Yo enseñé a leer a aquellos niños

 


/Pintura, Roy Lichtenstein/

Al principio de mi carrera fui maestra. Si lo hubiera pensado bien y alguien me lo hubiera aconsejado, debería haber seguido siéndolo. No hay en la carrera docente ningún otro trabajo mejor que ese. Siendo maestra, en dos colegios distintos, tuve la suerte de enseñar a leer a dos promociones de alumnos. Qué milagros se iban sucediendo con toda aquella feliz parafernalia de las tarjetas, la estantería de las frases, los cuadernos de rayas, los lápices y los bolígrafos, las cartillas, los libros de lectura. Cuando empecé a ser maestra era muy joven, tanto que llevaba calcetines. Pasaba por la calle y las niñas me señalaban, ahí va esa señorita. Y algunas todavía están en mi agenda, en mi WhatsApp, son, en algunos casos, profesoras. Entonces eran niñas que no sabían leer, niños que estaban esperando el milagro de la alfabetización. Había un primer trimestre en el que todo para ellos era oscuro. Las sílabas, las frases, se iban sucediendo y cada día se arrojaba un poco más de luz sobre el aula, y así, poco a poco, llegaba un momento, en torno al mes de enero, en que los niños, usando el argot de los maestros "salían leyendo". Salían leyendo y eso era como si amaneciera, como si salieran de una cueva y volvieran a la claridad de la civilización, como si se romanizaran después de ser pueblos bárbaros. Todo eso sucedía en un trimestre. Es cierto que había siempre dos o tres alumnos que no lo lograban. A esos había que aplicarles un método diferente, pero, aunque tardaran más, antes de final de curso ellos también conocían la luz, todo lo contrario de la tristeza del analfabetismo. Enseñar a leer es el trabajo más excelso que la educación puede realizar y el maestro que lo logra, cada año miles de ellos, quizá no está tan considerado como el catedrático de la universidad pero su tarea es infinitamente mayor, mejor, más decidida, más definitiva, más necesaria, más hermosa. 

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