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Entradas

Hombre de blanco, mujer de azul

Al entrar en la gran sala azul y blanca pienso cuán distinta es la realidad de lo que aparece en los libros. Aquí están los cuadros con toda su presencia, con todas sus imperfecciones y sus secretos; los libros, en cambio, muestran una imagen apagada, ocultando la fuerza que el pintor les puso y que viene hacia nosotros cuando nos acercamos a ellos. Por eso, sólo abriré las páginas del recién comprado catálogo cuando pasen unos días y el frescor de la pintura se apague en mi retina.             La sala se mueve a uno y otro lado. Dos grupos se balancean, como si fueran olas del mar. Uno tiene por guía a un muchacho italiano, que se disculpa por hablar mal el idioma y que, de vez en cuando, comete un error gramatical que todos perdonamos y que él rubrica con una sonrisa. El otro grupo se mueve en torno a una chica española que dice, en voz muy alta, acercaos que no me como a nadie. En los grupos hay de todo: mayores, jóvenes con short y mochila, extranjeros, desocupados. Todos

En la muerte de Manuel Mairena

Esta madrugada murió Manuel Mairena. Llevaba varios años sufriendo en el cuerpo y en el alma. Tenía 78 años y era el menor de los hermanos de Antonio Mairena, el maestro del cante. Manuel Mairena era un saetero de primera categoría, un cantaor honrado y un hombre bondadoso, serio y elegante. Era una buena persona, que admiraba a su hermano y que no sintió nunca envidia de que la genialidad de Antonio pudiera siquiera eclipsarle. Más bien, lo quiso hasta el último momento. Leyendo las necrológicas y oyendo los comentarios que ha suscitado su muerte, he recordado los tiempos en los que tuve la ocasión, la fortuna, de tratarlo. Estaba yo embarazada de mi hijo Antonio y me regaló un precioso cuadro, enorme, en el que su hermano Antonio aparecía en su clásica pose con la Llave de Oro del Cante. Me dedicó ese cuadro con su letra de trazo antiguo y sigiloso. Manuel Mairena participó en nuestros cursos de flamenco para docentes. Su participación era garantía de seriedad, de conoci

El flamenco y las Artes

El Flamenco es música. El Flamenco es poesía. Pero es también, por qué no, el gesto, el espacio, el paisaje, los rostros… todo aquello que se encierra en una imagen. La imagen del Flamenco no la han creado los artistas del cante, el baile o el toque, sino los otros. Los   pintores y escultores, los creadores de figurines y decorados, los fotógrafos… El Flamenco ha llamado a la puerta de las otras artes y éstas, abriendo la cancela, han hecho entrar en su universo las visiones del Flamenco, que se perciben no sólo con los ojos, sino con el corazón, porque lo esencial, ya lo sabemos, es invisible a los ojos. Y el Flamenco tiene mucho de esencia, aunque también de arquitectura, de gran rompecabezas que se encaja tiempo a tiempo por aquellos que lo han construido. La mirada que al Flamenco dedican las otras artes tiene mucho que ver con el Flamenco mismo, y, sobre todo, con las definiciones individuales y los sentimientos colectivos de generaciones, escuelas y estilos. No es, por

Homenaje a Rancapino

Rancapino tiene una inmensa mata de pelo gris y mantiene el aire de siempre. El aire y el compás porque, aunque su voz, siempre difícil, lucha por salir, no hay forma de que se desvíe de su cante de siempre. Veo a Rancapino y me acuerdo de Chiclana, su pueblo y el mío, aunque él es de La Banda y yo de El Lugar (y si no eres de por allí no entenderás qué significado tiene eso). Me acuerdo del Canario, del colegio Santa Ana, de la calle La Vega, de la calle Fierro (en la que nací, al lado de la plaza de España y en la esquina del Cabezo). Me acuerdo del bar Cachito, de La Barrosa, del puente sobre el río Iro, de La Predilecta... Estos días pasados le han hecho un homenaje en Sevilla, en el Teatro Lope de Vega. No es frecuente homenajear a los secundarios de oro del flamenco, gente con trayectoria y conocimientos pero que no han estado en la primerísima fila, porque, como en todo, hay cuestiones relacionadas con la suerte que no se pueden controlar. En este caso, ese homenaje ha sido c

La boda

Estaban las hermanas Úrsula y Gudrun subiendo una empinada cuesta. Úrsula es pelirroja y tiene unos ojos del color de la oliva. Gudrun es casi rubia, sobre todo cuando los rayos del sol caen directamente sobre su pelo.   Es una tarde de verano, dorada y cálida, llena de olores y sabores, una tarde de cambios y de expectativas. El tiempo del trabajo había terminado. Úrsula había cerrado la pequeña escuela, despedido al último de sus alumnos y guardado sus libros en un espacioso bolso de bandolera, un viejo bolso que la acompaña casi siempre y que ha dejado en casa, junto a la puerta de entrada.   Por su parte, Gudrun ha enrollado un pergamino que estaba decorando, inclinada junto a la ventana, atrapando la luz que parece escaparse, y ha dejado los lápices de colores en una bonita caja de latón dorado. Desde ese momento, libres del trabajo, todas las horas pasarán al mismo ritmo, despacioso, lento, interminable, a veces; rápido como un torbellino, en otras ocasiones.      

Memoria del paisaje

Fíjate en esta imagen. Enmarcado por la piedra ostionera, tan propia y característica de esta zona, aparece al fondo la blanca silueta del Balneario de la Palma. En mis años de estudiante de Magisterio en Cádiz el Balneario de la Palma era el centro de nuestras celebraciones. Desayunos en Santo Tomás de Aquino, noches de actuaciones en Carnaval, fiestas de final de curso...Al lado, la antigua Institución Rodríguez de Valcárcel que, cuando se convirtió en Colegio Universitario, contempló en sus aulas mis dos primeros años de la carrera de Geografía e Historia. Y, delante, pleno, imponente, el mar, el mar de Cádiz, la mar, sólo la mar, como escribió el poeta.

Confieso que me gusta la poesía

Confieso que me gusta la poesía, esa forma ligera que rodea a las palabras como si fueran atadas con un lazo. La poesía, la misma que me suena a disco de Serrat y reválida de cuarto. Confieso que mi primer poeta fue Miguel, Miguel Hernández, en libritos de hojas finas que llevaba forrados. Los libros que ocupaban aquella estantería, el librerito blanco, que luego se llenó con obras de John Grisham.  Confieso que me gusta la poesía y que me sé muchos poemas de memoria. Que antes los recitaba en voz muy alta, sin auditorio, sin luces, sin aplausos...Antes, cuando era chica y pensaba que el tiempo era infinito, que todo el tiempo estaba por delante, que las horas corrían tan despacio o andaban tan despacio, que nunca llegaban los catorce. Confieso que llenaba de amores las libretas, que las libretas se llenaban de palabras y que las palabras formaban un poema. Que el poema siempre llevaba un nombre y que existían porque tú no estabas.

Mirar por encima de las gafas

Lo confieso. Cuando era chica leí y releí muchas veces Las aventuras de Tom Sawyer, en una edición barata pero completa que compramos en mi casa. Me gustó muchísimo. Sus personajes, la historia, el sentido del humor...Probablemente sea el mejor libro que he leído de esos que llaman juveniles, aunque el término es bastante engañoso. En los días de mi infancia aparecen entrelazados los recuerdos de personas y personajes, como si también existieran y fueran de carne y hueso. Personajes de libros o de tebeos, maravillosas colecciones encuadernadas en rojo que llevaba mi padre o que mi madre encargaba en la librería Cervantes. Seguramente sin esos libros, sin el periódico diario, sin las películas, nuestra vida hubiera sido otra y nosotros mismos no seríamos los que somos. En Tom Sawyer estaba Tom, pero también la tía Polly, los primos Sid y Mary, la viuda y el río Mississipi, como un personaje más. La tía Polly era, a la vez, estricta y tierna, llena de manías curiosas como la de mira

Memoria

Hay coincidencias que merecen pensarse. Esta mañana tenía yo en las manos un libro de Pepín Bello, en el que habla de sus tiempos de residente. Al lado de ese libro está, en la estantería, otro de Eva Díaz Pérez, El club de la memoria. No sé por qué están juntos. Hace algunos meses que mis libros están ordenados o desordenados, según se mire, con un criterio de casualidad que hace imposible encontrarlos. Repartidos en tres casas ya he desistido de buscarlos y simplemente, como esta mañana, los hallo a veces sin intentar la búsqueda siquiera. Me ocurrió hace unos días con la maravillosa Ellen Glasgow y su La vida resguardada que estaba desaparecida y surgió de pronto, junto a un manual de Historia del Arte. Hoy es el día de San Sebastián. Así se llama mi madre en femenino, nombre horroroso a su juicio y que la hizo siempre sufrir mucho. Achacaba a su madre la atrocidad de haberla llamado así, tercamente, tras tener y perder, antes de eso, cinco varones con el mismo nombre. Eso fue

La princesa está triste

No sé por qué me he fijado estos días en la cara y el gesto de la princesa Masako. La heredera del imperio japonés aparece de vez en cuando en fotografías de prensa, en periódicos y en revistas ilustradas o en imágenes de la televisión. En todas tiene el mismo aspecto asustado, la cabeza inclinada, la mirada huidiza, la boca cansada, las manos acogidas en el regazo… Las princesas de este tiempo tienen todas un mismo aire de domesticación, de aceptación del destino, nada que ver con las de hace unos años: bellísimas actrices venidas a más; muchachas de sangre real que recorrían las playas de moda con playboys treintañeros; hijas o hermanas de reinas, de ojos color violeta, que se enamoraban de capitanes o fotógrafos… Ahora, hasta las princesas más contestatarias acaban sentando la cabeza y uniendo sus vidas a un Hannover cualquiera, de los que quedan sueltos en el Gotha.   Pero la pose de Masako no tiene nada que ver con esa asunción complacida de un destino superior, sino