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La mecanógrafa


    Recorría la calle todas las mañanas, primero hacia un lado, luego, hacia el otro. A primera hora podía oírse el sonido de sus tacones por la acera derecha, cuando se dirigía apresurada a la oficina de compraventa de coches que había cerca de la iglesia. Se llamaba Lucy y era muy joven. Había aprendido mecanografía en la Academia de Don Manuel y era una experta en pasar el carro a toda velocidad. Sus manos eran muy cuidadosas colocando el papel, porque ya se sabe que esta es una operación que requiere pericia. No tenía faltas de ortografía y sus jefes se fiaban totalmente de ella cuando le dictaban alguna carta. Siempre tenía claro de qué forma abordar los pedidos, las reclamaciones de deudas, las peticiones de material...Era una mecanógrafa perfecta que nunca dio ningún motivo de queja y que tenía las condiciones para ascender, incluso a jefa general, cuando llegara el momento. 
     Pero un día faltó a su cita. No se oyó el taconeo habitual ni se vio su imagen menuda, vestida de gris o azul marino como solía, ni se percibió su suave perfume de agua de colonia, ni se cruzó con nadie para saludar con tono neutro y educado. Faltó a su cita y la gente que solía tenerla como parte del decorado de la calle se extrañó. Se preguntaron dónde podía haber ido, dónde estaba y por qué no aparecía por allí para completar, como siempre, la bendita rutina de los días de diario. No hubo certezas pero, pasado algún tiempo, pareció correrse el rumor de que se había enamorado, había guardado en su funda la máquina de escribir y había subido a un tren que iba bastante lejos. Un tren hacia la duda, quizá la desdicha, tal vez el paraíso. En todo caso, un tren. La antesala del futuro, el augurio de una vida distinta. 

(Fotografía Robert Doisneau, 1912-1994)

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