(Gerda Wegener. "L'Aperitif " 1928 ) Te empeñas con enorme contumacia en mirar siempre allí, en una dirección equivocada y que tiene delante un muro de cristal, un obstáculo insalvable, una flecha que indica que no pases. Quizá no eres culpable de esta manía insumisa que te absorbe, porque en un tiempo no fuiste tú la que fundó una costumbre que se ha tornado peligrosa. Pero debería darte igual. Si un aparato se queda viejo y no funciona, si su mecanismo está averiado, si su utilidad es nula, cualquier persona razonable lo tiraría a la basura, a uno de esos modernos contenedores de colores, no sé de qué color. Pero te has obcecado en creer que una luz divina que salga de ese cielo que miras con asombro va a reverdecer sus gastados goznes, va a limpiar de suciedad su interior, va a arrasar con los tornillos cansados. Y, de este modo, todo se volverá a unir y a saltar de gozo, en un movimiento sincopado y feliz, como el de los tiovivos, como el de las depuradoras de la
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