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Campo dei Fiori


(Marcello Mastroianni y Sophia Loren. Los Girasoles. Vittorio de Sica. 1970)

A ella le asustan los aviones. Cuando se cierran herméticamente las puertas y la huida es imposible. Algunos pasajeros se asoman jubilosos a las ventanas, detrás de los cristales, para ver el despegue o la llegada. Para atisbar las tormentas en las pistas de abajo o para soñar con una puesta de sol única, que les convierta en espectadores privilegiados de la naturaleza incólume. 

A ella, en cambio, lo único que la salvaguardaba del miedo era el amor. Sentir que allí, a su lado, con las piernas muy juntas y las manos cercanas, estaba él, que podía acunarla si notaba sueño y podía distraerla si los nervios hacían su presentación. Era el amor lo que movía sus pies a la hora de avanzar en un viaje que siempre quiso hacer con la persona adecuada, en el tiempo preciso, en el paisaje perfecto. 

La ciudad es un torbellino de esperanzas. Las calles aparecen regadas de turistas, de nativos que ignoran cuando sucede, al modo en que los naturales del país desprecian lo que son y lo que tienen, interrogándose a sí mismos sobre el extraño fenómeno de aquellos que escriben las vigilias con sus claros rincones. Allí ella se mueve de la mano del hombre que ama y parece que vuela sobre el suelo y parece que brilla más que nada y parece que el mundo se reduce a ese instante. Te quiero, le diría, mirándolo a los ojos si pudiera. 

Algunas tardes, a punto de anochecerse el día, recorren un lugar desconocido que han hallado por casualidad en una guía turística. Es un pequeño local de cuadros blancos y rojos, que se abre al cambio de luz como si fuera una flor que se ensimismara. Es un sitio en el que pueden hablar sin interrupciones y en el que su risa suena como el cristal que se desprende de una lámpara en un salón de baile. Cuando vuelven al hotel de madrugada, pisando con cuidado los adoquines uniformes de las calles, se paran a besarse en un escaparate y el espejo les devuelve una imagen que nunca nadie va a plasmar en las redes. 

No existe nada comparable al sabor de sus besos. Nada hay que sustituya su voz en los oídos cuando recita uno de sus poemas y se ríe sin evitar que el aire de una mariposa abata las alas en su rostro atento. No queda nada que no sea su presencia, ausente sí, pero tan verdadera, tan llena de latidos, aun ahora, aun en la soledad, aun en el miedo, en la derrota, aun en los años perdidos, aun en estas horas tibias que anuncian un invierno florecido de viajes sin vivir. 

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