Las niñas de la calle Carraca

 

/Todas las imágenes de esta entrada son de pinturas de Mary Cassat, que nació en el estado de Pensilvania, EEUU en 1844 y murió en Francia en 1926. Perteneció al movimiento impresionista y pintó numerosas obras con madres y niños en escenas cotidianas/

Si no conocéis San Fernando entonces no podréis saber nada de la calle Carraca. Yo la conozco bien porque viví en ella veinte años y porque es el paisaje levítico de la infancia y la adolescencia, ese que imprime carácter. La calle Carraca partía de la plazoleta de las Vacas y llegaba entonces a la carretera que conducía a la estación. Hoy la cosa es diferente y no me pararé a comentar cierto absurdo vallado que la ha convertido en un cauce cegado. Pero en aquellos años cruzaba por su entorno toda la algarabía de un barrio antiguo, el más antiguo de la ciudad, con sus peculiaridades y sus historias. 

Algunas de esas historias no se han escrito nunca y no pueden contarse en alta voz, pero nuestras madres bien que las conocían, bien que las comentaban de soslayo en los encuentros de las mañanas en la plaza (la de abastos) o en las casapuertas o en las cocinas de las casas. Era una calle pero tenía vida de pueblo. Esa vida era muy diferente de la de la ciudad en la que se incardinaba. San Fernando ha sido siempre marítima, cosmopolita, militar y, en cierto modo, muy adelantada en usos y costumbres con respecto a los pueblos de alrededor. Y el barrio de la Pastora tenía su sabor, su flamenco, su carnaval y sus casas con cierros, azoteas con miradores y espadañas, guichis y tiendas de ultramarinos donde se podía comprar al granel y donde llegaban las mujeres a buena hora para charlar un rato con los encargados antes de elegir la comida del día. Era una calle de trabajadores, de oficios, con una sorprendente vocación de supervivencia y una especie de alegría interior que trasminaba por todas partes, y se notaba en la forma de celebrar las fiestas, las navidades, los tosantos, los carnavales. Estaba al abrigo del mar pero se olía el verdín desde las azoteas. No había lujos pero sí imaginación y gente con deseos. Estaba al margen de la fluctuante población militar que iba cambiando de asentamiento y se reconocía a sí misma por sus devociones, la Oración del Huerto y la Virgen de la Esperanza. 

Cuando construyeron en la calle de al lado el instituto, aquello se llenó de chicos y chicas que iban a comprar los bocadillos a la hora del recreo, en un largo rosario de voces y de hambre. Y en la iglesia de la Pastora se creó un club parroquial que convirtió el tiempo de ocio en un lugar de encuentros. 

Las niñas de la calle sobrepasaban en número a los niños y también en actividad. Era una calle femenina, donde los hombres pintaban poco y los niños menos aún. Las niñas tenían confidencias en las azoteas, jugaban al teatro y a los príncipes, escribían diarios, se paseaban con los chicos por la calle del cine, iban a la peluquería a hacer tertulia, y, cuando llegó el momento, comenzaron a enamorarse sin tasa. La llegada del amor cambió la fisonomía sentimental de la calle y las niñas tomaron cada cual su camino. Solo esos años quedaron fijados en la mente como si fueran un cuadro impresionista. Los recuerdos de cada una son distintos y también las vivencias, pero hay un lazo común que los recorre, una especie de aire propio, de acento inconfundible que, estés donde estés, no te abandona nunca. 

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