Sombreabas la casa con tus manos, a base de esas plantas que sembraste en un intento de ser el jardinero que el tiempo había alejado de tu oficio. Esas pequeñas cosas te distinguían de todos. Saber por qué soplando el viento sur la lluvia está cercana. Conocer el secreto de la vid y el olivo. Domesticar el suelo con estrellas cazadas en lo alto. Vivir con el aroma del mirto y de las rosas. Todo era verde en ti, verde trenzado en tiempos que ya nunca volviste a conocer pero que ansiabas. La casa te recuerda. Han pasado tres años. Y tú a veces te mueves, con eco imperceptible, por entre sus rincones, como si aún existieras y no te hubieras ido. Pero ocurrió. La noche de un agosto clamoroso y cansino. La noche final de una existencia breve. Te fuiste y se apagó la luz de tantas flores como sembraste a mano, con la fe de quien sabe que florecer es ley de vida y razón del ser del campo. Así que ahora las flores claman por tu presencia, te buscan y no hallan. Te demandan sin
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