Una vez, cuando tenía quince años, un grupo de amigos de la pandilla de entonces inventamos un viaje a Madrid. Después de mucho rogar a los padres, de firmar papeles que no servían para nada, de jurar y perjurar que seríamos buenos, ellos dijeron que iban a confiar en nosotros y que el Talgo nos esperaba para que no hiciéramos locuras. Éramos tres chicas y tres chicos, solamente amigos, nada de parejas. Y aprovechando un puente nos fuimos a Madrid y allí tuvo lugar una aventura que nos llevó a los leones del Congreso, al Rastro, al parque del Retiro, a los sandwiches de Rodilla, a montar en karts, al museo de cera, y, cómo no, al Prado. También visitamos el templo de Nebod y un día nos escapamos a Ávila y Segovia, y fuimos a la Granja y a Aranjuez, y a la Plaza Mayor, en fin, toda la ruta que seis chicos de provincia eran capaces de hacer en cinco días. Nunca hablamos de esto y, llegado el momento, cada cual siguió su camino. No les conté que mis dudas se disiparon en el M
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