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Mejor azul



No encontrarás en él yates lujosos en cuyas cubiertas posan para las revistas chicas doradas de biografía célebre, que ofrecen su bronceado a la consideración de la crítica más feroz. No hallarás zonas VIPs, ni restaurantes con estrellas, ni reservados en los que se cuece la vida de un país que, en verano, adormece. No, carreras de caballos al pie del agua. No, el paraíso del ladrillo convertido en hoteles infamantes. No, personajes que pasean su última conquista delante de los paparazzi que hacen guardia. 

No. 

El pueblo es un anacronismo de piedra ostionera, de barquitos de pesca, en medio de un océano de playas cada una de las cuales ofrece al visitante una cara distinta, una manera de relacionarse con el mar hecha de elementos nuevos y antiguos. Aquí todo tiene la pátina del tiempo. La antigüedad no es un concepto vano. Si excavas, aparecen los romanos. Si miras desde arriba, los ves de nuevo. Una cuadrícula tensa, el cardo, el decumano. La historia se abre paso aunque no quieras. Todo es historia y todo es circunstancia. 

Los espíritus exquisitos dirán que es un pueblo feo. Que sus casas no ofrecen más allá que cualquier otro pueblo perdido en nuestros mapas. Que sus gentes son sencillas, bastas, poco glamourosas, como todas las de aquí, sin mayor relumbrón ni relevancia. Dirán que no tiene buganvillas, ni amaneceres verdes junto a un cristalino lago. Dirán que no tiene montañas, dirán que no tiene una vega esplendorosa de donde surtirse para crear ensaladas con nombres impronunciables de chefs televisivos. 

Los exquisitos dirán que es un pueblo de paso, una línea en la carretera, un camino que lleva a otros lugares, una mancha blanca en un universo de piscinas y campos de golf. Nada del otro mundo, diría Muñoz Molina, con título de cuento. 

Pero si observas, si miras desde dentro, si olvidas los prejuicios, si te dejas llevar por la intuición, si activas el resorte íntimo de la memoria y de la vida misma, encontrarás que aquí existe algo diferente, único, irrepetible. Te pierdes en sus calles y preguntas. Dónde está este lugar, dices, con poco convicción de que te ayuden. Y como magos a través de sus chisteras, aquí está la respuesta. Alguien, un hombre vestido humildemente y con gesto torvo; tal vez una mujer que sale de la plaza cargada de viandas, te indicarán el sitio exacto, la manera y el modo. Dejarán sus quehaceres y extenderán ante ti una clara lección de geografía. 

Puede que en un momento estés cansado y entonces te sientes frente al mar, un mar sin playas, cargado del tono azul, azul, que solamente el tiempo deposita en las aguas. Sin mareas, sin olas, sin surfistas, sin chiringuitos que sirvan espetos de sardinas, sin propaganda, solo, un mar abierto al mar. Miran tus ojos ese mar y sienten que hay verdad en el silencio pulcro que lo preside. Notan que la falta de bullicio no lo convierte sino en un mar gozoso de aventuras que, en el tiempo pasado (siempre el tiempo), logró las hazañas que todavía se recuerdan en los libros de historia. 

Paseas entre sus calles. Alguien vende tagarninas cuidadosamente cortadas en un paquetito de plástico transparente. Alguien, almejas negras de carril obtenidas una a una con sus manos. Alguien te ofrece un pescado de estero que se ha gestado en medio de la sal. Ah, la sal. La casa salinera que divisas allá a lo lejos, en el camino que conduce a todos los caminos, en medio de la flor de la bahía. La casa salinera derruida que, en tiempos, fue el hogar de los montículos blancos, enhiestos, puros, reverberando al sol, que todavía existen en nuestra retina de niños que guarda el pasado de quienes nos contaron los sueños incumplidos. 

Puerto Real. Esencia de las cosas perdidas. Una perla oscura entre el brillo de la arena dorada tendida al sol de la bahía. 


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