A los doce años leí a D. H. Lawrence. Naturalmente a escondidas. Mi casa no se caracterizaba por ningún fundamentalismo pero fue una acción preventiva. Forré El amante de Chatterley con papel de colores y lo mismo hice con Mujeres enamoradas y con Hijos y amantes. Conocí a Connie y su búsqueda del amor pasional, ese que no admite demora en la imaginación de los que sienten la sangre joven correr por sus venas. Conocí a Mellors y su especialísima forma de vivir el sexo y el encuentro amoroso. Conocí la frustración de Lord Chatterley, el miedo de otros y la obsesión de algunas. Conocí la hipocresía de los que censuraron el libro y la falta de imaginación de los que convierten en pornografía sin entenderlo. No fue el único caso en que una posible censura, que quizá era fruto de mi imaginación, o la necesidad de leer cuando debía estar estudiando sesudos textos académicos, me llevó a camuflar mis lecturas. Y, aún más, proteger mis Diarios y mis cuentos, todas las historias que es
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