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Mostrando las entradas etiquetadas como Nina Leen

Madres

 Verano. Calor tórrido. Levante en plena forma. La madre, más guapa y más alta que las hijas, lleva la voz cantante, una voz que es capaz de reproducir coplas que nadie más conoce. Tiene buena mano para las plantas y los cocidos, para la charla seria y la insustancial, para los artistas de cine y para las revistas de moda. La madre es un talismán, un hallazgo.  En la mesa del desayuno la tertulia improvisada trae las noticias del día al modo gaditano. Hay que ver el alcalde, levantando calles todo el verano, qué querrá encontrar debajo de las piedras, el tesoro escondido?Y con la calor que hace y todo el polvo que forman, qué gente por Dios, qué políticos... Mira mamá, qué vestido tan mono lleva esta en la revista. Me gustaría uno igual para la feria. Bueno, hija, a ver si te lo coso, qué bullanguera eres. Mira tus hermanas, que pasan todas de ropa. Y tanto que pasan, son todas hippies, parecen refugiadas con esos vaqueros gastados y esos pañuelos al cuello. Qué horror de estilismo...

Después de la boda

  (Foto: Nina Leen)

Una escuelita con ventana al mar

 La señorita Ángeles tenía la voz potente pero bien modulada. Era capaz de alcanzar con su grito hasta la última fila de la clase. Aunque gritaba poco, más bien su estilo era sutil, comedido y limpio, como si, en lugar de tratar con treinta y cinco niños de nueve y diez años, estuviera en una congregación de culto a las labores de artesanía dando recomendaciones. Sus uñas llamaban la atención: eran rojas, largas y brillaban cuando el sol cruzaba las contraventanas de madera que rodeaban el aula, vestidas con cortinas de cuadros blancos y rojos que ella misma había cosido, como si fueran su propia casa y sus ventanas. A veces aquello parecía una función de teatro porque las cortinas se movían al ritmo del levante o del poniente en aquella escuelita anclada junto a la playa atlántica, en el sur más al sur que imaginarse pueda.  Era una buena maestra. Eso decían las madres y decían los niños al unísono. Sabía enseñar bien y era amable con los errores. Cuando aprendían a leer los niños de

Nina Leen: todo lo que respira belleza

(Joan Caulfield, fotografía de Nina Leen) De todas las fotografías que han aparecido durante años en las revistas LIFE y VOGUE siempre me quedo con las de Nina Leen . Son arte puro. La fotógrafa, armada con su Rolleiflex , inmortalizó las imágenes de modelos, aristócratas, políticos, artistas, pero también de gente anónima, jovencitas, mujeres en su vida cotidiana, familias y animales. Todo lo que respira belleza lo captó.  No se sabe cuál fue su fecha de nacimiento exactamente, pero fue entre los años 1909 y 1914 en Rusia. Murió en 1995. De esos años primeros de su vida hay pocos datos. No tenemos el nombre de su maestro o maestros en la fotografía. Se sabe que estuvo en Alemania, Italia y en Suiza  hasta 1939 en que se instaló en los Estados Unidos y ahí se quedó trabajando. Al año siguiente ya colaboró con LIFE con una foto de tortugas en el zoológico del Bronx. Siguió publicando sus fotografías en esta revista hasta que cerró en 1972. El modo de vida americano aparece en su obr

La extranjera

Hoy he vuelto a pasar por la calle de mi infancia. Indiqué al taxista que me dejara en la plaza de atrás y la he recorrido entera, de principio a fin, emulando el camino que hacía para ir y venir al colegio. No la he reconocido apenas. Ni siquiera me han venido imágenes del pasado, tan distinto es ahora todo. Los olores ni siquiera son los mismos. Las casas bajas con sus azoteas y sus cierros al exterior han sido arrasadas por pisos de hasta cuatro alturas. Solo muy pocas de ellas se han salvado pero no tienen el mismo aspecto, porque a todas se les han incorporado elementos nuevos que las hacen irreconocibles. A la mía le han colocado un zócalo de piedra ostionera que nunca tuvo y han pintado los barrotes de las ventanas de verde, cuando antes eran de un gris casi negro. Sigue conservando cierto parecido pero a mí me ha resultado extraña como suele ocurrirte cuando vuelves a encontrarte con alguien después de mucho tiempo: te empeñas en buscar aquello que te unió alguna vez, pero

¿Y si hubiera esperanza?

  (Nina Leen para Life) Cuando los encerraron a todos tuvo la intuición de que no habría marcha atrás. El día anterior cerró la puerta del despacho, colocó apresuradamente los papeles en carpetas, dejó las carpetas en las estanterías y salió casi corriendo, volando incluso. No quería llevarse nada de aquello, ni tocar ninguna de esas superficies que podían ser una trampa. Salió corriendo, llegó a la casa, cerró la puerta (todo consistía entonces en cerrar) y así estuvo los meses que aquello duró. Escuchaba alguna música, escribía algo y leía menos. Daba vueltas y vueltas por las redes sociales pero huía de las noticias. No quería saber qué estaba pasando ahí fuera. Tampoco se dio cuenta de que un enemigo que había estado acechando los años anteriores se hizo presente y se adueñó de todo, incluso del aire que se respiraba. Tenía nombre y no era ningún virus.  La entrada en la libertad fue traumática. No se fiaba de nadie ni de nada. No creía a los políticos, que aseguraban una cosa dife

Sigue habiendo azoteas

Mucho antes de todo, en la historia antigua de los versos, las niñas saltaban de un tramo a otro de las azoteas corridas que servían de cubierta a las casas blancas con festones amarillos de la calle. Empezaban en un extremo y, haciendo el mayor ruido, podían terminar al otro lado, al borde de las huertas, justo frente a la pantalla del cine de verano. Esta era la última azotea y la que tenía mejores vistas. Nadie era capaz de descubrirlas, nadie sabía de dónde venía ese sonido de la música que las hacía ensayar sus bailes a escondidas.  Si el viento de levante soplaba existían modos de burlarlo. Se parapetaban detrás de algunos de los miradores que coronaban la azotea central, la más grande y opulenta, y allí estaban horas y horas, al abrigo del aire y de las madres, que solían gritar sus nombres empezando por una llamada amable y terminando por una orden imperiosa. Todas querían huir de sus casas y enfilar el horizonte desde aquella atalaya imposible. Todas sentían que les f

Los días perdidos

A woman irons while watching T.V., 1952. Nina Leen Los personajes de las fotografías de Nina Leen no posan, están. No son parte del paisaje ni del contexto, sino que ambos se subordinan a ellos, a sus historias. Cada historia es diferente y se escribe con un sonido diverso. A veces no les vemos los rostros, o no percibimos su expresión, pero hay un pequeño detalle, o muchos, que nos desvela la trama. Es un relato de misterio que lleva a un desenlace no siempre satisfactorio. Esta es la virtud principal de una fotógrafa que conservó en su vida muchos puntos oscuros, quizá porque, de ese modo, era más fácil ocultarse a los ojos de quienes contemplaban su obra.  La mujer que plancha mientras está sentada mirando la televisión parece querer huir de una realidad que no le gusta. Hay un contrasentido entre el vestido, que podría servir para dar un paseo bien acompañada, y el desaliño de la casa y su actitud misma. El trabajo doméstico no parece gustarle. De modo que lo intenta

Que una flor de papel preside el aire

Colin Firth se marcha raudo en un Studebaker y huye de la rutina de esa mansión angustiosa y verde. No hay esposa, no hay hijas, solo tradiciones sin sentido y una necesidad de saber que no ha sido su culpa todo eso. Al otro lado del coche un sagaz mayordomo le ha ofrecido una copa de champán, la última y ha mantenido la vista fija en la copiloto, esa rubia tan parecida a Chastain , pero, que, sin embargo, parece renegar de la fama y de los conflictos. Miente, mentimos, nos mienten, eso es seguro. Una brisa marina envuelve Bath , al otro lado del mapa y de la historia, y ese olor penetrante del sulfuro, de los baños romanos y de las sales confitadas a ras del suelo, atraviesa la atmósfera silente, mientras las elegantes sueñan con que el hombre que buscan va a aparecer sin duda, en algún horizonte. No así las mujeres que medran en la sociedad de Nueva York y que Edith tan bien conoce, tanto que las retrata una y otra vez sin cansarse, como si tuviera que dejar testimonio de ellas

La tienda de los libros

(Fotografía: Nina Leen) Un día, en un pequeño local que había quedado vacío cerca del patio de Bernabé, instalaron una tienda de libros, un lugar al que podías acudir a cambiar tebeos, novelas del oeste y de amores, todo muy barato. No era una librería al uso, sino un espacio alargado, atestado de novelas, cuentos y tebeos, que se ponían a disposición del cliente sobre el mostrador de madera. El sistema era muy sencillo: había precios distintos para cambiar según fueran las ediciones nuevas, regulares y viejas. Las nuevas eran bastante más caras y poco asequibles para el alcance diario de los bolsillos, pero de vez en cuando, los lectores empedernidos de Marcial Lafuente Estefanía o las lectoras de Corín Tellado, hacían el gigantesco esfuerzo por conseguir leer lo último de sus queridos autores. El reducido espacio de la tienda estaba plagado, por las tardes, de aficionados a la lectura que se pasaban las horas contemplando las nuevas adquisiciones y buscando ejemplares

Los hombres airados

     (Lauren Bacall fotografiada por Nina Leen en 1945)       Algunos de aquellos hombres eran oficinistas y otros militares. Los había que trabajaban en astilleros, gente de la hostelería, peritos mercantiles, fotógrafos. También pequeños empresarios y comerciantes. Lo que no se encontraba era gente en paro. El paro no era una preocupación para aquellas personas que habitaban la calle, un mismo espacio geográfico en el que todos, o casi todos, se conocían desde siempre.  En las familias se producía una curiosa situación. Las mujeres intimaban entre sí, formaban un frente común ante los problemas, hablaban de casi todo y compartían dudas, café y risas. Los niños iban juntos al colegio, jugaban en la calle o en las huertas y celebraban los cumpleaños con piñatas y tartas. En el verano, volaban las cometas, que ellos llamaban barriletes, y cuando alguien de otra calle le pegaba a algún pequeño, a modo de legión romana todos se atribuían el derecho a la venganza. Por su

Adiós

(Foto: Nina Leen, 1947) No lo llames decepción o desamor o desistimiento o desdicha. Llámalo por su nombre: un adiós sin más adornos, sin más explicaciones, sin más lágrimas. El adiós es siempre un simulacro pero, cuando la vida lo escribe de verdad, entonces todo sobra. Daría igual que hicieras preguntas, que pidieras perdón, que te lanzaras al ridículo que sigue a toda huida. Daría igual que te apesadumbraras, que te sintieras culpable, que te convirtieras en un alma desconsolada y sola, perdida en una adversidad sin límite. Todas esas cosas ya no sirven. El adiós es un golpe seco. Un "ya nunca más", un "olvídame", un "hasta aquí he llegado". Y no tiene vuelta de hoja. Nadie puede convertir el adiós en hasta luego, ni puede hacerse perdonar lo que no existe, ni puede bucear en un alma cerrada como las ventanas ante el viento del sur, que quiere invadirlas pero ellas se resisten. Es un adiós y no podrás hallar razones más lejos de su propio enunci

Cosas que quería contarte

  ©Nina Leen para Life Una amiga y yo hablamos de nuestras cosas. Esas cosas son, en realidad, las mismas de las que todo el mundo habla cuando pega la hebra al teléfono. Esta amiga y yo solemos mantener el contacto telefónico con frecuencia y, sobre todo ahora, cuando los paseos y las cervezas están proscritos. Nos parece raro no vernos en persona, porque solemos entendernos muy bien y darnos consejos mutuos que son sabios. Pero, la mayoría de las veces, no hablamos, en concreto, de "nada". Es decir, ya no necesitamos actualizar noticias o dar cuenta de algo desconocido. Nos conocemos y por eso nuestras conversaciones son de cosas que han pasado a la categoría de historias. Cómodamente. Sin permiso.  Tengo algunas otras amigas así. Hablamos de vez en cuando. En tiempos corrientes, nos vemos de vez en cuando. Seguimos el hilo por donde lo dejamos y, en ocasiones, surge una confidencia especial, interesante, algo nuevo, aunque la mayoría de las veces todo se queda ahí, en una

Todos callamos

  (fotografía de Nina Leen) En el chat familiar compartimos noticias hasta que el asunto se pone peligroso. Hay determinados temas que provocan un cortocircuito cada vez que se tratan. Cada uno adopta una actitud: la indiferencia, la desaparición, la ignorancia, el ensueño, la fantasía, el autoengaño. No es posible tratarlos con cierta objetividad, de manera que se puedan extraer conclusiones y limpiar un poco la ciénaga de los recuerdos. No es posible porque nadie ve el mismo punto de vista, nadie observa lo mismo y nadie quiere empezar a reconocer su parte de responsabilidad en lo que quiera que ocurrió.  Lo normal es que el terreno pantanoso aparezca inocentemente, después de una charla amigable. Esto es así porque los lazos están mal anudados, porque hay preguntas sin respuestas y porque hay quien no quiere hacérselas. Es mucho mejor mirar hacia otro lado, revestir esto de una especie de bondad de boy-scout, de inocencia primigenia, de perdón. Pero para perdonar hay que saber y par

Canta Yeats la olvidada belleza

"La vida es una larga preparación para algo que nunca sucede" dice Yeats y yo tomo la frase y la traduzco a la vida: tanto tiempo esperando el mañana y cuando llega, es un hoy irremediable, que nada modifica. Los trece años fueron muy largos. Yo quería que llegara el catorce a toda costa. Los trece eran inmensos, aburridos y no tenían emociones, nada que contar ni que decir. No recuerdo el motivo solo que siempre eran trece y los trece no se marchaban para dar paso a un número sensato, el catorce, que tantas puertas debería haber abierto. No sé si las abrió. Ahora lo dudo todo. Pero esa sensación de esperar algo que no está en sazón, de desear que pasen los días para que ocurra algo, buenísimo por cierto, algo espectacular, algo que cambie todo, que lime la monotonía, que agite los pensamientos, que avente las razones, algo nuevo, esa sensación, digo, es exactamente la misma en todos los años, en todas las cosas. Por eso la frase de Yeats te consuela. Nadie mejor que al