En una bicicleta con cesta y cintas de colores


 Era la Provenza, era verano, y eran mis tiempos del sur de Francia y mi bicicleta. Tenía una cesta de mimbre acoplada, de su tranquilo color azul y cintas en los manillares y tenía también un sonido curioso al tocar el timbre y funcionaba muy bien a pesar de que era viaje. En ella recorría aquel pueblo rodeado de plantaciones de lavandas y con una leve cuesta que llegaba hasta el mar. Por allí estaba siempre aquel muchacho, tan parecido a Theo James pero sin Sanditon y comíamos unos cuántos en una especie de bar improvisado donde Pedro y Marie habían creado el ecosistema plurinacional más complicado del mundo. Desde la quiche al cuscús. Si supiéramos qué llegarían a ser estas cosas al cabo de los años, seguramente no habría quejas por una picadura de mosquito ni porque el agua con gas no lo llevara. Más bien gastaríamos el tiempo en mirarnos a los ojos y en rebasar todos los límites de la decencia con aquel Theo James, tan exquisito. 

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