Ese hombre era su inspiración. Aparecía al final de cualquier frase, al lado de cualquier imagen, en cualquier tiempo, lugar y dimensión. Tan oculto que a veces ella misma no podía encontrarlo. Buscaba y buscaba. ¿Dónde está? ¿Por dónde anda? ¿Es que no ha venido? Así un día y otro, días y otros largos y risueños o largos y tristes o simplemente días y otros largos, largos. El fuego de la pasión anida en los espacios vacíos. En la esquina de la desesperanza, en el entusiasmo por la juventud perdida o en los valles del momento menos propicio. Una semblanza colectiva del amor es más potente que la duda. La duda y la incertidumbre no tienen sitio en las preciosas palabras que ella escribía sin evitarlo. No había lucha contra el torrente que bajaba casi cada tarde a las manos y de ahí al teclado y del teclado a la pantalla y de ahí al aire, al aire de la red, la red que todo lo recoge. De esta forma llegaba a él. O, al menos, durante períodos inciertos que no podrían ya enten
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