Ir al contenido principal

Entradas

Confidencias a media tarde

Hace tanto que no nos vemos...Y eso que he hecho intención de verte muchas veces...Pero, no sé si te lo he dicho, me cuesta trabajo salir a la calle, me abruma la gente. Cuando estoy en casa es como si hubiera un gran paraguas que me cubriera, que evitara el daño exterior, la contaminación de tratar con personas, el ruido de las conversaciones. No puedo prestar atención a la charla, me canso, me entran ganas de desaparecer. Todo lo externo es tan pesado de digerir, que es como si no tuviera ninguna capacidad para soportar a los demás. Hay gente a la que me gustaría ver a menudo, como a ti, por supuesto, pero no creas que lo evito porque no te tenga cariño o porque soy una vaga. No. Es simplemente miedo. El miedo me atenaza mucho más de lo que podría explicarte. Una sensación que antes sentía esporádicamente pero que ahora forma parte de mí misma. Me levanto por las mañanas y pienso en ello. Reflexiono sobre mi cuerpo por si me duele algo y, enseguida, reparo en el miedo. Estoy so

Función de teatro

(Edward Hopper) El sol abría la puerta de todos los veranos. Las salinas hervían. Los parques se llenaban de niños al caer de la tarde. Niños en bicicleta, con patines, niñas que sacaban a pasear a sus muñecas, niñas que se convertían en mamás y discutían entre ellas sobre vestidos, peinados y comiditas. Jugar a las comiditas era una de las diversiones de la calle y las niñas sus protagonistas. Ellos permanecían al otro lado de la acera, huraños, enfadados, dándose empujones o haciendo rodar la pelota. Eran dos mundos que apenas se tocaban, que no se encontraban pese a estar tan juntos.  Solo el teatro obraba el milagro. Se colocaba en una de las paredes del patio, la que estaba entre dos ventanas enrejadas, una colcha de flores usada que servía de bambalinas y de telón, todo al tiempo. La colcha era el fondo en el que se reflejaban las escenas, en el que transcurría la acción. Cada verano se representaban dos o tres obras, adaptadas al gusto infantil por la madre, que h

La Costa Azul: el sueño de cada verano

(Raoul Dufy. La Costa Azul) Todos los años en estas fechas, iniciado ya julio, sueño con que estoy en la Costa Azul. El sueño se repite de noche y se recuerda de día. La vida cotidiana mantiene ese sueño en el aire y el espejismo baila sobre la cabeza y se muestra en cada momento, como si estuviera anclado a una parte de mí, inconmovible. Veo a Max de Winter mientras se enamora de una muchacha sin nombre, que lleva media melena descuidada y una rebeca muy sencilla. Ambos surcan las carreteras orladas de árboles y se deslizan hasta precipicios innombrables, allí, junto a las calas de agua verde y brillante.  En los descapotables viajan las jóvenes con sus mejores trajes, sombreros y fulares al viento, incluso abatidas por el recuerdo de Isadora Duncan y su absurda muerte, pero manteniendo una sonrisa descomunal, como si no pudiera evitarse ese destino ni otros semejantes. Grace Kelly tiene una estampa fulgurante, plantada allí, junto a Cary Grant, que sobrevive entre el enga

"El otro París", un cuento de Mavis Gallant

Como ella misma escribe en la introducción, los cuentos de Mavis Gallant hay que leerlos uno a uno y despacio, no de un tirón, porque no son una novela, son gotas de agua, distintas, que no pueden mezclarse. Cada cuento te deja una sensación y te pone delante un espejo. En "El otro París" hay cuatro protagonistas. Carol es una chica americana, de veintidós años, que está en París buscando al París del que hablan los poetas y el cine. Un París mágico, en el que es posible y obligatorio enamorarse. Sin embargo, se ha prometido con su jefe Howard , un hombre práctico que, un día cualquiera, se vio demasiado solo en su apartamento y pensó que era hora de buscarse una pareja. También está Odile , la secretaria de Howard, que parece amiga de Carol pero que no lo es, aunque tiene destellos. Más bien es amiga de sí misma y no cree en nadie. Y, por último, Felix, un refugiado del este que es pobre, ilegal, desgraciado e indiferente.  Entre Carol y Felix hay una extraña

Cartas que ya no te escribo

Escribir cartas es un arte. Jane Austen lo poseía. Las que escribió a su hermana Cassandra son las mejores, aunque se conservan muy pocas. El secreto estaba, según ella misma dijo en más de una ocasión, en expresarse de igual forma que lo haría si la persona estuviera presente y hablara con ella. Espontaneidad con estilo. Nada de tiesuras, actitudes impostadas, cursilerías o inventos chinos. Pura y simple naturalidad, ese dejarse llevar por las palabras, por los acontecimientos, ideas, pensamientos y noticias. Mi corazón se transformaba en escritura.  Así eran mis cartas, las que tú no recuerdas. Numerosas, largas, sentidas y tiernas cartas. Las escribía y, como no es caso de usar palomas mensajeras, correos del rey, ni siquiera papel, sobre y sello, te las hacía llegar por el correo electrónico y constituían una prueba segura de que entonces tú merecías la pena. Contar algo, escribir una carta, es una de las muestras más generosas de entrega que pueden hacer los seres humanos.

Todo lo que imagino

En el verano de 1813 Jane Austen tenía 37 años y una carrera literaria consolidada, además de cierta independencia económica que le proporcionaban las ganancias, aunque no astrales por supuesto, de sus libros. Eso significaba tranquilidad. Asimismo, su oficio estaba asentado y su creatividad en alza. Aunque so tto voce todo su entorno conocía su faceta de escritora, no era menos cierto que ninguno de sus libros iba firmado con su nombre. No le gustaba frecuentar los cenáculos literarios, era una escritora de interior, sin proyección pública. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que no tuviera plena conciencia de lo que hacía y de que esto requería tiempo, dedicación y esfuerzo. Todo lo contrario. Hay en ella una rara mezcla de compromiso personal y de desinterés social por la literatura. Se cuenta, incluso, que estuvo a punto de conocer en persona a Madame de Staël , a la sazón de visita en Londres, pero no quiso. No sabemos si esa negativa fue la que llevó a la francesa a

La novela romántica de Corín Tellado

Aunque no lo sepamos, muchas generaciones de españolas, crecieron leyendo sus libros. Ella se decía "escritora" a secas, pero todos los críticos la tildaban de "escritora de novela romántica". Corín Tellado fue la precursora de todo el novelismo romanticón de ahora. No tengo ni idea de cuántas novelas escribió pero deben ser miles y todavía pueden verse en los libreros de viejo y en las ferias del libro de ocasión. En alguna de estas me he hecho de ejemplares y están por aquí, como testimonio de una literatura que, lejos de perderse, ahora se mueve mucho entre las redes y los autopublicados.  Si repasas su biografía verás que era un crack, una mujer adelantada a su tiempo. Algunos de los títulos que puso a sus novelas eran espectaculares. "Mejor amante que marido", por ejemplo. Cosa inusual y complicada en aquellos tiempos. En realidad, hablar de "tiempo" es relativamente difícil, porque su trayectoria ha sido larguísima y los formatos de

Aquel fugaz momento en que te amaba

Tú bien sabes que te he querido tanto, que te he querido mucho, que ese mucho lo he dicho y repetido y lo he mostrado sin duda abiertamente y sabes que todo ha sido inútil. Compras en el vivero una maceta, una pequeña planta de colores muy vivos y luego la alimentas, la riegas y la pones al sol. Observas como crece y le dices palabras, porque a las plantas, como a los seres vivos, hay que hablarles para que se sientan comprendidas y amadas. Así lo hice contigo y tus rarezas, contigo y tus extrañas expresiones, contigo y tus ausencias, contigo y tus mentiras.  La planta, sin saberlo, apenas sin motivo, con un motivo solo y tan efímero, estuvo un tiempo a oscuras y la luz que se fue la dejó para siempre varada como un barco en un puerto de árboles ajenos. No recuerda, como yo no recuerdo, aquel fugaz momento en que te amaba y lo mostraba así, sin ocultarlo, sin ocultarme yo, mostrando enteras mis palabras convertidas en dudas y al revés si es que fuera posible.  He tirado aye

Pasiones inteligentes

(Serena Reading by George Romney, 1780-85. Harris Museum & Art) Tengo para mí que " Emma" , de Jane Austen , es una novela que tiene en la inteligencia su principal adorno. No en la belleza, efímera. No en la riqueza, injusta. No en la suerte, arbitraria. Es la inteligencia el don que aquí aparece tan magníficamente retratado, con pinceladas suaves a veces como una foto en blanco y negro o con la espesa pasta pictórica de los impresionistas. O como ese cuadro de George Romney , contemporáneo de Austen , que revela la sencilla inclinación de una mujer leyendo.  En todo caso, la inteligencia fluye en los diálogos, en las descripciones y en las cabezas de aquellos personajes que disfrutan de ese regalo de la naturaleza que esta reparte con la displicencia de lo que es únicamente suyo. Ocurre en "Emma" de una forma extraordinaria pero también en el resto de sus libros, en los que se distingue de inmediato al necio del sabio, al prepotente del humilde

Emma Woodhouse no quiere casarse

(Retrato de Lady Hamilton como Circé, 1782, George Romney, Londres, Tate Gallery) Guapa, joven, rica y sin ansias de pillar un marido. ¿Cómo es esto? A simple vista resulta raro. A vista de pájaro podemos pensar que aquí falla algo. Será una chica de mal carácter, de esas insoportables, a la que solamente le gusta leer libros sesudos y recluirse en su habitación para pensar en cómo marcha el mundo. Una sabelotodo. O quizá es una artista frustrada, alguien que dedica su vida al arte, a plasmar paisajes en los lienzos o a esculpir, a partir del sencillo barro, los bustos de la gente de su entorno. No sé. Puede que nos encontremos un caso patológico, alguien sin habilidades sociales, a quien no le gusta reír, alguien con mal humor congénito, una de esas personas insoportables y hurañas. Quizá es que la vida social le molesta, no le apetece bailar, la gente le produce urticaria, es una ermitaña que solamente está a gusto consigo misma… Si lees Emma verás que nada de esto

Jane (Austen) enamorada

(Mary Freer, by John Constable 1809, Yale British Art) En enero de 1796 Jane Austen escribe una carta a su hermana Cassandra , que estaba pasando unos días en Berkshire, en casa de sus futuros suegros, los señores Fowle. La carta, que es la más antigua de las que se conserva, es muy interesante. Ella tenía veinte años recién cumplidos pues había nacido en diciembre de 1775. En un cajón de su escritorio estaba guardado, y casi oculto, el manuscrito de Sentido y sensibilidad . Aún no era, en estricto, una escritora, aunque escribía desde niña. Pero esa carta tiene tantos matices, datos e ideas que merece la pena reparar en ella. Porque de su lectura, y de los hechos que después sucedieron, podemos deducir que uno de los protagonistas de la misma es, precisamente, el muchacho de quien Jane se enamoró. Tom Lefroy , que llegaría ser un prestigioso abogado y miembro del Parlamento de Irlanda, confesó en su vejez que había amado a Jane y que únicamente su falta de fortuna

¿Qué habrás hecho ahora?

Tengo la sensación cierta de que meter la pata es una de mis especialidades. Y es algo cuyos motivos me gustaría descifrar. Saber de dónde he sacado ese conocimiento tan perfecto. Por qué echo a perder casi todo lo que toco. Incluso sin tocarlo, solo con el pensamiento. Es como lo de la electricidad estática. Tengo un nivel de electricidad estática por encima de la media. En realidad tengo muchas cosas por encima de la media, pero no todas ellas son útiles, ni se pueden contar. Enciendo la luz de una habitación, o lo intento, acciono el interruptor y la bombilla se funde. Así, automáticamente. Me pasa muchas veces. Y es por la electricidad estática. Soy una central eléctrica en continuo funcionamiento, una de esas de ciclo combinado que nunca se paran. Y, vuelvo a preguntar, desconozco el motivo. Quizá tendría que ir a un especialista, un psicólogo conductista, una de esas expertas en constelaciones familiares, en flores de Bach, o en yoga, algo que me aclare mi papel en el mund