keats)                           Me gustan esos trenes que cruzan las llanuras, los plácidos paisajes verdosos y amarillos y los campos segados.  Trenes que no recorren el camino como una exhalación sino que se lo piensan, que se toman su tiempo para llegar al destino fijado. Así una puede hacerse una idea, lo más clara posible, de lo que deja atrás y lo que se aparece. Había una colmena en cada uno de los campos. Se cerraba herméticamente y, si te acercabas a su alrededor llevando en la mano una rebanada de pan con miel, entonces las abejas, algunas abejas, revoloteaban un buen rato en torno a ti. Terminabas cambiando ese espacio por otro más tranquilo. Algún poyete de piedra en el que sentarte a pensar. Los pensamientos tenían un cariz muy variado. Casi siempre sufrías por amor o reías por amor. El amor era el leit-motiv, seguro que esto era algo que lograban advertir las abejas,

L'amour parle toujours français

Una de mis tías (guapísima y muy fan) me regaló en mi adolescencia una foto de Alain Delon. Tengo que decir que era una postal en la que el actor francés vestía de azul cielo a juego con sus ojos azul cielo. La postal está guardada en una de esas cajas de lata de colores que tengo por aquí y que reviso de vez en cuando porque las cosas que contiene son todas de un delicioso que abruma. Y, desde aquel regalo, Alain Delon pasó a formar parte de mi olimpo. Solo podría recordar de él un par de películas pero eso da lo mismo. Era mucho más que un actor de cine. Era el chico con el que cualquiera de mis amigas pasearía por la calle Real para que las demás nos muriéramos de envidia.  Años después descubrí Francia. En ese descubrimiento había otros galanes estilo Delon, aunque ninguno como él. Y había bastantes más cosas de las previsibles. Paisajes que se vestían de malva o de naranja. Casas de piedra, con hornacinas dedicadas a las vírgenes. Helados caseros en casas de amigos exótic

Los padres de las niñas

  (Fotografía de Louis Faurer) El padre de una de las niñas estaba liado con la vecina de enfrente. Ella llevaba siempre una coleta, vestía pantalones al tobillo y andaba en moto. El padre, en cambio, era un hombre recatado e invisible, muy dedicado a sus libros y a sus trabajos (tenía dos o tres). La familia no llegaba a fin de mes porque eran muchos y nadie comprendía cómo podía sacar tiempo para estar con la vecina de la coleta y, mucho menos, si era capaz de hacerle algún regalo a veces. Tampoco era lógico, decían, que la vecina no pidiera algo más si estaba con alguien que le doblaba la edad y que era tan feo. Las niñas pensaban que eso era cosa del amor y que el amor era fastidioso con algunos y terrible para otras. Ninguna de ellas tenía la más mínima intención de fijarse en un individuo tan patoso y con tan poco don de gentes. La hija del amante de la chica de la coleta no parecía darle ninguna importancia aquello y su madre también lo sabía. Aceptaban que su padre era así y qu

Una vez tuve un sueño y hablabas en francés

  En el boulevard Víctor Hugo, el más esplendoroso de Nimes, está la iglesia romano-bizantina de Saint-Paul y, muy cerca, en el mismo lateral, el Lycée Alphonse Daudet, con su enorme torre y sus edificios en torno a un patio porticado en el que los estudiantes suelen sentarse al sol. El sol del midi es fascinante. Sobre todo en otoño y en primavera, cuando no cae a fuego, sino compasivamente, llenando de calidez las calles y los cafés, todos ellos entoldados al mediodía. En el Daudet se estudia en varios idiomas. Inglés, español, alemán, portugués y ruso, siguiendo una tradición que data de mucho tiempo atrás.  Si paseas por la ciudad tienes que llegar a ver el anfiteatro de Les Arénes y la Maison Carrée, el templo levantado por Augusto, el mejor conservado de todos los romanos. En Les Jardins de la Fontaine, del siglo XVIII, está integrada la Tour Magne y toda la ciudad destella restos clásicos a través de la muralla romana que aún puede observarse en algunos tramos. En las afueras, e

Vestir la tristeza

(Ilustración: Sophie Griotto) En las tardes largas del invierno ella me contaba historias que inventaba sobre la marcha. Casi todas hablaban de mujeres tristes. Ella misma era una mujer triste, que ocultaba la tristeza con una capa poderosa de risa y de ingenio. Todas las personas tristes intentan convertirse en lo que no son porque la tristeza cansa. Agota. En esas tardes, conversábamos sobre la vida de las mujeres que conocíamos y de otras cuya existencia solo había llegado hasta mí a través de sus relatos. Eran cuentos que nada tenían que ver con finales felices. Eran realidades que se tamizaban con su baño de ironía, su sonrisa complaciente y esa forma generosa de mover las manos. Parecía una representación teatral con su telón y todo. El telón tenía dibujadas unas rosas. Eran rosas de Francia, esas pequeñitas, de intenso olor, como las que cruzaban nuestros arriates, cuando todavía la casa conservaba su jardín. El día en que ese jardín se perdió, cuando amanecimos sin la fresca cl