Todo está a punto para la función. El patio del colegio a rebosar de gente indica que el teatro ha creado una expectación inusitada en el barrio. Padres y abuelos, hermanos, amigos, chicos que quisieran ser protagonistas, músicos frustrados, visitantes, vecinos, todos se apiñan en las sillas de tijera que una empresa ha colocado en filas exactas. Las sillas son incómodas y obligan a tener la espalda en una rectitud que solo los más pequeños pueden soportar sin fastidiarse. Pero merece la pena, en esta noche de San Juan, que los faunos y hadas ocupen el escenario, que aparezcan los rostros con focos de luz artificial que el ayuntamiento ha montado y que toda la música se expanda por los muros del colegio y aledaños. Aquello es un jardín cercado de naranjos. Tiene las paredes blancas y encaladas, salvo la zona del escenario, un armazón de madera bien sujeto, blindado con cortinas azules y moradas, a salvo de miradas indiscretas el backstage. Las madres han cosido las ropas e
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